martes, 17 de octubre de 2006

Sobre AP (a propósito de Valentín Paniagua)

Ha fallecido Valentín Paniagua, y se ha ido un buen peruano y un buen político, al margen de las discrepancias que hayamos tenido con él. No es poca cosa.

Creo que estas son ocasiones para reflexionar, no sólo para hacer panegíricos. Propongo algunas ideas sobre el papel de Acción Popular en la vida política peruana.

A propósito, escribí un artículo en 2002 con ocasión del fallecimiento de Fernando Belaunde, "Fernando Belaunde, Acción Popular, y la democracia en el tiempo", salió publicado en la Revista Domingo, n° 211, 16 de junio de 2002, del diario La República.

Ahora que lo releo, me doy cuenta que mi visión es muy indulgente, particularmente en cuanto al tema del conflicto armado interno. Tengo otro texto un poco más crítico sobre el punto, “Los partidos y la violencia: la política del avestruz”. , que salió publicado en Ideele, revista del Instituto de Defensa Legal, n° 157, septiembre de 2003 (p. 72-75).

Pongo a continuación el texto sobre Belaunde, que debería ser leído junto al publicado en ideele, para tener una visión más equilibrada. A pesar de la mención crítica respecto a Paniagua en este último trabajo, considero que sus méritos y actuación positiva en muchísimos otros aspectos hacen que merezca ampliamente los homenajes que está recibiendo.


Fernando Belaunde, Acción Popular, y la democracia en el tiempo


La sensible muerte del presidente Fernando Belaunde nos lleva a hacer una reflexión sobre las desventuras de la democracia en el Perú a lo largo del siglo XX, en especial en su segunda mitad, en la que fue una figura sin duda definitoria. Este es un caso, a mi juicio, en el que la perspectiva de los años hace que la evaluación de su actuación pública y gestión gubernamental sea cada vez más indulgente; más todavía, creo que puede decirse que es de lamentar que el destino no haya querido que sus propósitos fueran exitosos: porque no lo fueron. Recordemos que el presidente Belaunde, tanto en 1968 como en 1985, dejó Palacio de Gobierno en medio de una gran insatisfacción ciudadana. Considero que la revaloración que permite el tiempo no sólo se debe al reconocimiento de sus indudables méritos personales y cívicos, ya resaltados con justicia por todos; tampoco a que, comparados con el desastre económico de la gestión de García, el desastre político y moral del gobierno de Fujimori, o el autoritarismo militar, los gobiernos del arquitecto Belaunde aparezcan como los “menos malos”.

Creo que Fernando Belaunde y Acción Popular fueron claves para la posibilidad de sentar las bases de un sistema de partidos y una democracia moderna en nuestro país, y es una lástima que AP no haya podido consolidarse como partido de masas; queda abierta la pregunta de si AP podrá sobrevivir a su fundador, así como el APRA sobrevivió a Haya de la Torre. Como sea, AP no logró constituirse como el gran partido de centro-derecha que el Perú necesitó durante todo el siglo XX. Toda democracia requiere de un equilibrio de fuerzas políticas que fuerce a la negociación y a los compromisos institucionales: ese es su origen verdadero. El Perú, como la mayoría de países de la región, padeció de recurrentes intervenciones militares, consecuencia de la ausencia de un partido de masas de centro derecha que pudiera competir exitosamente con el APRA y la izquierda en el terreno electoral. No es simple coincidencia que recién cuando Belaunde y AP ocuparon ese espacio es que pudimos tener las experiencias plenamente democráticas de 1963-1968 y de los años ochenta. La incapacidad en el Perú de los movimientos conservadores, primero, y liberales, después, para representar a los sectores populares, para sintonizar con ellos, es de lamentar (a diferencia de países como Chile o Colombia). Belaunde cubrió por momentos esa falencia con su indudable carisma, un liderazgo de gestos dramáticos, con una certera comprensión intuitiva de la dimensión simbólica de la política, con su ideología no ideológica del “Perú como doctrina”, y con su acercamiento al “Perú profundo”. Se trató de una relación con el pueblo ciertamente paternalista y desde el “Perú criollo”, pero no por ello menos eficaz.

Pero como decía, AP no logró consolidarse como un gran partido de masas; evidentemente, el desempeño de las dos gestiones presidenciales de Belaunde y la insatisfacción con la que terminaron no le permitieron al partido crecer y desarrollarse. Sin embargo, como decía, creo que el tiempo permite ahora lecturas más indulgentes con ambos gobiernos.

El primer gobierno terminó abruptamente en octubre de 1968, cuando ya las elecciones generales de 1969 aparecían en el horizonte (y también una probable presidencia de Haya de la Torre). El velasquismo y su impulso reformista, en un país incluso para entonces escandalosamente enfeudado a intereses oligárquicos (ya liquidados para entonces por populismos reformistas en muchos otros países de la región), hizo ver al primer belaundismo como un gobierno pálido, ineficaz. Sin embargo, para ser justos, cabe recordar que esa falta de iniciativa no fue consecuencia solamente de la parálisis del gobierno, si no de la oposición del parlamento, controlado por la alianza APRA-UNO. Lo que entonces apareció como falta de iniciativa, hoy podemos verlo como respeto al orden constitucional. De otro lado, cabe preguntarse ¿qué habría pasado si no hubiera habido el golpe de 1968? ¿Qué habría sido del Perú si es que Haya de la Torre ganaba las elecciones de 1969? Las reformas, muchas de ellas necesarias, del velasquismo, ¿no podrían haberse hecho en un contexto democrático? Los cambios podrían haber sido mucho más lentos y limitados, pero, ¿no habrían sido a la larga mejores, y más duraderos? En este camino democrático, ¿no habrían podido prosperar tanto una derecha como una izquierda democráticas y de masas? Evidentemente nunca sabremos las respuestas a esas preguntas, pero, con la cada vez mayor legitimidad de la democracia como régimen, se abre la posibilidad de revalorar, o de mirar con más indulgencia, la experiencia de 1963-1968.

El segundo belaundismo intentó llevar adelante en 1980 una moderada reforma liberal, legitimada políticamente con inversión social en infraestructura, esta última vieja idea central en el ideario acciopopulista, adelantándose a lo que, lo sabemos hoy, de todos modos, sucedería en el Perú y en todo el mundo en años posteriores. Cabe preguntarse, ¿no hubiera sido mejor para el país que las reformas orientadas al mercado se dieran de ese modo entonces, en vez de padecer el neoliberalismo corrupto, autoritario, y de altísimo costo social que tuvimos con Fujimori? Belaunde tuvo mala suerte esta vez: intentó una política de liberalización y de atracción de inversión extranjera precisamente cuando la región empezó a padecer de la crisis internacional de la deuda. Ella trajo abajo a todos los países de la región, y el nuestro no fue la excepción. Se le reprocharía también a Belaunde no haber buscado un rumbo económico alternativo; además, el no haber sido más enérgico en el combate al terrorismo, o el no haber implementado estrategias más inteligentes y menos represivas. Ambas críticas me parecen injustas, y sólo funcionan con un razonamiento retrospectivo: en esos años, en realidad, nadie sabía a ciencia cierta qué es lo que correspondía hacer, o se proponían cosas simplemente equivocadas, y tuvimos que pasar como país por un doloroso aprendizaje (basta leer los diarios de la época para verificar lo que digo).

Como sea, desde 1983 el país giró del centro-derecha al centro-izquierda, ocupando Alan García y Alfonso Barrantes el espacio dejado por un belaundismo sin capacidad de seducción política; en esos años, un cambio profundo, impulsado desde el Estado se veía posible, el voluntarismo hecho realidad, la revolución. Nuevamente, Belaunde aparecía, en medio de ese ímpetu de transformación, demasiado ajeno y distante a las urgencias del momento, limitándose a impedir que el barco del país zozobrara, para entregárselo de la mejor manera posible al presidente electo en 1985. Nuevamente resalta su responsabilidad como gobernante constitucional: podría haber intentado dilapidar las reservas del país para dejar el poder en medio de una ola de popularidad, pero el hecho es que no lo hizo (y eso permitió la amplísima popularidad de García entre 1985 y 1987).

En los dos gobiernos, decía, Belaunde apareció como muy distante del sentimiento de urgencia que se vivía: por eso Alfredo lo caricaturizó como un gobernante en las nubes, y esa imagen se hizo popular. Un hombre ilusionado en proyectos quiméricos, como escribió de él Pablo Neruda en sus memorias. Creo que es una imagen injusta. Más bien considero a Belaunde un maestro de la realpolitik, un político pragmático, que entendió que no tenía sentido librar batallas imposibles de ganar (el congreso de 1963-1968, o la deuda externa entre 1983 y 1985, por ejemplo), o que para ganarlas, no era responsable llevar el sistema hasta sus límites. Esto porque el arquitecto, cuando se proponía ser terrenal y decidido, también podía serlo: como en falso Paquisha, Las Malvinas, o en su oposición al fujimorismo. Este ejemplo de prudencia y de realismo, dentro de una conducta principista, me parece que es su mejor enseñanza como político.

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