lunes, 7 de octubre de 2019

¿Y ahora? (2)



Artículo publicado en El Comercio, sábado 5 de octubre de 2019 

La semana pasada decía en este mismo espacio “como en el boxeo, el Presidente recibió un golpe muy difícil de encajar, que lo obligará a replantear su plan de pelea o cambiar de estrategia. La propuesta de cambio en las reglas de elección de miembros del Tribunal Constitucional, lamentablemente, no me parece mucho más que un intento de reacción sin muchas posibilidades de éxito”. Una semana después, el Presidente aparece como el triunfador absoluto de la confrontación política iniciada en 2016, y el Congreso está disuelto.

No creo haberme equivocado al pensar que el escenario, vistas las cosas desde apenas la víspera de la disolución, pintaba muy mal para el Presidente. Su propuesta de adelanto de elecciones, presentada el 28 de julio, había sido archivada por la Comisión de Constitución, y el ejecutivo no había logrado presentar una cuestión de confianza sobre este asunto. Proponer una súbitamente sobre el procedimiento de eleccíón de los miembros del Tribunal Constitucional, asunto sobre el cual el gobierno no se había pronunciado hasta ese momento, parecía el intento de anotar una suerte de gol de honor ante una derrota consumada. Vistas las cosas estratégicamente, el fujimorismo exhibía un cómodo control del Congreso a través de una amplia coalición conservadora, por medio de la cual sumaba a los votos del APRA los recuperados de Cambio 21, y además los de Contigo, Acción Republicana, APP y parte de AP, acercándose así a los dos tercios de los votos, lo que hacía que el tema de la declaratoria de la vacancia presidencial fuera una amenaza creíble. Pensé que ante el pedido de confianza presentado por el Presidente del Consejo de Ministros, el Congreso la aprobaría sin más, para no dar pretextos que llevaran a su disolución, más todavía considerando que en una entrevista el domingo 29 el Presidente había advertido explícitamente que esa era su intención.

¿Cómo explicar la conducta suicida del Congreso? Me parece que no cabe apelar a ninguna forma de cálculo, interés o explicación racional, porque el desenlace ha sido su derrota absoluta. De haberse hecho una pequeña concesión, el Congreso seguiría teniendo hoy la sartén por el mango. La soberbia es muy mala consejera, y el ensimismamiento en sus tesis y posturas, desoyendo otras maneras de ver las cosas, resultó fatal para éste, y le permitió al Presidente imponerse cuando parecía perdido. Es impresionante la manera en que Fuerza Popular dilapidó su enorme capital político en poco más de tres años.

Es de lamentar que se haya llegado a la situación extrema en la que estamos, en la que la legalidad y la constitucionalidad se convierten en una extensión de los conflictos políticos, al uso instrumental de las normas para justificar posiciones de parte. El problema no está tanto en la Constitución o en el Presidencialismo parlamentarizado, sino en la falta de una mínima actitud cooperativa y de un mínimo sentido de la prudencia en los actores políticos.

¿Qué sigue? Si bien la constitucionalidad de lo ocurrido es ampliamente debatible, no lo son sus consecuencias prácticas: el presidente Vizcarra ya juramentó a su nuevo Consejo de Ministros, tenemos elecciones convocadas para enero y el Tribunal Constitucional, si acepta la demanda competencial de la Comisión Permanente, tardará un tiempo en pronunciarse. Mientras tanto, el país no puede parar. ¿Cuál es la agenda que propondrá el poder ejecutivo, ahora que puede gobernar vía decretos de urgencia? Urge un espacio de diálogo y concertación que ocupe el espacio que ha dejado el Congreso: ¿el Acuerdo Nacional podría servir para ello?

¿Y ahora?



Artículo publicado en El Comercio, sábado 28 de septiembre de 2019

Como en el boxeo, el Presidente recibió un golpe muy difícil de encajar, que lo obligará a replantear su plan de pelea o cambiar de estrategia. La propuesta de cambio en las reglas de elección de miembros del Tribunal Constitucional, lamentablemente, no me parece mucho más que un intento de reacción sin muchas posibilidades de éxito.

El 28 de julio, el presidente Vizcarra lanzó una inesperada y audaz propuesta para enfrentar la suerte de relativo punto muerto al que se llegó después de la discusión sobre la reforma política. Parecía un planteamiento razonable: adelantar las elecciones, reconociendo el fracaso tanto del ejecutivo como del legislativo en construir una relación mínimamente cooperativa. Probablemente el ejecutivo evaluó que, dado que el Presidente ponía el recorte de su propio mandato por delante, el importante apoyo de la opinión pública, y la eventual movilización ciudadana, el Congreso podría haber respondido haciendo lo propio. No sería fácil, pero mediante una negociación política podría haberse logrado el adelanto y una agenda mínima de transición.

Pero del 28 de julio hasta ahora hemos visto otra cosa. Para empezar, el Congreso mostró una nueva faz: lo que parecía en algún momento un debilitamiento del fujimorismo, con la reducción de su bancada a 54 miembros, ahora resulta un fortalecimiento en clave conservadora. Fuerza Popular aparece como parte de una coalición por medio de la cual recuperó el control de la mesa directiva, y que que suma, para algunos temas clave, hasta dos tercios del Congreso. La ilusión de que la recomposición de fuerzas en la nueva legislatura permitiría un juego más abierto en realidad ha mostrado una convergencia conservadora, que articula a congresistas que llegaron al parlamento dentro de las listas de PPK, APP y hasta del Frente Amplio. El protagonismo de voceros con posturas conservadoras se ha acentuado, de modo tal que, si en la anterior legislatura escuchábamos a Daniel Salaverry en la conducción del Congreso junto a Leila Chihuán, y a Carlos Tubino como vocero del fujimorismo, hoy tenemos que escuchar a Pedro Olaechea junto a Karina Beteta, y a Milagros Salazar como vocera de Fuerza Popular. A quienes se suman voceros de otras bancadas que hoy resultan más relevantes en medio de la consagración de la fragmentación extrema que estamos viviendo en esta legislatura. Y de otro lado, la respuesta de la ciudadanía no fue tan fuerte como se hubiera esperado, acaso saturada y exánime ante una larga y compleja confrontación política que se intuye sin salida sencilla.

Esta nueva hegemonía conservadora es la que hizo imposible gestar un acuerdo, con lo que la propuesta de adelanto de elecciones terminó siendo archivada por la Comisión de Constitución sin llegar si quiera al pleno. El problema es que el ejecutivo nunca llegó a tener un “plan B” viable. No se logró un acuerdo en el Consejo de Ministros para atar la propuesta de adelanto de elecciones a la presentación de una moción de confianza. Finalmente, la respuesta ha sido proponer un cambio en las reglas de elección de miembros del Tribunal Constitucional, que podría ser razonable, pero que muy difícilmente podrán impedir la votación que se llevará a cabo el lunes.

Muy probablemente, entonces, el ejecutivo sufra una segunda derrota este lunes, que se sumará a la del viernes. ¿Qué podrá hacer para recuperar la iniciativa y poder poner temas relevantes en la agenda política? La marea se ha puesto claramente en contra, pero podría volver a cambiar. El país necesita recuperar una agenda de reformas y de lucha contra la corrupción.

El Perú en contexto



Artículo publicado en El Comercio, sábado 21 de septiembre de 2019

Si vemos nuestro país en perspectiva comparada regional, ¿qué podríamos decir? A finales de julio, la CEPAL lanzó una proyección de crecimiento para América Latina de apenas 0.5%. Perú tiene un estimado de 3.2%, ciertamente bajo, pero en sudamérica solo estamos debajo de Bolivia (con 4%), y por supuesto miramos con alivio a Argentina (-1.8%) y Venezuela (-23%, una catástrofe). Si incluímos a América Central, solo nos superan Honduras (3.5%), Panamá (4.9%) y República Dominicana (5.5%), subregión en la que Nicaragua tiene crecimiento de -5%. Se ahonda la percepción de estancamiento, pero al menos queda el consuelo de que seguimos estando mucho mejor que otros.

Donde seguimos pésimo es en el ámbito político e institucional. Según el Latinobarómetro de 2018, Perú, con Guatemala y Nicaragua, aparece como uno de los países en donde la mayoría de votantes es incapaz de mencionar alguna preferencia electoral; uno de los países con menor confianza interpersonal (junto a Brasil, Costa Rica y Venezuela), con el menor nivel de confianza en el poder judicial (junto a Nicaragua y El Salvador), en los partidos políticos y en el gobierno (junto a Brasil y El Salvador), y con el más bajo nivel de confianza en el Congreso (más bajo aún que en El Salvador, Brasil o Nicaragua). Al mismo tiempo, tenemos el porcentaje más alto de percepción de que la corrupción es el problema más grave del país, junto a los colombianos y brasileños.

Vivimos una gran incertidumbre respecto a si tendremos elecciones generales en 2020 ó 2021, y respecto a los posibles candidatos; pero no nos estamos jugando tanto como en dos de los tres países que tendrán elecciones en octubre. En Bolivia Evo Morales intentará un cuarto mandato violando flagrantemente la Constitución; en Argentina, en medio de una caída del producto y de gran incertidumbre, el peronismo podría volver al poder. En Uruguay, podemos asistir al final del ciclo del Frente Amplio, con quince años en el poder.

Vistas las cosas en este marco, podría decirse que Perú parece confirmar lo que hemos visto en los últimos años: una notable, para nuestros estándares tradicionales, fortaleza económica (aunque con señales preocupantes de desaceleración), conviviendo extrañamente con una continua precariedad política. La gran pregunta de fondo sería si se va a mantener o no la inercia de los últimos años.

Esa inercia está marcada por una economía, que si bien se enturbia con la incertidumbre política, sale adelante a pesar de todo, gracias a la autonomía tecnocrática en áreas clave como el MEF y otras. A pesar de la incertidumbre electoral, las redes tecnocráticas se terminen imponiendo, estableciendo matices, pero sin rupturas importantes. Los políticos pueden ser vocingleros, pero muchas de las políticas públicas “que verdaderamente importan” se siguen gestando en cenáculos en los que la cooperación internacional, ONGs y redes de expertos definen las cosas. La política interviene en los márgenes, aunque tenga mucha exposición, que genera un ruido que alimenta la desafección política.

El problema es que en los últimos años la legitimidad de los tecnocrátas y su cohesión se ha debilitado significativamente. Las redes de expertise se confunden con grupos de interés y con lobbies. Además, parecemos ya ubicados en la llamada “trampa” de los países de ingresos medios. Y existe la posibilidad de que los políticos no estén más dispuestos a ceder las grandes decisiones a los “expertos”; tendremos un elenco “renovado” de candidatos, dada la “depuración” impuesta por los escándalos del caso lava jato.

Hacia una agenda de transición



Artículo publicado en El Comercio, sábado 14 de septiembre de 2019 

Seguimos en medio de una gran incertidumbre respecto a si el Congreso aprobará o no la propuesta del Presidente de adelanto de elecciones, y que haría éste en el caso de que Congreso no lo hiciera. En cualquier caso, conviene pensar un poco en cuál debería ser una agenda de consenso que permita minimizar los costos de la transición.

Uno de los asuntos de esa agenda debería ser retomar la discusión de la reforma política: no podemos ir a elecciones con las mismas reglas si queremos mejores resultados. Urge completar la reforma del financiamiento de la actividad política, iniciada con la tipificación del delito de financiamiento ilícito. Falta aprobar los otros componentes del proyecto presentado por el poder ejecutivo, donde se norma el financiamiento privado y público, se establecen medidas de transparencia y rendición de cuentas, se imponen sanciones administrativas y políticas frente al incumplimiento, entre otros. Segundo, falta la segunda votación que permita culminar la reforma constitucional que impida que sentenciados en primera instancia puedan postular a cargos de elección popular, y aprobar la ley respectiva que precise sus alcances. Tercero, quedó pendiente terminar la reforma constitucional referida al ejercicio de la inmunidad parlamentaria. ¿No sería una gran iniciativa del Congreso retomar ese debate para lograr una fórmula de consenso que haga que el levantamiento de la inmunidad quede a cargo de una instancia ajena al Congreso? Acaso ese gesto permitiría destrabar otros.

Pensando en otros asuntos urgentes que no fueron parte de los seis proyectos referidos a la cuestión de confianza aprobada en junio, uno que me parece muy importante es el proyecto que plantea modificaciones a la ley orgánica de elecciones para facilitar el sufragio y mejorar la gestión del proceso electoral, en el que por ejemplo se establecen pagos a los miembros de mesa, se permite la difusión de encuestas hasta 24 horas antes de las elecciones, se permite asignar miembros de mesa en cualquier mesa dentro del mismo local de votación, se permite la votación en centros penitenciarios o establecimientos de salud, entre otros.

Otra cuestión que podría inesperadamente ganar consenso es retomar el debate sobre la vuelta a la bicameralidad, pero no aquella aprobada por el Congreso en octubre y rechazada en referéndum en diciembre, si no la propuesta consensuada entre legislativo y ejecutivo antes de que se introdujeran las distorsiones que llevaron a que el presidente Vizcarra llamara a votar en contra. Esto implicaría implementar una reforma política de fondo, que expresaría el logro de un consenso relevante entre los poderes del Estado.

En otros frentes institucionales, deberían terminar de aprobarse los proyectos pendientes referidos a la reforma de la justicia; y lograr un acuerdo político para que el Congreso que no impida las investigaciones que propone la Fiscalía contra fiscales y jueces con indicios de inconductas; y para fortalecer las capacidades y respetar la autonomía de jueces y fiscales en su esfuerzos en la lucha contra la corrupción.

En el terreno económico y social, ya están sobre la mesa el Plan Nacional de Infraestructura, el Plan Nacional de Competitividad y Productividad presentados por el ejecutivo, la Agenda País propuesta por la CONFIEP, entre otras iniciativas. Urge también acuerdos puntuales en torno a una agenda social (educación, salud, desarrollo social), en la que además podrían involucrarse los gobiernos regionales y locales. Una lástima que esta agenda, siendo posible, se entrampe por la primacía de miradas cortoplacistas.

Sobre el obstruccionismo de Fuerza Popular



Artículo publicado en El Comercio, sábado 7 de septiembre de 2019

Está en estos días en discusión la naturaleza del “obstruccionismo” de Fuerza Popular frente a las iniciativas del poder ejecutivo. En la sesión de la Comisión de Constitución del 4 de septiembre, el congresista Miguel Angel Torres presentó información que abre un debate interesante. Al comparar solicitudes de interpelación presentadas y aprobadas en los periodos 2006-2011, 2011-2016 y 2016-2019, o el número de mociones de censura presentadas, el porcentaje de proyectos de ley presentados por el poder ejecutivo y archivados por el legislativo, los números no parecen mostrar diferencias muy significativas. También puede verse que en el periodo 2016-2019 las tres solicitudes de delegación de facultades presentadas por el ejecutivo fueron aprobadas, y que de 213 decretos legislativos elaborados por el ejecutivo, solo tres fueron observados en su totalidad por el Congreso. Torres citó también declaraciones recientes del Ministro de Economía, Carlos Oliva, en las que reconocía que “en el MEF hemos tenido una buena relación con el Congreso”.

A mi juicio, en lo que Torres tiene razón es en que la confrontación política actual no tiene mayor sustento programático. Recordemos que Kuczynski llamó a votar por Keiko Fujimori en 2011, y que ésta intentó integrar a Vizcarra a su candidatura presidencial de 2016 (según Martín Riepl en Vizcarra. Una historia de traición y lealtad. Planeta, 2019). En la misma línea, según un informe de ESAN y 50+1, la autopercepción ideológica de los parlamentarios electos de Fuerza Popular y de Peruanos por el Kambio muestra una gran cercanía (Informe Congreso Visible. Encuesta a congresistas electos, 2016-2021, 2016).

Pero la cosa cambia cuando entramos desde una aproximación cualitativa. Para empezar, no debe perderse de vista de que hablamos de un gobierno muy débil, y de un fujimorismo que contaba por sí solo con mayoría absoluta; aún ahora, sigue siendo un actor imprescindible para cualquier decisión. En periodos anteriores la conducta de la oposición no genera los terremotos que causa ahora. Segundo, si miramos áreas esenciales en el ámbito de la reforma institucional, el enfrentamiento ha sido una constante: por ejemplo, en la educación. Jaime Saavedra fue censurado por la mayoría como una expresión de pura fuerza, empujada por sectores que buscaban boicotear una reforma educativa que promueve la equidad de género y la fiscalización de la educación superior. Más adelante, cuestionamientos también desproporcionados contra la ministra Marilú Martens, llevaron al pedido de confianza del Presidente de Consejo de Ministros Fernando Zavala, y a la caída de todo el gabinete. Y los ataques a la reforma educativa continúan.

En otro frente crucial, encontramos que la lucha contra la corrupción y el ejercicio de la función fiscalización parece usarse desde el Congreso como herramienta política: ya sea para arrinconar al gobierno (el presidente Kuczynski fue víctima de ello, y ahora la mira parece puesta sobre el presidente Vizcarra), como para bloquear iniciativas incómodas para la mayoría, como las investigaciones contra los fiscales Chávarry y Gálvez. La lucha contra la corrupción y la reforma judicial es la causa más importante para el actual gobierno, y en este frente no ha primado la colaboración.

Llegar hasta el 2021 y evitar el adelanto de elecciones implicaría un acuerdo político que permita avanzar en la reforma educativa, en la lucha contra la corrupción, en la reforma de la justicia (y en la reforma política), además del frente económico. Si esto se asegurara, enhorabuena. Pero cabe ser escéptico al respecto.

Escenarios y amenazas



Artículo publicado en El Comercio, sábado 31 de agosto de 2019

En una negociación, es por supuesto importante apelar a la buena voluntad, al sentido de la responsabilidad y a la búsqueda del bien colectivo. Pero si una de las partes siente que está en una posición de fuerza, y el oponente de debilidad, es muy probable que busque imponerse. ¿Cómo llegar a una solución consensuada en la que se privilegie el beneficio común? Ayuda que ambas partes perciban que continuar en una lógica de enfrentamiento implica riesgos o costos excesivos para cada uno. Respecto a las relaciones entre ejecutivo y parlamento, ¿cómo estamos?

El poder ejecutivo ha puesto sobre la mesa la propuesta de adelanto de elecciones, mediante una reforma constitucional que acorta el mandato iniciado en 2016, y que luego debe ser sometida a referéndum. ¿Por qué el Congreso tendría que aprobarla y aceptar una derrota? El presidente llega a la mesa de negociación un poco debilitado, después de los sucesos de Tía María y el inicio de las investigaciones fiscales sobre el tema Chinchero.

Si el Congreso no acepta la propuesta, ¿cómo puede responder el ejecutivo? El presidente ya adelantó que podría recurrir a una nueva moción de confianza para forzar su aprobación. Anticipándose a este escenario, el presidente del Congreso ya inició consultas que buscan poner en cuestión la constitucionalidad de una moción de confianza para una reforma constitucional. Es un tema polémico, que probablemente termine con un pronunciamiento del Tribunal Constitucional, que necesita cinco votos de siete para declarar inconstitucional una propuesta de ley. Así, la propuesta del presidente es riesgosa, con costos potenciales muy altos; el escenario de un gobierno debilitado y acosado hasta el final. Y en el último año de gobierno no es posible disolver el Congreso, con lo que el arma de la cuestión de confianza deja de funcionar. Así, el presidente no parece tener más alternativa que usar esa arma mientras pueda. Pero aún si gana, y logra disolver el Congreso, recordemos que tendríamos nuevas elecciones para elegir un Congreso que solo llegaría a julio 2021, fecha en la cual tendríamos elecciones generales. En un escenario sin reelección parlamentaria, ¿quiénes se presentarían a esas elecciones? El escenario sería altamente incierto y caótico.

¿Y si se presentara una cuestión de confianza sobre algún asunto que no implique una reforma constitucional? Puede ser, el problema es que el presidente aparecería como buscando cualquier pretexto antojadizo para disolver el Congreso, lo que perjudicaría su imagen y deslegitimaría sus intenciones; además, un Congreso consciente de que lo que se busca es disolverlo, muy difícilmente negaría una confianza. Un presidente deslegitimado a este extremo haría creíble un escenario de vacancia por incapacidad moral, que hasta ahora no existe.

Vistas las cosas desde el Congreso, rechazar el adelanto de elecciones implica también jugar su destino en el Tribunal Constitucional, asumiendo que el presidente presentará una cuestión de confianza sobre su propuesta. Parecería que seguirá ese camino, el de no dejarse doblegar sin pelear. El cálculo sería que mejor el caer peleando que simplemente rendirse; con la posibilidad eventual de imponerse. Pero el costo de este itinerario sería muy alto para el país y muy alto para el Congreso mismo, que consolidaría su imagen de obstruccionista.

Habría una salida razonable para el entrampamiento: adelantar las elecciones, pero evitando el referéndum. Sería una salida consensual, permitiría un proceso electoral más ordenado, y una agenda de transición construida colectivamente.

¿Punto de inflexión? (2)



Artículo publicado en El Comercio, sábado 24 de agosto de 2019

La semana pasada comentaba que parte de la explicación del empantanamiento político en el que nos encontramos se entiende por el debilitamiento relativo del presidente Vizcarra, quien corre el riesgo de desarticular la coalición de intereses que lo ha sostenido hasta el momento. Las banderas de la lucha contra la corrupción y la necesidad de una reforma institucional le permitieron encauzar la indignación de la opinión pública, arrinconar a un Congreso desprestigiado y amalgamar un amplio frente, en el que convergía tanto el antifujimorismo como sectores liberales institucionalistas. El manejo del proyecto Tía María está haciéndolo perder puntos ante sectores liberales. Pero además el frente de la lucha contra la corrupción no se percibe tan sólido como antes.

Hasta no hace mucho, el caso de los “cuellos blancos del puerto” y el papel del Fiscal Chávarry permitió muy nítidamente presentar al ejecutivo liderando la lucha contra la corrupción, dentro de la cual el equipo especial de la Fiscalía anticorrupción resultaba siendo el protagonista central. Nuevamente, un muy amplio espectro resultaba siendo parte de este frente, aislando a la mayoría parlamentaria, que incluso parecía actuar en contra de los propios intereses de Keiko Fujimori, en prisión preventiva acusada de obstruir el funcionamiento de la justicia. Luego, avances en la acción de la Fiscalía que permitieron las detenciones de Susana Villarán y Alejandro Toledo legitimaron aún más su accionar, y disiparon los temores de una acción sesgada políticamente.

Pero en las últimas semanas las cosas se han puesto más complicadas. La revelación de la existencia de pago de sobornos por parte de Odebrecht en proyectos no contemplados en el acuerdo de colaboración eficaz puso en debate las estrategias de la Fiscalía; más adelante, la posibilidad de que Odebrecht pueda recibir un reembolso por la venta de la hidroeléctrica de Chaglla abrió la puerta a más cuestionamientos, que incluyeron el enfrentamiento entre miembros de la Procuraduría anticorrupción e incluso al propio presidente Vizcarra. Finalmente, otro episodio relevante es la controversia en torno al pedido de prisión preventiva por parte de la Fiscalía en contra del expresidente Kuczynski.

Quizá estas fisuras ayuden a entender por qué, pese a que el parlamento dilata la discusión de la propuesta del presidente de adelanto de elecciones, la presión pública sobre el Congreso no es tan fuerte como uno se hubiera imaginado el 28 de julio pasado. La mayoría congresal tiene espacio para legitimar un discurso según el cual la Fiscalía comete excesos, con lo cual habría que ser más cuidadosos con la evaluación de su actuación. Esto ha permitido que incluso el fiscal supremo Tomás Gálvez haya ido tan lejos como pedir la remoción de los Fiscales Vela y Pérez del equipo especial.

Entonces, tenemos simultáneamente sobre la mesa la propuesta de adelanto de elecciones, la reforma judicial y política, políticas de crecimiento económico, promoción de la inversión privada, manejo de conflictos sociales, y la lucha contra la corrupción. Obviamente, nada sencillo. Lo más conveniente para el país sería un acuerdo político que permita reducir la incertidumbre permitiendo el adelanto de elecciones evitando un referéndum, y un programa de transición que destrabe la reforma de la justicia, la reforma política, que asegure la independencia del Poder Judicial y de la Fiscalía, que fortalezca la lucha contra la corrupción, y que facilite la implementación de iniciativas económicas que permitan lograr mejores niveles de crecimiento. ¿Será posible?

¿Punto de inflexión?



Artículo publicado en El Comercio, sábado 17 de agosto de 2019

Mirando la gestión del presidente Vizcarra, podría decirse que ha tenido dos grandes etapas: entre marzo y julio del año pasado, el presidente era percibido como débil, relativamente controlado por la mayoría congresal, sin un norte político claro. Parecía sometido a las fuerzas que llevaron a la renuncia del presidente Kuczynski, pero sin ser propiamente un aliado de estas; es decir, sin el apoyo ni del fujimorismo ni del antifujimorismo, y sin una orientación propia, se veía como un globo desinflándose aceleradamente. Pero desde julio del año pasado, la lucha contra la corrupción y la necesidad de una reforma institucional le gobierno sintonizar con la indignación de la opinión pública, arrinconar a un Congreso desprestigiado, y amalgamar un amplio frente en el que convergía tanto el antifujimorismo como sectores liberales institucionalistas, por así decirlo.

Entre agosto y diciembre esta estrategia pareció funcionar muy bien, pero empezó a mostrar signos de erosión desde enero de este año. Llegando a julio, el presidente Vizcarra pareció reconocer el agotamiento de este juego, e hizo una oferta implícita de tablas, como dirían los ajedrecistas. Nos vamos todos, recorte de mandato tanto congresal como presidencial. En las últimas semanas, sin embargo, lo que parecía la salida menos costosa y decorosa para todos los actores políticos, que fracasaron en construir una relación mínimamente viable, se ha debilitado sustancialmente. El factor Tía María ha sido la clave.

Buena parte del agotamiento de la estrategia iniciada en julio del año pasado tiene que ver con la creciente insatisfacción que genera el enfriamiento de la economía; en este marco, para sectores de derecha la promoción y puesta en funcionamiento de los grandes proyectos de inversión privada resulta siendo un objetivo estratégico. Independientemente de qué pensemos de ese proyecto específico, es claro que el asunto fue muy mal manejado: llegó la fecha en la que había que otorgar la licencia de funcionamiento, pero la dimensión política y social del proyecto no había sido atendida. La complicada salida fue el otorgamiento de la licencia pero logrando el acuerdo con la empresa de no iniciar operaciones hasta no conseguir un clima social y político adecuado. Hasta allí, sectores de derecha que hasta entonces habían acompañado al presidente esperaban un gran esfuerzo de convencimiento, persuasión e inversión de capital político para sacar adelante el proyecto; lo que encontraron fue, por el contrario, a un presidente sin convicción en torno a un asunto estratégico.

Esto puede marcar un punto de inflexión significativo. El Presidente corre el riesgo de desarmar la coalición de intereses que lo había sostenido hasta el momento: perder el respaldo de la derecha liberal, pero sin ganar un aliado confiable o con respaldo suficiente por el flanco izquierdo. El debilitamiento de la coalición que lideraba el Presidente le da oxígeno a la oposición en un momento clave, el de la discusión de la propuesta de adelanto de elecciones. En este contexto, se hace menos verosímil un allanamiento del Congreso. ¿Cuál será el siguiente paso del presidente? Todo parece apuntar a un escalamiento en la conflagración, que finalmente parece conducir a callejones sin salida. Se aleja el escenario de una transición ordenada, y el costo a pagar para el país empieza a sonar excesivamente alto. Acaso haya llegado el momento de pensar en una nueva agenda y una nueva estrategia, que permita un mínimo de certidumbre política y económica. Se requieren gestos e iniciativas de todos los lados.

El ánimo del Bicentenario



Artículo publicado en El Comercio, sábado 10 de agosto de 2019

Si bien el Bicentenario es una fecha muy significativa y de gran contenido simbólico, su carácter queda irremediablemente marcado por el ánimo de la coyuntura. Nuestro centenario y sesquicentenario tuvieron un claro espíritu celebratorio y una retórica oficial ambiciosa, de carácter fundacional, con Leguía y la dictadura militar. Entre los países vecinos, Argentina en 2010 tuvo una gran celebración con Cristina Fernández, pero no México, acosado por serios problemas de violencia bajo la presidencia de Felipe Calderón. Nuestro país se acerca al 2021 en medio de una gran incertidumbre política y una sensación de crisis.

En la encuesta de julio del Instituto de Estudios Peruanos, apenas un 34% tiene claro que cuando hablamos del Bicentenario nos referimos al 2021; un 56% no sabe cuándo se celebra, y un 10% da respuestas equivocadas. El reconocimiento del 2021 como fecha es mayor, como era esperable, en los sectores A y B (59%) frente a los sectores D y E (23%); pero también es mayor en la sierra (41%) y mucho menor en la selva (17%). Cuando se pregunta qué debería hacer el gobierno al cumplirse los 200 años de nuestra independencia, un 46% piensa muy pragmáticamente que debería “dedicarse a resolver los problemas económicos y sociales más urgentes del país”. Un 42% piensa que “debería fomentar el desarrollo de la educación y el civismo de los peruanos” (especialmente entre los niveles A y B). Apenas un 8% piensa que “debería construir monumentos, parques o plazas para recordar esta fecha tan importante”. No hay gran ánimo festivo, pero sí se reconoce una oportunidad para realizar un examen colectivo: un 64% considera que “más que celebrar, debemos reflexionar sobre nuestros problemas y posibilidades como país”; solo un 20% entusiasta opta por “celebrar y manifestar nuestro orgullo de ser peruanos”. Finalmente, un 12% es muy pesimista: 8% de los entrevistados piensa que “no hay nada que celebrar porque nuestros problemas no tienen solución”, y un 4% que “no habría nada que celebrar porque no me interesa”.

¿Por qué nos ha ido mal como país? Un 68% de las respuestas atribuye nuestro subdesarrollo a la corrupción de nuestros gobernantes, en la vena antipolítica actual; un tercio, con un sentido más crítico con el “sistema”, “al egoísmo de las élites económicas y sociales” y a “la explotación de potencias extranjeras” (22 y 16% respectivamente); y otro tercio, atribuye los problemas a los propios peruanos, resaltando el “conformismo de los peruanos” y nuestro “escaso civismo” (22 y 11%, respectivamente).

En otro orden de cosas, un 55% tiene una visión optimista de nuestro país, en la que nuestra “diversidad es parte de nuestra riqueza”, y en la que “todos somos iguales y prima la igualdad” (41 y 14%, respectivamente); pero un 40% identifica nuestra heterogeneidad como un obstáculo: la diversidad “dificulta nuestra integración”, o aparecemos con “diferencias irreconciliables” (20% en cada caso).

¿Cómo entendemos nuestra identidad? En la pasada inauguración de los juegos panamericanos, vimos una puesta en escena de la peruanidad compuesta por la fusión entre lo indígena, español, europeo, africano y asiático. Un 33% de los encuestados se identifica con esa narrativa, una suerte de “mestizaje abierto”, especialmente en Lima; pero un porcentaje cercano al 20% considera que nuestra identidad tiene su base principalmente en “la cultura indígena prehispánica”; porcentajes cercanos centran esa base en “el idioma español y la religión católica” (23%) o “en el mestizaje entre lo indígena y lo español” (18%). Ciertamente somos un país muy diverso.