viernes, 31 de diciembre de 2021

El extremismo de izquierda





Según la encuesta de IPSOS del mes de septiembre, un 80% de los encuestados declara considerar a Abimael Guzmán como “un genocida / un terrorista”; pero hay también un 10% que lo considera “un líder político / un ideólogo”. Este último porcentaje sube hasta un 13% en el interior del país, mientras que se reduce a un 5% en Lima. Considerando que el extremismo de izquierda se suele considerar, desde concepciones “vanguardistas”, que “basta una chispa para incendiar una pradera”, esos porcentajes de respuesta lucen preocupantemente altos. En la encuesta del IEP de septiembre se registra que un muy alto 46% de encuestados que considera que “hechos de violencia como los que vivió el Perú entre 1980 y el 2000 pueden volver a ocurrir”. Si bien esta preocupación es más alta en Lima (el porcentaje sube hasta 57% en Lima Metropolitana, mientras que llega al 32% en el Perú rural), y en el sector socioeconómico más alto (en el sector A llega hasta 59%, mientras que en el D/E llega al 40%), los porcentajes lucen nuevamente preocupantemente altos en todos los sectores. En Lima y en los sectores altos el riesgo se ve desproporcionadamente alto, pero en el mundo de los más pobres la preocupación es también muy significativa.

¿Por qué se piensa que los hechos de violencia podrían volver a ocurrir? En 2006 el Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la PUCP (IDEHPUCP) aplicó una encuesta sobre estos temas y, ante la pregunta “¿cuál diría que fue la razón principal que explica que la violencia haya surgido?”, se encontró que “la pobreza”, “la incapacidad del Estado para atender las demandas de la población”, y “los abusos e injusticias que sufría la población” eran las respuestas más frecuentes, muy por encima de respuestas como “la decisión de Sendero Luminoso de iniciar una guerra”, o “las ideas políticas de los senderistas”. En tanto este tipo de concepciones sigan predominando, no es sorpresivo que se considere que los hechos de violencia podrían volver a ocurrir. Ciertamente, de la pobreza, la incapacidad del Estado o los abusos e injusticias no tiene por qué deducirse una respuesta violenta como la que sufrimos los peruanos en el pasado; de ella se deduce ciertamente la necesidad de organizarse, de movilizarse, de protestar, de generar alternativas, proyectos y propuestas. Sabemos también que la violencia genera más violencia y que más bien nos aleja de la solución de los problemas que pretendíamos enfrentar, sin embargo, parece que en la cultura política de un número importante de peruanos se considera que la violencia constituye un camino posible para muchos.

La opción de la violencia se alimenta en parte de la percepción de la incapacidad de los mecanismos institucionales para resolver problemas. Es útil recordar que IPSOS presentó este año los resultados de una encuesta aplicada en 25 países sobre las fracturas del sistema político, en donde los peruanos aparecemos con los más altos niveles de acuerdo con afirmaciones como “la economía está manipulada para favorecer a los ricos y poderosos” (junto a Corea del Sur, Colombia y Hungría), “a los políticos y a los partidos tradicionales no les importan personas como yo”, “los políticos siempre encontrarán formas para proteger sus privilegios”, y “los expertos en este país no entienden las vidas de personas como yo” (junto a Colombia y Chile).

Los discursos extremistas se alimentan de estas percepciones. Frente a ellos, no solo está la tarea del debate político en defensa de posiciones democráticas y no violentas, sobre todo la urgencia de que la institucionalidad democrática sea capaz de enfrentar con eficacia los problemas de los ciudadanos. En medio de la confrontación política, y de la clamorosa falta de ideas y propuestas sustantivas en el debate actual, el documento “los consensos por el Perú” del Acuerdo Nacional podría ser un punto de convergencia para priorizar la atención de los ciudadanos más postergados.

Abimael Guzmán (1934 - 2021) (2)




La semana pasada comentaba sobre la responsabilidad de Abimael Guzmán en las más de 69000 muertes calculadas por la Comisión de la Verdad y Reconciliación en el período del conflicto armado interno entre 1980 y 2000. Si bien algunas izquierdas revolucionarias latinoamericanas consideraron la lucha armada como estrategia para enfrentar dictaduras o regímenes políticos cerrados en esos mismos años, Guzmán lideró una propuesta sumamente particular. Personalista, mesiánica, dogmática, centrada en el terror como estrategia; basada en un diagnóstico profundamente equivocado de la realidad peruana (“capitalismo burocrático”, formado por capitales de “grandes terratenientes”, dado el carácter “semifeudal” del país). Por ello nunca tuvo apoyo del campesinado, más allá de momentos iniciales y en algunas localidades, ni de la población en general.

¿Cómo pudo entonces Guzmán ser una amenaza tan grande para el Estado y la democracia peruana? En lo que sí tuvo éxito relativo fue en reclutar y adoctrinar a una capa radicalizada de jóvenes que siguieron la retórica de “la rebelión se justifica”, en núcleos universitarios y escolares. La escasa expectativa o decepción que despertaba nuestra naciente democracia, asolada por la crisis económica y serias debilidades institucionales, así como la debilidad de las alternativas de izquierda dentro de la legalidad, hicieron creíble para una capa de jóvenes la opción de la insurrección armada. Pero el componente particularmente criminal de Guzmán, que explica el alto número de muertos, fue basar su insurrección en el uso del terror, en el asesinato con sevicia, en la crueldad como método propagandístico. Para entender el adoctrinamiento de esa capa de militantes, su dogmatismo y disposición para cometer los crímenes más horrendos, es útil saber que en Ayacucho hubo una larga tradición en la que la violencia aparece como fuente legítima para resolver disputas, como ha sugerido Miguel La Serna en su libro The Corner of the Living. Ayacucho on the Eve of the Shining Path Insurgency (2012). Carlos Iván Degregori también llamó la atención sobre los rasgos autoritarios y racistas en la elites senderistas. Y acaso también resulta útil la literatura que intenta explicar el reclutamiento contemporáneo de jóvenes de diferentes partes del mundo para integrarse al yihadismo global, porque ciertamente Sendero Luminoso logró captar adeptos más allá de las fronteras regionales.

Y esa capa de senderistas dogmáticos y sanguinarios, ¿cómo logró tan importante expansión regional y poner en jaque al Estado y la democracia peruana? De un lado, si bien se trató de un grupo pequeño, fue muy disciplinado; dos, se montaron sobre conflictos inter e intra comunales en diferentes zonas del país, de manera que consiguieron apoyos y aliados coyunturales. Tres, la respuesta del Estado fue represiva e inadecuada durante demasiado tiempo, lo que aisló a las fuerzas del orden.

¿Cómo evitar que estos sucesos se repitan? La CVR planteó un conjunto de reformas institucionales que conviene recordar y que cobran inesperada actualidad en el momento actual: en primer lugar, habló de “un compromiso expreso del no uso de la violencia y el respeto a los Derechos Humanos tanto desde los partidos políticos como desde las organizaciones sociales, como requisito para integrarse y actuar dentro del sistema de partidos y organizaciones sociales legalmente reconocidos”. Luego, planteó recomendaciones “para lograr la presencia de la autoridad democrática y de los servicios del Estado en todo el territorio”; “para afianzar una institucionalidad democrática, basada en el liderazgo del poder político para la defensa nacional y el mantenimiento del orden interno”; una “reforma del sistema de administración de justicia, para que cumpla efectivamente su papel de defensor de los derechos ciudadanos y el orden constitucional”. Pero también habló de la necesidad de “una reforma que asegure una educación de calidad, que promueva valores democráticos”. Preocupó a la CVR “la caída en el nivel de la calidad magisterial, la desactualización y límites en su formación docente, así como la influencia de visiones críticas del Perú inspiradas en un empobrecido marxismo de manual”,

Abimael Guzmán (1934 - 2021)



¿Cómo evaluar la responsabilidad de Abimael Guzmán en las más de 69,000 muertes que, según el cálculo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación sufrió nuestro país entre 1980 y 2000? Como señaló la CVR, “es Guzmán quien tiene la responsabilidad mayor en el diseño de una estrategia militar que buscaba conciente y constantemente utilizar métodos terroristas para capturar el poder e implementar un proyecto estatal totalitario”. Sin embargo, hay mucho más que puede decirse para subrayar esa responsabilidad.

Las fuerzas de izquierda revolucionaria en todas partes del mundo han considerado diversas estrategias insurreccionales para la toma del poder, pero Guzmán y Sendero Luminoso pertenecen a una estirpe muy particular. En toda América Latina hubo experiencias guerrilleras en los años sesenta y setenta; José Mujica en Uruguay, Dilma Roussef en Brasil participaron en ellas y muchos años después llegaron a la presidencia de sus países. En 1979, el FSLN tomó el poder por las armas en Nicaragua, y durante la década de los años ochenta en El Salvador y Guatemala el FMLN y la URNG contaron con un importante respaldo (el FMLN llegó a la presidencia mediante elecciones en 2009 y en 2014). En 1974 en Colombia el M-19 se sumó a otros grupos insurgentes, como las FARC, y se convirtió luego en partido político en 1990. En 1980 el ERP argentino asesinó al ex dictador nicaragüense Anastasio Somoza en las calles de Asunción, y en 1986 el FPMR intentó asesinar a Augusto Pinochet. Pero en general, si bien algunas izquierdas revolucionarias apelaron a la violencia, el principio central era ganar el apoyo de la población y aislar a las fuerzas de la represión, clave del triunfo de los revolucionarios cubanos en 1959 y fuente de su legitimidad inicial. En general, los revolucionarios reclamaban la legitimidad de su insurgencia porque enfrentaban dictaduras o regímenes en los que las salidas democráticas o legales parecían cerradas.

Pero en Perú, mientras el conjunto de la izquierda peruana apostaba por la participación en democracia, obteniendo un importante respaldo electoral, SL inició sus acciones armadas en 1980 y el MRTA en 1984. Con todo, el MRTA puede entenderse un tanto según los cánones de las guerrillas centroamericanas de entonces; y es importante mencionar que la dirección del MRTA (Alberto Gálvez, Peter Cárdenas, Víctor Polay) en junio de 2003, en una sesión ante la CVR, ensayaron una autocrítica, pidieron perdón, y expresaron sus condolencias a los familiares de sus víctimas.

Guzmán pertenece a otra estirpe. Desarrolló una ideología mesiánica, basada en el culto a su personalidad, ubicándose como “cuarta espada”, sucesor de Marx, Lenin y Mao, y “faro de la revolución mundial”, en un mundo según el cual el conjunto de la izquierda peruana e internacional eran “revisionistas” a los cuales había que combatir “implacablemente”. Su pretendida “ideología científica”, “todopoderosa porque es verdadera” justificó el uso sistemático del terror y del asesinato, con niveles escalofriantes de violencia. La lógica de “inducir al genocidio”, “pagar la cuota de sangre”, “batir el campo”, el desprecio por las “mesnadas” y los “yana umas”, explican las miles de muertes responsabilidad de Sendero Luminoso, bajo la autoría mediata de Guzmán, quien jamás mostró el más mínimo arrepentimiento.

Las ideas de Guzmán no son consecuencia de una lectura surgida de la realidad peruana, sino un mala copia de tesis de Mao referidas al “capitalismo burocrático”, formado por capitales provenientes de “grandes terratenientes”, que explicarían el supuesto carácter “semifeudal” del país. De allí que Sendero no tuviera el apoyo del campesinado ni expresara sus demandas, y que buscara imponerse a través del terror y el amedrentamiento. En lo que sí tuvo Guzmán éxito relativo es en reclutar y adoctrinar a una capa radicalizada de jóvenes que siguieron la retórica de “la rebelión se justifica”. Es lo que hay que combatir como país para que los sucesos del pasado no se repitan. Seguiré con el tema.

Historia, sociedad y política




En estas accidentadas primeras semanas del gobierno de Pedro Castillo se ha puesto en la agenda de discusión las relaciones entre la historia, sus usos políticos y sus implicancias sobre nuestra convivencia social. El presidente Castillo, en su discurso de toma de mando del 28 de julio, esbozó una mirada de “nuestra historia en este territorio” de 5000 años, en los que “durante cuatro milenios y medio, nuestros antepasados encontraron maneras de resolver sus problemas y de convivir en armonía con la rica naturaleza que la providencia les ofrecía”, hasta que “llegaron los hombres de Castilla, que con la ayuda de múltiples felipillos y aprovechando un momento de caos y desunión, lograron conquistar al Estado que hasta ese momento dominaba”, dándose “la fundación del virreinato [con el que] se establecieron las castas y diferencias que hasta hoy persisten”. Y como era esperable, la llegada al poder de Castillo marcaría el punto de inflexión, así, “esta vez un gobierno del pueblo ha llegado para gobernar con el pueblo y para el pueblo, para construir de abajo hacia arriba. Es la primera vez que nuestro país será gobernado por un campesino, una persona que pertenece como muchos de los peruanos a los sectores oprimidos por tantos siglos”. Más adelante, a propósito de las cercanías políticas o ideológicas entre el gobierno y sectores vinculados a Sendero Luminoso, hemos discutido sobre los orígenes de las actividades terroristas en el país, y también sobre las lecciones que nos deja el examen del conflicto armado interno entre 1980 y 2000, y la historia reciente de Sendero Luminoso y de sus remanentes.

Todo esto evidencia la necesidad que tenemos como país de tener un amplio debate sobre nuestro devenir histórico, cómo interpretarlo, qué lecciones sacar para entender el presente y proyectarnos hacia el futuro; más todavía en nuestro año del Bicentenario. Pero la precariedad del gobierno de Castillo, los angustiantes problemas sanitarios y económicos del presente, así como el protagonismo que han alcanzado las posiciones extremas del espectro político dificultan ese debate, que compete no solo a los expertos, sino a todos los ciudadanos.

Este tipo de debates recorren toda la región. En agosto pasado en México, por ejemplo, el presidente López Obrador utilizó la conmemoración de los 500 años de la caída de Tenochtitlán para pedir perdón “a las víctimas de la catástrofe militar por la ocupación española de Mesoamérica y del resto del territorio de la actual República mexicana”. Ya antes, en 2019, había solicitado al rey de España y al Papa que “se haga un relato de agravios y se pida perdón a los pueblos originarios por las violaciones a lo que ahora se conoce como derechos humanos… la llamada Conquista se hizo con la espada y con la cruz”.

En general, lo ideal sería evitar en estos debates los extremos de lo que en Chile se conocen como posturas “autocomplacientes” y “autoflagelantes”. Nuestra historia no es idílica en absoluto, pero tampoco se reduce a una suma de frustraciones y no es tan distante en esencia de la de todos los países de América, marcados profundamente por sus pasados coloniales, incluyendo, por qué no, los propios Estados Unidos.

Estos debates sobre el pasado no son meramente académicos, tienen directas consecuencias prácticas. Por ejemplo, la discusión sobre el carácter jerárquico de nuestro mestizaje, que llevó a subordinar el uso de nuestras lenguas originarias y soslayar nuestra diversidad cultural. El incidente en el Congreso por el uso del quechua por Guido Bellido ilustra tanto los reflejos excluyentes de quienes parecen querer imponer el “castellano español”, pero también el uso político oportunista del quechua, sin un compromiso serio con un enfoque intercultural en nuestras políticas públicas, establecido desde 2015, que implica fortalecer nuestra capacidad de gestión intercultural, el reconocimiento positivo de nuestra diversidad cultural y lingüística, la eliminación de la discriminación étnica, y políticas de inclusión de la población indígena. 

¿Voto de confianza?



Artículo publicado en El Comercio, martes 31 de agosto de 2021

El viernes pasado el Congreso aprobó la confianza al Consejo de Ministros presidido por Guido Bellido, y como era de esperarse sugen diversas interpretaciones de este hecho. ¿Cómo evaluar lo ocurrido?

En el análisis político dos de los errores que considero más frecuentes son, de un lado, confundir la realidad con nuestras preferencias, deseos o temores; se analizan los acontecimientos mirando selectivamente solo los hechos que confirman nuestras prenociones, y se descartan totalmente los que las contradicen. Así llegamos al segundo error, derivado en buena parte del anterior, que es atribuir complejas y sofisticadas estrategias a los actores  (expresado en la equívoca frase “en política no hay casualidades”); cuando se trata de aliados, para resaltar su genialidad, y cuando se trata de adversarios, para denunciar su perversidad. Por lo general, y más en un país con actores políticos tan precarios, las cosas se entienden mejor asumiendo que estos actúan más bien sin mayor consciencia de las implicancias que tienen las decisiones que toman.

Hoy se discute mucho sobre el carácter, la capacidad y autonomía del presidente Castillo frente a otros personajes (especialmente Vladimir Cerrón), como antes se discutió sobre Ollanta Humala y la tesis de su “captura” por grupos de poder económico, y antes sobre Alan García y su “alianza” con el fujimorismo. Quien quiere que el personaje se autonomice de alguien o de algo, y no ve suficiente distancia, “denuncia” la existencia de algún tipo de subordinación o extorsión siniestra, mientras que en el otro extremo se apela a la “toma de consciencia” o la simple convicción para dar cuenta de las acciones. 

¿Cómo salir de este embrollo? Creo que un criterio que resulta útil es partir por intentar entender la racionalidad de los actores, que en la política están naturalmente guiados por la búsqueda del poder; en función de ese objetivo, podríamos evaluar si actúan acertada o desacertadamente en función de sus propios objetivos, al margen de si sean de nuestra simpatía o no.

Desde este ángulo, el presidente Castillo consiguió un mínimo respiro para su gobierno: mantener a Bellido tiene costos, pero también los tenía cambiarlo. Castillo ni está convencido ni listo para intentar un cambio de orientación como el realizado por Humala a los cuatro meses de su gobierno, cuando cambió a Salomón Lerner por Oscar Valdés en la Presidencia del Consejo de Ministros. El no haberlo hecho no expresa necesariamente debilidad, lo que no quita que pueda sustituir en cualquier momento a ministros cuestionados, como ya hizo con Béjar. Bellido tuvo y tiene cuestionamientos, pero logró el voto de confianza y en sus respuestas ante el Congreso pudo incluso pasar a la ofensiva y dejar mal parado a éste. Para ello resultaron claves también las intervenciones de algunos de los ministros más solventes del Consejo de Ministros, como Francke, Cevallos, Cadillo, Maita, Durand, Maúrtua y Sánchez, ninguno de ellos miembro de Perú Libre; así, ganó también la constatación de la necesidad de contar con un equipo de gobierno más profesional, con ideas mucho más abiertas y convocantes.

 Vladimir Cerrón mantiene la influencia sobre buena parte de la bancada parlamentaria, pero claramente la orientación del gobierno no es la que él quisiera, de allí sus críticas abiertas a decisiones del gobierno en redes sociales y la iniciativa paralela de recojo de firmas para un referéndum para convocar a una Asamblea Constituyente. Ganaron también en el Congreso Acción Popular y Alianza para el Progreso, que han demostrado que son quienes realmente tienen el control del parlamento, como centro que inclina la balanza a favor o en contra; el problema es que no parecen ser muy conscientes de ello, ni tener una idea clara de qué hacer con ese poder. La oposición extremista sumó 50 votos, pero fue derrotada; en todo caso, Renovación Popular, con nueve representantes, parece liderando ese bloque, a pesar de que Avanza País tiene diez y Fuerza Popular 24.

Lecciones de la semana




- La semana que pasó ha sido clave para entender mejor el panorama político, y esta semana también es crucial, con la presentación ante el Congreso del Consejo de Ministros y el planteamiento de la de la cuestión de confianza.

- Quienes pensaban que la conformación del gabinete Bellido era parte de una estrategia de confrontación para forzar censuras ministeriales y así presentar cuestiones de confianza que habiliten la disolución del parlamento, deben revisar sus diagnósticos. Ante los previsibles cuestionamientos al Ministro Béjar lo que primó fue la confusión, la falta de una respuesta mínimamente articulada, y luego la simple concesión, aún cuando muchos de los cuestionamientos al excanciller se hayan basado en abiertas falsedades y sin que haya tenido oportunidad de presentar sus descargos. Al haberse producido las cosas de ese modo, el gobierno terminó dándole una victoria a los sectores de oposición más macartistas e intolerantes. Es muy preocupante hacia el futuro que el discurso político de este sector se haya “normalizado” en nuestra comunidad política.

- Segundo, el nombramiento de Oscar Maúrtua confirma que antes que un ánimo confrontacional lo que hay es una igualmente preocupante ausencia de rumbo definido. Castillo y Perú Libre llegaron al poder casi por accidente, desde una base muy precaria; y así como no es verosímil que fueran capaces de armar una sofisticada operación de fraude electoral sin dejar absolutamente ninguna huella, tampoco lo han sido de armar un Consejo de Ministros articulado con personal calificado, y tampoco para tener una capacidad de respuesta mínima ante los muchos cuestionamientos que generaron los nombramientos. Esto no quita, por supuesto, que expresen al mismo tiempo a los sectores más radicales y antisistema de la izquierda peruana.

- En cuanto a la opinión pública, un cuarto de los ciudadanos ha asumido una postura de derecha extremista: en la encuesta de agosto del IEP, un 27% prefiere que se “cambie a todos los ministros”, porcentaje cercano al 24.2% que en julio pensaba que había habido fraude en las últimas elecciones. Un 18% sigue a un oficialismo ingenuo pensando que lo que corresponde es “que mantenga a todos”, mientras que un 52% prefiere que se “cambie a algunos”. ¿Cuál es el correlato en el Congreso? Podría decirse que la oposición extremista cuenta con cerca de 50 votos, los de FP, AvP, RP, y unos cuantos de AP y APP (un 38% de los representantes), a la luz de votaciones recientes, como la que aprobó la conformación de una comisión investigadora sobre las elecciones pasadas, o la de la moción que exhortaba al presidente considerar la “idoneidad moral” de los ministros para ser designados. El oficialismo contaría con unos 42 votos (PL más JPP), un 32% de los congresistas, mientras que el centro con unos 38, un 29% del total (AP, APP, SP-PM y PP).

- De estos números deberían salir dos grandes conclusiones provisionales: de un lado, la oposición extremista está por ahora lejos de los 87 votos necesarios para hacer creíble la amenaza de la declaratoria de vacancia presidencial, pese a su locuacidad y al protagonismo excesivo que le conceden algunos medios de comunicación. En este marco, cabe preguntarse si la oposición seguirá el liderazgo de parlamentarios como Montoya, Cueto o Williams, o si podría surgir otro tipo de oposición más razonable y con mayores habilidades políticas. La proximidad de las elecciones regionales y municipales podría estimular algún grado de diferenciación. Y del otro lado, está claro también que el oficialismo está lejos de la posibilidad de construir una mayoría que le permita gobernar, para lo cual un acercamiento a bancadas como las de AP o APP resulta ineludible. La postura moderada dentro del parlamento requiere urgentemente de voceros visibles y articulados. El papel de la presidenta del Congreso, María del Carmen Alva es crucial, así como el del vocero de la bancada de APP, Eduardo Salhuana.

Partidos y reforma política



Artículo publicado en El Comercio, martes 17 de agosto de 2021 

Desde hace años los politólogos hemos llamado la atención sobre el serio problema de la debilidad de los partidos políticos en el Perú, de la no existencia de un sistema de partidos propiamente dicho, y de las consecuencias negativas que esto implica para nuestra democracia. Es una discusión que arrastramos por lo menos durante dos décadas, y algo importante se avanzó en el periodo anterior con el debate sobre la reforma política, que quedó inconcluso.

En el informe de la Comisión de Reforma Política decíamos que uno de nuestros problemas era tener un número excesivo de partidos, y muy poco representantivos. Por ello propusimos nuevas reglas, más accesibles y realistas para inscribirse, pero requisitos más exigentes para mantener el registro. Como sabemos, el Congreso disuelto aprobó varios cambios, pero estableció que esas normas no entrarían en vigencia para las elecciones de 2021, y el último Congreso siguió esa línea, de allí que hayamos tenido una elección con 24 listas parlamentarias en competencia, que al final terminaron siendo 18.

Es obvio que el país no tiene 18 propuestas programáticas o ideológicas diferentes, o que tengamos personal político, técnico, cuadros capaces de asumir las responsabilidades que implica la acción política o las responsabilidades de gestión para cubrir 18 opciones diferentes. La proliferación de partidos y su necesidad de “llenar” listas de candidaturas abren la posibilidad para el puro oportunismo, para que diferentes intereses particularistas y corruptos pretendan llegar a las esferas de decisión política. Ahora, Perú Libre tiene una particularidad, el nutrirse de segmentos altamente ideologizados y radicales de la izquierda peruana, que operan en pequeños núcleos sindicales y gremiales; tienen bases, pero eso no quita su marginalidad y aislamiento. En la región Junín tuvieron alguna experiencia de gestión, pero, como se sabe, muy signada por denuncias de corrupción y prácticas de patronazgo y clientelismo. No olvidemos que Perú Libre postuló a las elecciones parlamentarias extraodinarias de enero de 2020, y obtuvo apenas el 3.4% de los votos válidos.

Así, Perú Libre resulta siendo muy expresivo de su precariedad y de sus características: ampliamente desbordado por la magnitud de la responsabilidad de asumir el gobierno nacional, de allí la improvisación, las marchas y contramarchas; y marcado también por las presiones por acceder a empleos y nombramientos por parte de los cuadros partidarios. En los últimos años, desde que Humala rompió con el núcleo de izquierda con el que ganó la presidencia, se mantuvo cierta tradición de presidentes sin partido (con la excepción parcial de Kuczynski, cuya bancada inició con 18 miembros y terminó con su práctica desaparición), que gobernaron recurriendo frecuentemente a técnicos independientes y ascendiendo a funcionarios de menor rango, y ahora parece una novedad ver a un partido buscando ocupar los cargos públicos, sin tener cuadros de calidad suficiente.

Pero lo que le sucede a Perú Libre es un mal endémico de nuestra democracia. Lamentablemente los partidos representados en el Congreso no están tan lejos de los males que se ven en el poder ejecutivo; muchos parlamentarios sin experiencia o calificación, o peor aún, con antecedentes muy cuestionables, pretenden ocupar presidencias de comisiones o desempeñar vocerías. Y ya vemos desde ahora mismo divisiones y transfuguismo en bancadas como la de Renovación Popular.

¿Qué hacer? Deberíamos retomar el debate, continuar y mejorar el camino de la reforma política. Se deben afianzar las reformas aprobadas por los Congresos anteriores; implementar la adecuación a las normas vigentes de los partidos existentes, tarea facilitada porque hemos pasado de 24 a 9 partidos. Ellos deben ser la base de la reconstrucción de nuestro sistema de representación. El parlamento tiene la oportunidad de continuar con una lógica de reformas y eventuales cambios constitucionales, frente a los cuales se avanzó de manera importante en los Congresos pasados. No hay que inventar la pólvora. Y el hecho de que el cambio constitucional esté en agenda requiere de una iniciativa parlamentaria en un sentido reformista.

Cómo evaluar al gobierno de Castillo (2)


En un ambiente tan fragmentado, además con el fortalecimiento de los extremos del espectro político, hay gran variedad de diagnósticos de lo que está sucediendo en el país, de los que se deducen diversas líneas de acción. Para la extrema izquierda se ha instalado un gobierno representante del pueblo históricamente excluído, que sufre la agresión de una derecha golpista, oligárquica y fascista, frente a la cual no cabe mostrar debilidad o hacer hacer concesiones; para la extrema derecha ya esta en ejecución un plan de destrucción del Estado de derecho para instaurar un régimen dictatorial, por lo que correspondería es buscar la vacancia del presidente Castillo, antes de que se pueda consolidar en el poder. En medio, todo tipo de posiciones intermedias. ¿Qué diagnóstico se ajusta mejor a la realidad?

Creo que el primer paso es constatar algo que todos sabemos, pero que pareciera que se olvida: el que ganó legítimamente la elección es un partido que expresa los sectores más anquilosados y conservadores de la izquierda peruana; y que al mismo tiempo expresa la extrema precariedad de las organizaciones políticas del país. Perú Libre es poco más que la suma de algunos intereses particularistas y corporativos, incluídas sus malas prácticas. Ciertamente no es un grupo cualquiera: el partido de Cerrón logró cierta implantación y presencia regional, no por nada éste fue elegido Gobernador de Junín en 2011, Presidente de la Asamblea Nacional de Gobiernos Regionales, llegó a la segunda vuelta en la elección de 2014, y ganó nuevamente en 2018; además, logró en 2013 la inscripción su movimiento como partido nacional, algo que otros intentaron sin éxito. Pero también es cierto que Perú Libre obtuvo apenas el 3.4% de los votos en la elección parlamentaria de enero de 2020 y, consciente de su debilidad, Cerrón buscó alianzas diversas, llegando un acuerdo con Pedro Castillo, respaldado por redes magisteriales radicales, articuladas en la huelga de 2017, como sabemos, a la izquierda de Patria Roja y cercanas a las bases del Movadef. Cerrón y Castillo y sus núcleos ciertamente comparten visiones y acaso propósitos estratégicos, pero tienen ahora intereses diferentes (una cosa es ser Presidente de la República y otra del partido de gobierno) y su llegada al gobierno responde más a los azares electorales que a un proceso de acumulación de fuerzas.

Todo esto sirve para entender la peculiar combinación de factores vistos en los últimos días en la esfera gubernamental: retóricas y hasta encendidas intenciones revolucionarias, junto a notoria improvisación e incapacidad; y más allá de las ilusiones y temores políticos, lo concreto es la voluntad de ocupar los cargos públicos, para los cuales no se cuenta con cuadros capacitados suficientes (muchos acostumbradas al juego sindical o gremial, pero no a las tareas de la gestión pública y del gobierno), y así responder a la presión de la militancia. La extrema izquierda y la extrema derecha convergen en una mala lectura: ambas sobreestiman la fortaleza del gobierno, minimizan su aislamiento político y social, y su incapacidad para pasar por encima de la oposición en el Congreso.

Esto no significa en absoluto que no existan riesgos significativos para nuestra democracia; en el corto plazo está el de un extremo desgobierno, y una grave pérdida de capacidades en el sector público. Y más allá, en efecto, el de un cambio rápido de las condiciones actuales: ¿qué podría desencadenarlo? A mi juicio, la tentación de implementar un manejo populista y cortoplacista de la economía, para intentar construir una legitimidad que permita arrinconar al Congreso y tentar la aventura de la refundación política a través de una Asamblea Constituyente. Mientras se mantenga la orientación que el ministro Francke está siguiendo en el MEF, simplemente no existe hoy la posibilidad de que el ejecutivo doblegue al parlamento. Tenemos ya como país demasiados, graves y urgentes problemas reales al frente que requieren atención, como para darnos el lujo de sumar otros.

Cómo evaluar al gobierno de Castillo


Artículo publicado en El Comercio, martes 3 de agosto de 2021

El presidente Castillo vive intensas presiones cruzadas, y no ha sabido resolverlas. La inestabilidad previa al nombramiento de los miembros del Consejo de Ministros permanece. El 28 de julio dio un mensaje a la nación contradictorio y con iniciativas muy dispares, pero lo central a mi juicio es que intentó disipar los peores temores que despertaba: de un lado negó una política de expropiaciones y estatizaciones, y reconoció que el orden y la predictibilidad eran necesarias para la inversión; y del otro, reconoció que su propuesta de Asamblea Constituyente implicaba cambiar el artículo 206 de la Constitución, que requiere la aprobación del Congreso. Sin embargo, el nombramiento de Guido Bellido como Presidente del Consejo de Ministros y el de algunos ministros en particular parecen expresar la noción de que el gobierno no está dispuesto a dar “ni un paso (más) atrás” frente a cuestionamientos de sectores de oposición o de aliados de izquierda. Por lo visto, habría la convicción firme de no dejarse “mangonear” por la “conspiración caviar unida al fujimorismo”, en todo caso, ceder espacios solo cuando sea estrictamente necesario. Así, Pedro Francke y Aníbal Torres terminaron integrándose a última hora al Consejo de Ministros, pero desde una posición de debilidad.

Así, si bien el Consejo de Ministros, cuenta con algunas presencias valiosas, termina expresando en general a la izquierda más conservadora y anquilosada, cercana a los círculos del presidente, del partido de gobierno y sus aliados inmediatos, pero incapaz de leer adecuadamente el contexto en el que se encuentra, su aislamiento y precariedad. Sobre la base de una “ética de la convicción” mal entendida, Castillo termina volviendo a mediados de abril, expresando poco más que el 15% de los votos emitidos en primera vuelta; y en el Congreso, apenas unos 42 votos, los 37 de PL y 5 de JPP. El ejecutivo prolonga su inestabilidad con varios ministros cuestionados sobre bases legítimas, cierra prácticamente la posibilidad de construir mayoría en el Congreso, con lo que se expone a censuras ministeriales y a que sus iniciativas legislativas que no sean aprobadas. Se autocondena a la inviabilidad política. ¿Alcanzará el presidente Castillo a darse cuenta de que una cosa es la lógica de la negociación sindical, en la que gana quién más presiona y más inflexible se muestra, y otra muy diferente la lógica de gobernar?

Frente a esto, ¿qué debería hacer la oposición? En primer lugar, evitar caer en la tentación de la derecha extremista, según la cual el paso inmediato siguiente al desconocimiento del resultado de las elecciones es la declaratoria de la vacancia presidencial. Afortunadamente, las primeras declaraciones de la Presidenta del Congreso y de otros líderes parlamentarios han ido en la línea de esperar a la presentación del Consejo de Ministros ante el Congreso de la República, que deberá ocurrir “dentro de los treinta días de haber asumido sus funciones”.

Segundo, es fundamental asumir que el gobierno tiene la autoridad para tomar decisiones, por más equivocadas que nos parezcan, mientras se enmarquen dentro de la Constitución y las leyes; frente a ellas solo cabe responder mediante los canales institucionales existentes (crítica ante la opinión pública, movilizaciones ciudadanas pacíficas, eventualmente censuras ministeriales; razones fundadas hay para todo ello). Pero no se justifica en absoluto una lógica de “golpe preventivo”: actuar no democráticamente para evitar el supuesto establecimiento de una dictadura. Otra escenario sería uno en el que desde la propia presidencia se proponga violar abiertamente la legalidad y la Constitución, la declaratoria de vacancia requeriría de evidencias indudables de conducta antidemocrática, respaldadas en un amplio consenso político y ciudadano, capaz de validarse según altos estándares internacionales. No estamos allí. Los temores de la oposición, muchos de ellos válidos y razonables, deben servir para esbozar escenarios y preparar respuestas políticas, no para patear el tablero. Hay demasiado en juego y todos los actores deben mostrar extrema prudencia e inteligencia. 

viernes, 30 de julio de 2021

Las opciones de Pedro Castillo (2)



Continúo con reflexiones sobre las opciones que tiene hacia adelante el presidente Castillo; ¿qué experiencias regionales son referencias útiles?

En los últimos meses hemos discutido el escenario de un Castillo que, mediante la convocatoria a una Asamblea Constituyente, intenta recomponer y copar el conjunto de las instituciones. Se ha dicho que la precaria representación parlamentaria con la que cuenta no haría eso posible, pero en Ecuador Rafael Correa logró, sin contar con un solo parlamentario, imponerse en su disputa con el Congreso; esto sobre la base de la presión desde el ejecutivo, la movilización callejera, y una hábil construcción de alianzas, que le permitieron contar con la complicidad del Tribunal Supremo Electoral.

¿Está tentado Castillo por este camino? Juzgando desde sus discursos durante la primera vuelta parecería que sí, pero después de esta no ha dado señales claras. Además, la movilización del fujimorismo y de la derecha cuestionando la legitimidad de los resultados electorales ha terminado convirtiendo a la Asamblea Constituyente en una suerte de “parteaguas” para la mayoría en el Congreso: se termina aceptando el resultado de las elecciones, pero la posibilidad de la AC sería por el momento un asunto innegociable. Correa la pudo sacar adelante porque hizo de esa bandera un asunto central y no negociable de su propia campaña (al punto que no presentó lista parlamentaria para las elecciones de 2006). En Venezuela en 1998 con Hugo Chávez, y en Bolivia en 2005 con Evo Morales, la convocatoria a una Asamblea Constituyente era una bandera que contaba con un importante respaldo ciudadano y entre las elites políticas. No es para nada el caso nuestro, al menos por ahora.

Castillo podría intentar imponer este camino sobre la base de anuncios  altisonantes el 28 de julio, sobre todo en ámbitos sectoriales, buscando construir legitimidad, y simultáneamente lanzar la iniciativa del recojo de firmas para la convocatoria a un referéndum para elegir una Asamblea Constituyente, pasando por encima del Congreso. Sería un camino largo y altamente controversial, que para prosperar necesitaría en última instancia del respaldo del JNE y del Tribunal Constitucional, cuestión que por ahora no suena creíble. Tampoco que, en medio de las circunstancias actuales, Castillo pueda escapar de una constante de los gobiernos de este siglo: llegar al poder con relativamente altos niveles de aprobación, pero perderlos muy rápidamente a lo largo del primer año, en gran medida por errores propios. A lo que se sumará el ejercicio de una oposición exigente desde el inicio.

Pero no solo está el escenario de presidentes que lograron imponerse sobre las restricciones institucionales vigentes: también tenemos presidentes identificados con proyectos de cambio que terminaron derrotados de diferentes maneras. En los últimos años, Lucio Gutiérrez en Ecuador en 2005, Manuel Zelaya en Honduras en 2009, Fernando Lugo en Paraguay en 2012, Dilma Rousseff en Brasil en 2016, Evo Morales en Bolivia en 2019. Si bien son todas experiencias muy diferentes, comparten el resquebrajamiento de sus coaliciones de apoyo, el fortalecimiento del bloque de oposición, cierto aislamiento político, ya sea por un contexto de movilización y protesta social, como porque no lograron el respaldo de actores institucionales clave (Congreso, Poder Judicial, Fuerzas Armadas). Como bien sabemos los peruanos por nuestra experiencia reciente con Kuczynski y Vizcarra, ante un presidente aislado, una mayoría congresal agresiva siempre puede encontrar algún pretexto, con mayor o menor fundamento, para justificar una declaratoria de vacancia.

¿Cuál será el destino de Castillo? Por supuesto, el presidente no está condenado a optar entre avasallar al Congreso o ser vacado por éste. Pero para tener éxito en la intención de sacar adelante un gobierno que implemente cambios significativos y al mismo tiempo logre una mínima estabilidad, necesita leer muy bien el escenario en el que está. Los resultados de la elección de la Mesa Directiva del Congreso son muy elocuentes: Castillo necesita ir mucho más allá de los cincuenta votos con los que cuenta por ahora.


Las opciones de Pedro Castillo




Como es lógico, en los últimos días se especula mucho sobre el posible rumbo del gobierno de Pedro Castillo, del nombre del Presidente del Consejo de Ministros y de los ministros de Estado, entre otros asuntos. No solo los analistas están desconcertados, seguramente el propio Castillo también, quien se encuentra sometido a presiones cruzadas.

¿Cuáles son los intereses de Castillo? En primer lugar, procurará no ser vacado; el escenario de la vacancia no resulta inverosímil a juzgar por la composición del parlamento recién electo. Pero también tiene interés en hacer un gobierno mínimamente exitoso, al menos en términos de la aprobación popular a su gestión; además, dado su perfil ideológico, Castillo aspira a dejar huella, de marcar algunos procesos de cambio, no ser solo “administrador del sistema”. El problema es que cada una de estas metas se enfrenta a la constatación de la precariedad del partido que lo llevó al poder, de la fragilidad de la constelación de intereses que lo sostiene, de la amplitud, fortaleza y capacidad de presión de sus adversarios. Finalmente, Castillo ganó las elecciones con apenas el 19% de los votos válidos de primera vuelta, con son solo el 15% de los votos emitidos; y en el parlamento, con el 13.4% de los votos, obtuvo 37 representantes, el 28% del total, muy poco para asegurar una mínima estabilidad.

Ante esta constatación, se abren dos caminos, igualmente inciertos para Castillo. Uno conduce a la moderación, que podría asegurarle alguna cooperación y estabilidad, siempre y cuando lograra articular el apoyo de un centro capaz de aislar a la derecha más recalcitrante. En este escenario, mirando el Congreso, cada voto cuenta, empezando por asegurar los de Perú Libre, pero donde los de Acción Popular y Alianza para el Progreso resultan también fundamentales. El otro camino es la huída hacia adelante: si se considera que no es sensato quedar en manos de alianzas inciertas en el Congreso, el camino sería forzar una recomposición del mismo, a través de la aventura de la Asamblea Constituyente. La nueva Constitución, más allá de su contenido, es un mecanismo para construir legitimidad política y forzar la elección de un nuevo Congreso bajo nuevas reglas, en las que se pueda obtener mayoría. El problema es que no hay manera de hacerlo sin pasar por un acuerdo del Congreso y, si se pretendiera pasar por encima de este, la declaratoria de vacancia entraría rápidamente en agenda. En Ecuador, entre 2006 y 2009, Rafael Correa lo pudo hacer, sobre la base de la presión gubernamental, de la movilización callejera, y sobre todo, con la complicidad del Tribunal Supremo Electoral; para que esto funcione en Perú, Castillo debería construir un respaldo que por ahora no tiene, contar con cierta pasividad del del Congreso, del JNE y del Tribunal Constitucional, lo que resulta poco creíble. Si bien censurable en muchos sentidos, habría que reconocer que la movilización del fujimorismo alrededor del desconocimiento de los resultados electorales ha tenido en el corto plazo el efecto de galvanizar una oposición parlamentaria mayoritaria a cualquier intento de emprender una aventura de cambio constitucional a través de una Asamblea Constituyente.

¿Qué terminará haciendo Castillo? Si los escenarios que acabo de esbozar son razonables, Castillo podría intentar ensanchar el margen de maniobra del primer escenario: construir legitimidad a través de iniciativas audaces en los ámbitos sectoriales y espacios regionales; por medio de iniciativas en el plano de la micro, no de la macroeconomía. Al mismo tiempo, intentar acordar una agenda de reforma constitucional sustantiva a través del Congreso, refrendada vía referéndum, para honrar sus promesas electorales. Para esto, como decía, Castillo no solo necesita llegar a acuerdos con Perú Libre y Juntos por el Perú, necesita ir mucho más allá. Un acuerdo que incluya a AP y APP resulta crucial; estos comparten con Castillo y Perú Libre una cierta identidad provinciana que podría ser el punto de partida.

Negación electoral e institucional




Tradicionalmente, era la izquierda la que cuestionaba la legitimidad de las instituciones democrático liberales, mientras el liberalismo las defendía. En 1919 Lenin sostenía la tesis de que, dado el “carácter clasista de la democracia burguesa”, “la más democrática de las repúblicas burguesas no puede ser más que una máquina para oprimir a la clase obrera en favor de la burguesía”. Décadas después, mientras el liberalismo defendía la democracia representativa y la competencia plural entre partidos, la izquierda defendió modelos de partido único de “representación popular directa”. En la región, solo Cuba persiste con ese modelo dictatorial y anacrónico, y ojalá las protestas actuales abran el camino hacia la democratización en ese país.

La izquierda latinoamericana heredó buena parte de ese desdén por el orden institucional. En 2008, Evo Morales declaró que “cuando algún jurista me dice ‘Evo te estás equivocando jurídicamente, eso que estás haciendo es ilegal’, bueno yo le meto, por más que sea ilegal, después les digo a los abogados, si es ilegal, legalicen ustedes, para qué han estudiado”. En 2014 Rafael Correa calificó en 2014 a la alternancia en el poder como “un discurso burgués que nadie se cree. Es un mito. Tonterías de la oligarquía”.

En México, en 2006, Andrés Manuel López Obrador candidateó a la presidencia y obtuvo el 35.33%, frente al 35.89% de Felipe Calderón. El conteo rápido del Instituto Federal Electoral arrojó un empate estadístico, y si bien las cifras iniciales del conteo oficial mostraron una ventaja para AMLO, conforme se llegaba al 100%, Calderón pasó a la delantera. AMLO empezó hablar de fraude sin mayor fundamento y a pedir un recuento de votos; más adelante, ante la inminencia de la proclamación de los resultados, en un discurso declaró que “ya decidimos hacer a un lado esas instituciones caducas que no sirven para nada e impulsar la revolución de la conciencia para que el pueblo decida. ¡Que se vayan al diablo con sus instituciones!”. Finalmente, AMLO se autoproclamó “presidente legítimo”, formó un “gabinete alterno” e intentó boicotear la toma de posesión de Calderón. Al final, la fuerza de los hechos se terminó imponiendo. Entonces, Mario Vargas Llosa escribió: “el candidato derrotado no ha podido fundamentar de una manera plausible sus acusaciones y a estas alturas resulta más que evidente que sus protestas expresaban más la ira y la frustración que la convicción de haber sido víctima de un fraude apoyada en pruebas razonables”.

Al parecer, tanto actores de izquierda como de derecha parecen respaldar la institucionalidad democrática cuando coincide con sus intereses políticos de corto plazo, y cuando no, simplemente las denuestan. Respecto a la derecha, hay una conservadora y reaccionaria, así como intereses mafiosos asociados a ella, que hacen previsible una reacción no democrática. Pero no es el caso de sectores liberales. Hacia 2006, Hugo Chávez era reelegido por segunda vez con más del 62% de los votos, organizó el Partido Socialista Unido de Venezuela y estaba por lanzar la propuesta del “socialismo del siglo XXI”. Ese año Morales tomaba el poder en Bolivia, y Rafael Correa ganaba las elecciones que lo llevarían a la presidencia al año siguiente. Podría decirse que la paranoia de la derecha en ese momento tenía algún fundamento, pero incluso en 2011 alguien como MVLL propuso un apoyo “exigente y crítico” a Ollanta Humala, para evitar “el retorno de un régimen que envileció la política y sembró de violencia, delito y sufrimiento a nuestro país”.

Resulta difícil de entender la postura asumida hoy por MVLL. Los peligros que denuncia en Castillo pueden tener algún fundamento, pero el camino no es “mandar al diablo” las instituciones, sino, como decía a propósito de AMLO, “liderar una oposición que, desde el Parlamento y todas las instancias públicas, no desde las barricadas, ejerza una vigilancia crítica sobre el poder, denunciando sus errores, apoyando sus aciertos, y presentando en todo momento alternativas convincentes a las políticas que considera equivocadas”.

La derecha como oposición (3)




Conforme pasan las semanas, considero que la novedad más relevante que deja el proceso electoral es la activación de una derecha en clave conservadora, que marcará en gran medida tanto el rumbo del gobierno de Pedro Castillo como de la evolución de la democracia peruana.

Llama la atención el carácter beligerante e impermeable del camino de la derecha. Desde la primera vuelta un candidato como Rafael López Aliaga llamó la atención por su discurso desafiantemente incorrecto, grosero, basado en teorías conspirativas, cómodamente instalado en el código de la posverdad, extremadamente conservador, antisistema. Lo más llamativo es que un candidato así tuviera serias opciones para pasar a segunda vuelta. Su extremismo es el que permitió que Keiko Fujimori llegara a ésta, pero su retórica terminó imponiéndose. La campaña en contra del comunismo, del chavismo, de la intromisión de fuerzas extranjeras, cierto desdén por el votante de las regiones andinas, pareció seguir las coordenadas del discurso de RLA; después del 6 de junio, la impugnación de los resultados, la tesis del “fraude en mesa”, las propuestas de auditoría internacional, de anular las elecciones, o los llamados abiertos a una intervención militar llaman la atención por lo destempladas incluso para los estándares de nuestra derecha.

¿Qué pasó? La derecha peruana tuvo su gran momento orgánico y potencia ideológica con el Frente Democrático liderado por Mario Vargas Llosa. Con el fujimorismo la derecha se dividió, entre una que subordinó la democracia, la institucionalidad y los Derechos Humanos por el orden y la estabilidad y las reformas de mercado. Hacia el final del fujimorismo, con el protagonismo de Montesinos y el intento de imponer la segunda reelección siguiendo los principios de una “guerra no convencional”, apareció además una derecha vinculada a intereses mafiosos.

La derecha surgida después del 2000, que tuvo como referente a Lourdes Flores, recuperó una línea democrática, aunque ciertamente con muchos vínculos con las otras derechas, que se mantuvieron agazapadas. Pero recuperaron espacio bajo el liderazgo de Alan García, quien colocó al almirante Giampietri como primer vicepresidente, y más porque, para construir mayoría, García requirió de los votos del fujimorismo. Terminado su gobierno, la defensa judicial de García y de varias figuras del APRA acusados de corrupción, los llevó a cerrar filas con el fujimorismo en la crítica al sistema de justicia. Y su común enemistad con el gobierno de Humala fue forjando el discurso del peligro chavista (que nunca se concretó) y su distancia frente a sectores liberales que fueron parte o apoyaron su gobierno. La distancia con esa derecha liberal se ahondó con el gobierno de Kuczynski, quien se separó a su pesar del fujimorismo. Este lo declaró un enemigo después de la segunda vuelta del 2016, y la confrontación siguió con el presidente Vizcarra, a quien Keiko Fujimori había ofrecido la postulación a la vicepresidencia. Y en tanto Vizcarra levantó banderas como la lucha contra la corrupción, la reforma de la justicia, la reforma política, y legitimó sus decisiones con el respaldo del tribunal constitucional, y ante la opinión pública, esta derecha terminó asumiendo un perfil cada vez más adverso al ordenamiento institucional y asumiendo como central la “lucha ideológica”, para lo cual la “depuración” de los medios de comunicación resultaría esencial.

Así, frente al supuesto control “total” de fuerzas “progresistas” ininterrumpido desde el gobierno de Humala, y que se extendería hasta el de Sagasti, correspondería responder con energía y sin complejos, de allí que el discurso extremista haya logrado la delantera. Y el temor que despierta un gobierno de Castillo lleva además a un sentido de “lucha final” que ayuda a entender el predominio del extremismo. El problema es que con esta lógica la derecha debilita las instituciones democráticas, y se aisla electoralmente. Se abre espacio para una propuesta democrática de derecha razonable, que lamentablemente, no parece tener demasiado representación en el parlamento que se instalará el 28 de julio.

La derecha como oposición (2)




Continúo con reflexiones sobre el papel de la derecha como oposición.

En el marco de la cerrada disputa por pasar a la segunda vuelta dentro de los partidos de derecha, Keiko Fujimori, sin mayores méritos, se benefició del extremismo de Rafael López Aliaga y de la falta de manejo político y de campaña de Hernando de Soto. En medio de la fragmentación del voto, y a pesar de ser la candidata que despertaba mayor rechazo, logró pasar a la segunda vuelta con apenas el 13.4% de los votos. Pedro Castillo, candidato de las izquierdas más radicales, era el adversario más conveniente para K. Fujimori, considerando que su extremismo también despertaba muchos temores.

Para ganar en segunda vuelta, Keiko Fujimori necesitaba, de un lado, ganar los votos de la derecha, de los sectores altos y medios, y asegurar los votos de Lima y de la costa norte. Tarea relativamente accesible, dado que difícilmente esos votos irían para Castillo o la abstención. Pero para ganar necesitaba sobre todo “quitarle” votos a Castillo en el centro, en el oriente, en el sur. Para ello necesitaba presentar una oferta política ambiciosa para el desarrollo de la sierra. Pero comentió un gran error estratégico: su campaña se centró en levantar el fantasma del comunismo, que movilizaba a los votos que ya tenía asegurados, pero no le permitían crecer allí donde lo necesitaba; en cuanto al desarrollo de la sierra, solo levantó la propuesta del reparto individual de los recursos del canon, solución facilista que dejaba de lado las demandas más sentidas de esas regiones.

Después del 6 de junio, los errores fueron aún mayores: la estrategia de voltear el resultado sobre la base de impugnar votos en circunscripciones andinas, acusando a los miembros de mesa de complicidad con una conspiración fraudulenta, como debería resultar obvio, nada ayuda a construir una alternativa política en esas regiones. Para cualquier liderazgo u organización que aspira a seguir siendo una alternativa electoral, resulta una decisión suicida. Peor aún, con la persistencia en el error, el fujimorismo entra en curso de colisión con los organismos electorales, con la comunidad internacional, con la estabilidad económica, con la coherencia y el sentido común más elementales. Se comprobaría así nuevamente que el fujimorismo no tiene empacho en poner en riesgo todo por la defensa de sus intereses de corto plazo. Todo esto por seguir un camino que no tiene manera de tener éxito a la luz de la legislación electoral y de los estándares nacionales e internacionales de observación electoral; y que además empodera y fortalece a los sectores extremistas de derecha, para los cuales el fujimorismo es finalmente prescindible.

Una de las varias novedades del último proceso electoral es el surgimiento de una derecha populista, extremista con peligrosos tintes fascistoides. Ni Keiko Fujimori, ni Lourdes Flores podrán nunca superar el nivel de patanería y grosería de Rafael López Aliaga. Lo triste para nuestra derecha es que, en vez de erigirse como una oposición democrática y promotora del desarrollo frente a un gobierno con riesgos autoritarios y estatistas, termina siendo furgón de cola de un liderazgo abiertamente antidemocrático. Así como después de 1990 en la derecha se decía que Mario Vargas Llosa perdió la elección pero su discurso político ganó, en tanto definió la agenda y el discurso político de los años siguientes alrededor de la economía de mercado, ahora lamentablemente podríamos decir que, si bien López Aliaga perdió la elección, consiguió que su discurso se haya instalado y legitimado, alrededor del desconocimiento de los resultados electorales, el cuestionamiento a los organismos electorales, discursos conspirativos, abiertos llamados a la intervención de las Fuerzas Armadas y a un golpe de Estado, la instalación de la posverdad como norma del discurso político, intentos de movilización con crecientes niveles de violencia. Sectores lúcidos en la derecha deberían entender que llegó el momento de cambiar de estrategia, y de optar por una alternativa democrática.

La derecha como oposición




Ante una candidatura como la de Pedro Castillo, que despierta fundados temores ante la posibilidad de un manejo populista de la economía, un cuestionable compromiso con las instituciones democráticas, y ante una elocuente falta de preparación y coherencia en buena parte del equipo que lo rodea, el surgimiento de una derecha democrática habría sido una buena noticia. Una derecha que dijera que hay mecanismos más eficaces para lograr prosperidad y redistribución, promoviendo la competencia y una autoridad estatal fuerte que asegure el funcionamiento de los mercados; que defienda el estado de derecho, la independencia de los poderes del Estado y de los organismos constitucionales autónomos; y que pusiera por delante propuestas bien sustentadas para atender los problemas principales del país. Si Keiko Fujimori hubiera levantado estas banderas, habría aprovechado bien la oportunidad que el destino le dio, después de haber estado en prisión preventiva y con un partido acusado de constituir una organización criminal.

Pero el fujimorismo decidió el camino de impugnar sin mayor fundamento el resultado electoral. Si bien no cuestionó inicialmente la labor de los organismos electorales, en la práctica les dicen que si no deciden como ellos quisieran, estarían deslegitimados. Últimamente los reclamos parecen centrarse en denunciar una operación organizada por Perú Libre para suplantar miembros de mesa (que luego “convencerían” a los demás miembros de mesa elegidos por sorteo), con el fin de eliminar o reducir los votos de Fuerza Popular, operación detectable a través de las “firmas falsas”. De allí el reclamo por acceder a la lista de electores, para cotejar las firmas con las de la RENIEC, y por que se admitan los pedidos de nulidad de actas, aunque se hayan presentado fuera de plazo. El problema es que aceptar estos reclamos establecería un trato injusto con el competidor (si hubieran sabido que el plazo sería ampliado, también podrían haber presentado solicitudes de anulación); segundo, el competidor también podría haber cuestionado la votación de FP con el mismo argumento sin fundamento, considerando que las mesas con resultados “extraños” y firmas “dudosas” se distribuyen de manera aleatoria. Tercero, este camino nos lleva al sinsentido de que lo que establezcan “peritos grafotécnicos” termine estando por encima de los múltiples testimonios de las personas que declaran no haber sido suplantadas. Finalmente, se pretende “judicializar” el derecho electoral que tiene como meta proclamar oportunamente a un ganador; por ello, si no hay evidencia concluyente que justifique anular un acta, los alegatos simplemente se desestiman. Así funciona el derecho electoral en todas partes.

Así, FP no ha encabezado la oposición ante una fuerza política percibida como poco democrática y que amenaza la continuidad institucional, sino que ha terminando convirtiéndose en el peligro frente al cual supuestamente actúa. Por ello se han sumado a su causa sectores que piden cosas abiertamente ilegales e inconstitucionales, como la nulidad de las elecciones o una intervención militar.

Sectores lúcidos en la derecha deberían ser conscientes de que este camino los conducirá a una derrota estratégica. Tienen ejemplos de los cuales aprender. En Bolivia, Evo Morales rompió abiertamente la legalidad para poder postular en las elecciones de 2019, y el empecinarse en ese camino generó una ola de protestas y descontento que terminaron en su renuncia. Pero luego la derecha boliviana se mostró tan cerrada y excluyente que terminó haciendo posible un nuevo triunfo del MAS en 2020. Y en Venezuela, más de una vez la oposición desperdició oportunidades para contener a Chávez o a Maduro, por seguir estrategias de pura confrontación, como con el golpe de Pedro Carmona de 2002, o con el fallido intento de insurrección de 2019. Por el contrario, la búsqueda de una unidad amplia alrededor de propuestas, permitió que la oposición ganara por ejemplo las elecciones legislativas de 2015. En esto, Leopoldo López no es el mejor consejero. No basta con estar en contra de algo; hay que mostrar que se tiene una mejor propuesta para el país.

El “fraude en mesa” y la oposición




Fuerza Popular y sus aliados cuestionan los resultados de la elección del 6 de junio esgrimiendo la tesis del “fraude en mesa”. Se han cuidado de no involucrar a los organismos electorales, pero acusan a Perú Libre de ser responsable de éste. ¿Qué indicios se presentan? Al inicio se habló de una estrategia de impugnación de votos y de observación de actas; luego se aclaró que los votos impugnados fueron realmente muy pocos, cerca de 500, y las impugnaciones las realizaron personeros de ambos partidos. Además, las observaciones no las realizan los personeros, sino la ONPE, y las resuelve el JNE, y todas ellas se han estado resolviendo de manera pública. Descartado este camino, se invoca la supuesta existencia de firmas fraudulentas y de actas o mal llenadas (para causar nulidades donde FP es el ganador) o llenadas con resultados “sospechosos” (donde FP saca muy pocos o ningún voto).

El problema con este argumento es que no puede establecer el mecanismo que haría posible la tesis del fraude. El supuesto parece ser que Perú Libre cuenta con un batallón de militantes bien disciplinado y capacitado, que se desplegó en todo el país para llegar temprano a las mesas de sufragio, esperar a que no se presenten los titulares o suplentes de la mesa, y suplantar la identidad de alguno de ellos (para ello tendrían que haber falsificado credenciales y DNIs); todo esto para, en el momento del escrutinio, convencer al resto de miembros de mesa (elegidos por sorteo) para ya sea llenar mal las actas donde FP es favorecido, como para eliminar los votos de FP donde estos son escasos.

¿Es esto creíble? Para empezar, Perú Libre ni siquera pudo acreditar una gran cantidad de personeros (tampoco Fuerza Popular), y estos estuvieron principalmente concentrados en Lima. Segundo, hasta el momento hay múltiples testimonios de ciudadanos que confirman su identidad a pesar de los problemas con su firma, pero ninguno que yo sepa que haya denunciado haber sido suplantado. En cuanto a las “anomalías” con las actas, hasta el momento el número de actas anuladas está por debajo del número de actas anuladas en la segunda vuelta de 2016; es decir, siempre se comenten errores en el llenado de actas. Finalmente, en cuanto a las mesas con resultados “extraños”, nuevamente, eso ocurre en todas las elecciones en todas partes: la clave es que no muestren un sesgo sistemático a favor de uno y en contra de otro, y no hay evidencia de ello. Por eso es tan grave recurrir a la estrategia de contratar abogados para mirar con lupa actas donde perdiste por mucha diferencia buscando causas de nulidad; si esto queda como precedente, desde ahora será una práctica de todos contra todos. No se puede partir de la mala fe sin evidencias contundentes, eso constituye un abuso del derecho.

La consecuencia de esto es la creación de un clima de desconfianza en los organismos electorales (que se declara respetar y respaldar), la exacerbación de los ánimos de los parciales (que están convencidos de que “les han robado la elección”) y de los adversarios (que “no se van a dejar robar la elección”). Este es claramente un camino destructivo del cual salimos perdiendo como país. Mirando un poco más allá, el gran problema es que se anuncia una lógica de oposición obstruccionista contra el eventual gobierno de Pedro Castillo; que ya sea atizará la inestabilidad política en el país, o lo terminará favoreciendo, al presentarlo como víctima de la conspiración de una derecha recalcitrante. Ojo que esto último explica en buena parte por qué el MAS haya ganado las elecciones de 2020 en Bolivia, después del rechazo que generó la pretensión de Evo Morales de perpetuarse en el poder un año antes. Y también por qué la oposición venezolana haya perdido oportunidades que tuvo para derrotar a Chávez y a Maduro o al menos limitar sus arbitrariedades.

Lecciones de la última semana




- ¿Qué pasó en la última semana? Con una elección tan ajustada, los detalles son importantes. Según la última encuesta pública del Instituto de Estudios Peruanos (IEP) del 30 de mayo, Pedro Castillo aparecía ligeramente por encima de Keiko Fujimori, 40.3 contra 38.3%, pero con una tendencia al alza de esta y a la baja de aquel. El debate técnico del 23 de mayo y otros elementos generaron esa tendencia, que se mantuvo después del debate presidencial del 30 de mayo; así, en el informe confidencial del IEP del sábado 5 de junio, con recojo de información entre el miércoles 2 y el viernes 4, ponía a KF por encima de PC, pero por solo una décima (40.9 contra 40.8%). Sin embargo, la propia encuesta del sábado ya registraba una tendencia clave: los datos recogidos entre miércoles por la tarde y jueves por la mañana parecían dar una ventaja a KF, mientras que los del jueves por la tarde y del viernes daban un resultado contrario, a favor de PC. Es decir, entre el jueves y el domingo una parte relevante de los indecisos terminaron inclinándose a favor de Castillo, lo que termina explicando el resultado.

- Si uno observa la evolución de la intención de voto del conjunto de la segunda vuelta, el punto de partida fueron veinte puntos de diferencia a favor de Castillo en la encuesta IEP del 25 de abril (41.5 contra 21.5%). La encuesta del 9 de mayo, después del debate de Chota, mostró que la diferencia se redujo dramáticamente, a solo seis puntos (36.2% contra 30.0). La sensación de improvisación y falta de propuestas concretas de Castillo lo hizo caer, y el empuje de K. Fujimori le permitió crecer, pero sobre la base de un discurso muy conservador que movilizó a esos sectores, pero la llevó a estancarse en su crecimiento, de modo que la medición del 16 de mayo no registró cambios respecto a la semana anterior; y la del 23 registró una reducción del porcentaje de indecisos, que le permitió a Castillo ampliar nuevamente su ventaja a diez puntos. Como vimos, después del debate técnico del 23 nuevamente PC cayó y KF subió, reduciendo la diferencia a solo dos puntos en la medición del 30 de mayo. En suma, Castillo, partió de una ventaja amplia que se estrechó sobre todo por sus errores, antes que por los aciertos de K. Fujimori, en un contexto de adhesiones frágiles y cambiantes.

- ¿Qué lecciones podríamos sacar mirando la cosas con más perspectiva? Llama mucho la atención la gran precariedad de la candidatura de Castillo, sus constantes contradicciones, el no haber logrado consolidar un equipo, su llamativo silencio de las últimas semanas, que casi le hacen perder una elección que parecía ganada de antemano. De otro lado, si bien K. Fujimori hizo en principio parte de lo que tenía que hacer (buscar votos en el centro, tratando de capitalizar el apoyo de Mario Vargas Llosa; poner énfasis en el “cambio hacia adelante” y en lanzar múltiples ofrecimientos de “salud, comida, trabajo”), el apoyo recibido por sectores de su entorno la habría perjudicado al final. Generó la sensación de “cargamontón” por parte de un establishment conservador temeroso de perder sus privilegios. En cierto modo, la derecha más recalcitrante habría sido culpable de su derrota.

- Con todo, es cierto que el resultado será muy ajustado, y que el perdedor tiene un respaldo cercano al 50%, y que gran parte de este es consecuencia del rechazo al ganador. Si bien Pedro Castillo ha logrado el respaldo de la mayoría de las provincias, especialmente en el centro, sur y oriente, y de los niveles socioeconómicos más bajos, también lo es que Keiko Fujimori ganó el respaldo mayoritario en Lima y el norte, entre los sectores medios y altos, y entre las mujeres y los jóvenes. El Perú somos todos.

¿Quiénes serán Pedro Castillo y Keiko Fujimori?



¿Qué rumbo seguirán los candidatos de la segunda vuelta después del 28 de julio si ganan la presidencia? Es una pregunta que genera angustia y preocupación entre los votantes, me atrevería a decir que no solo entre los indecisos, también entre los convencidos de su opción por alguno de ellos. Creo no exagerar al decir que hacia noviembre o diciembre, al inscribir sus candidaturas, Castillo o Fujimori se habrían sentido totalmente satisfechos si sus partidos superaban la valla electoral y ubicaban algunos parlamentarios que les permitieran sentar las bases para un crecimiento futuro. Hacia marzo, cuando la fragmentación del voto los puso inesperadamente ante la posibilidad de pasar a la segunda vuelta, Castillo se distinguió sobre la base de un discurso radical en lo político y conservador en lo social; a Fujimori le bastó mostrarse no tan fundamentalista y mejor preparada para las lides políticas que sus competidores en la derecha. En el marco de la segunda vuelta, ambos candidatos se han visto obligados a ampliar la convocatoria, redefinir sus propuestas, presentar diversos aliados.

Si uno analiza las últimas elecciones encuentra que la dinámica de la segunda vuelta marcó profundamente el rumbo de los gobiernos. La segunda vuelta de 2006 hizo que Alan García, quien en 2004 criticaba la firma del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos y a Lourdes Flores por ser “la candidata de los ricos” en primera vuelta, pasara a ser el candidato del establishment, y siguió con una lógica conservadora y ortodoxa durante su gobierno. Humala, el del polo rojo y “la gran transformación” pasó al polo blanco, la “hoja de ruta” y el “juramento por la democracia”, y su gobierno siguió una línea bastante moderada. En 2016, Pedro Pablo Kuczynski, quien había llamado a votar por Keiko Fujimori en 2011, para ganar la segunda vuelta se vio obligado a desarrollar una retórica antifujimorista, y el fujimorismo, que tenía grandes coincidencias programáticas con Kuczynski, pasó luego a ejercer una oposición férrea con ese gobierno, al punto de terminar haciéndolo inviable.

¿Qué decir entonces de Castillo y de Fujimori? El problema es que ambos, en esta segunda vuelta, han terminando mostrando perfiles abiertamente contradictorios. Fujimori reúne colaboradores muy conspicuos del gobierno de su padre, colaboradores protagonistas del Congreso obstruccionista 2016-2019, recién llegados independientes, e incluso figuras en el pasado militantemente antifujimoristas. Queda claro que los junta el rechazo a Castillo, pero no tanto quiénes predominarían en un gobierno de Fujimori. Castillo por su parte reúne colaboradores asociados a Perú Libre de Vladimir Cerrón, a quien le debe el haber podido participar en la elección; otros más cercanos a él vinculados al magisterio; recién llegados vinculados a Juntos por el Perú, Nuevo Perú o al Frente Amplio, y un gran número de independientes, algunos denostados en primera vuelta cuando eran adversarios. Queda claro que se juntan para cubrir los clamorosos vacíos en cuanto a propuestas, pero sin lograr una propuesta coherente.

¿Qué terminará marcando el rumbo de un gobierno de Castillo o de Fujimori? Más allá de los discursos y promesas, recién sabremos a qué atenernos cuando el próximo presidente o presidenta anuncie el nombre del Presidente del Consejo de Ministros y de los ministros de Estado, quienes tomarán las decisiones y se harán responsables por ellas. La experiencia previa sugiere también que puede haber una gran distancia entre los equipos de campaña y los equipos de gobierno. ¿Marcará K. Fujimori distancias con su padre, o reivindicará su legado? ¿Repetirá la dinámica de 2016-2019? ¿Cuál será el alcance del mea culpa reciente? Y del otro lado, ¿cuánto podrá y querrá Castillo desmarcarse de Cerrón y de su partido? ¿Cuán fiel se mantendrá a su entorno magisterial? ¿Cuánto aceptará el apoyo o consejo de sus ayer adversarios de izquierda y hoy aliados? Lo más probable es que tengamos que convivir con las ambigüedades y contradicciones durante mucho tiempo.

La polarización y las elites



Al final del cómputo oficial, tenemos que Pedro Castillo ganó la primera vuelta con apenas el 18.9% de los votos válidos, y Keiko Fujimori entró a la segunda con apenas el 13.4%; la suma de ambos, 32.3, está muy por debajo de la suma de los votos de los contendientes a segunda vuelta de elecciones pasadas: 60.8 en 2016, 55.2 en 2011, 54.9 de 2006 y 62.2 de 2001. Con los votos que obtuvo, Pedro Castillo habría quedado cuarto en 2001 y 2006, y tercero en 2011 y 2016.

Alguien podría haberse imaginado que, con porcentajes tan bajos, la segunda vuelta estaría marcada por la desconfianza y falta de entusiasmo de la mayoría de los electores. Sin embargo, la elección se ha “calentado” y polarizado; según la última encuesta del Instituto de Estudios Peruanos, 55% de los votantes de Keiko Fujimori tienen como principal razón del voto por su candidatura “no quiero que la izquierda o el comunismo llegue al poder”, al mismo tiempo que el 62% de quienes “definitivamente no votarían por ella” señalan que “el fujimorismo representa corrupción”. Así, entre el miedo al comunismo y el rechazo a la corrupción buena parte de los electores ha terminado tomado partido, y de manera bastante comprometida. El problema es que esa definición termina cegando a los entusiastas, de modo que dejan de percibir las deficiencias de su candidato o tienden a minimizarlas, al mismo tiempo que exageran y caricaturizan las deficiencias del contrario. Y como he sostenido en columnas anteriores, ya bastante tenemos con los problemas y limitaciones reales de estas candidaturas, como para además cargarle otras.

Instalados en este escenario, se hace difícil evaluar las campañas de esta segunda vuelta. La realidad tiende a mirarse desde los lentes de las preferencias y rechazos de cada quien: así, el criterio de credibilidad de las encuestas no es la consistencia de su trayectoria y la metodología que aplican, sino si es que benefician o no a mi candidato. La credibilidad de los organismos electorales no depende de la eficacia de su trabajo y de su capacidad de solucionar controversias, sino de cuánto temor despierta la percepción de que mi candidatura vaya a perder. Dependiendo de mi postura, los periodistas son parcializados u objetivos; o el desempeño de los voceros o representantes de cada candidato es brillante o deplorable.

Que estas actitudes estén presentes en los electores es normal y se debe ser tolerante con las pasiones electorales. Lo que no es aceptable es que las elites, los líderes políticos y sociales se comporten como hinchas, no como dirigentes. Los líderes tienen la obligación de contener las pasiones descontroladas, de censurar las conductas irresponsables. De la violencia verbal a la violencia física, lamentablemente, no hay demasiada distancia, mucho más en contextos polarizados. Mucho peor acaso es que los propios protagonistas de la contienda parezcan incapaces de definir con claridad el terreno que están pisando y trazar las estrategias que les conviene seguir para alcanzar sus propios intereses. Así, frente a noticias o eventos adversos para los candidatos, la respuesta no siempre lleva a hacer correcciones o afinación de estrategias, sino a la negación y a la persistencia en el error. En esta segunda vuelta, buena parte del éxito de los candidatos estará en su capacidad de distinguir la realidad de sus deseos o de sus miedos, de poner por delante el interés de los principios que defiende y los del país, en vez de seguir los de sus entornos y consejeros con objetivos particulares. En muchas ocasiones, quienes llevan a la derrota a los candidatos son sus colaboradores más cercanos, no sus adversarios. Y esto que vale para las campañas electorales es dramáticamente más cierto para cuando hablamos del desempeño de los gobiernos. Nuestros candidatos en contienda, ¿estarán a la altura de las desafíos que enfrentan?

Decisiones basadas en ciencia y evidencia




Uno de los muchos cambios que me parece se registran en la esfera pública peruana reciente es el asentamiento de dos elementos contradictorios: de un lado, la noción de que las decisiones políticas en general, y de políticas públicas en particular, deben estar basadas en “ciencia y evidencia”; y del otro, simultáneamente, el desafío abierto a las mismas, y la apelación a la sensibilidad, a la experiencia práctica, como criterio de legitimación de las decisiones. Si bien ambas nociones han estado siempre presentes de alguna forma, en el pasado más que apelar a la ciencia y la evidencia se apelaba a los principios, a la ideología, que se expresaba en programas, y la negociación política como criterios de decisión. Y del otro lado, siempre hubo discursos críticos con el conocimiento científico y la actividad académica, pero relativamente marginales, mientras que ahora están en centro de la política, y por ejemplo, dominan ampliamente el sentido común de nuestro Congreso. Así, el discurso a favor de la ciencia se ha asentado en el contexto del debilitamiento de los partidos con bases ideológicas, y su contrario por el debilitamiento del mundo institucional, la creciente distancia entre la ciudadanía y el mundo universitario, académico, científico.

En el último tiempo, la pandemia ha puesto en el centro la importancia de la investigación, especialmente por su valor aplicado: por ejemplo, cuando hablamos de la importancia de intentar desarrollar vacunas propias o pruebas que permitan la detección de virus. Pero también la necesidad de contar con datos, registros, estadísticas, que permitan el reparto de bonos o la implementación de diversos programas de emergencia. La importancia de la investigación en temas de gestión para mejorar la eficacia de políticas públicas está claramente en agenda. Pero al mismo tiempo, paradójicamente, arrecia el sentido común inverso: no necesitamos más estudios, más diagnósticos, más consultorías, los problemas se conocen, de lo que se trataría es de tener la voluntad de solucionarlos, y de contar con el sentido “práctico” que te da la vida (no la investigación), para tomar decisiones. La ausencia de voluntad se explicaría por el secuestro del Estado por parte de intereses egoístas, de minorías poderosas; o por la simple insensibilidad o indolencia. Bastaría por ello con poner en el lugar indicado a personas sensibles y pragmáticas.

En medio de esto, la credibilidad del discurso a favor de la ciencia quedó mellado porque descubrimos que ella no siempre está en condiciones de poder dar soluciones únicas y oportunas a los problemas que estudia: la ciencia no solo no está exenta de debate y controversia, sino que hasta cierto punto el debate y la controversia es en realidad su esencia. Además, el escándalo asociado al manejo del ensayo clínico de la vacuna del laboratorio Sinopharm mostró que la ciencia no está libre de intereses, sucumbir ante presiones políticas, de caer en violaciones a protocolos y principios éticos.

Otra de las manifestaciones de cómo el contexto político afecta la toma de decisiones basadas en evidencia son las reacciones que generan las encuestas de opinión. A pesar de que las encuestadoras de más seriedad y prestigio, más allá de sus diferencias metodológicas, tienden a coincidir en sus resultados, mostrando tendencias similares, muchos deciden creer o no en los datos según se ajusten o no a sus deseos o preferencias políticas, y tienden a desarrollar teorías de la conspiración para desacreditar los resultados que les resultan cómodos, y deciden confiar más en sus intuiciones.

¿Qué concluir? De un lado, quienes estamos vinculados al mundo universitario debemos esforzarnos por tener un trabajo más transparente, y más orientado a la solución de problemas urgentes y significativos, y aportar a las políticas públicas. Proveer más información sobre la utilidad y relevancia social de la investigación científica; hacer más esfuerzos de divulgación, de trabajo interdisciplinario, y de relación con el periodismo, la política y los funcionarios públicos. Y combatir, por supuesto, las campañas de desinformación.