sábado, 26 de diciembre de 2020

¿Qué pasó con la derecha?


 Artículo publicado en El Comercio, martes 22 de diciembre de 2020 

Comentaba la semana pasada que uno de los cambios políticos más importantes que ha habido en el país en los últimos años se ha dado en el campo de la derecha, que marca una alteración fundamental en la dinámica de nuestra política de las últimas décadas, y que pone en riesgo la gobernabilidad democrática.

En la década de los años ochenta, por tomar un punto de referencia, la derecha defendía la economía de mercado, la democracia como régimen y valores liberales individuales, frente a una izquierda intervencionista, para la cual la democracia era una farsa (la dictadura de la burguesía) y que ponía énfasis en demandas colectivas y materialistas. La candidatura de Mario Vargas Llosa en 1990 acaso fue el momento cumbre de esta agenda programática. Con el fujimorismo el frente de derecha se resquebrajó: una parte apoyó al fujimorismo, priorizó el establecimiento del orden y la economía de mercado; otra, por el contrario, denunció al fujimorismo como una dictadura, y puso a la democracia y al ejercicio de las libertades como valores superiores.

Con la vuelta a la democracia en 2001, el frente de derecha pareció nuevamente reagruparse. En 2001 Toledo levantó la bandera de la democracia y la lucha contra la corrupción, y al mismo tiempo reivindicó la economía de mercado. 2006 era supuestamente el año de Lourdes Flores con una agenda similar, pero finalmente se impuso Alan García, el “mal menor” frente a la amenaza del Ollanta Humala. Inesperadamente, García, el odiado populista desenfrenado de la década de los años ochenta, terminó siendo un gran defensor de la continuidad del modelo. A pesar de los muchos problemas que tuvo su segunda gestión, sobre la cual cayeron serias denuncias de corrupción, García contó con un apoyo bastante amplio del mundo de la derecha. En la campaña de 2011, quienes mantenían una postura contraria al fujimorismo apoyaron a Ollanta Humala (recordar la “Proclama y juramento por la democracia” respaldada por Mario Vargas Llosa), mientras que, acaso la mayoría, terminó apoyando a Keiko Fujimori. Con todo, la vigilancia del cumplimiento del giro al centro que rápidamente hizo Humala nuevamente pareció reunir a ese frente.

Pero la desaceleración económica, notoria desde 2014, abrió una fisura inédita en el frente económico: algunos pensaron que fortalecer y relanzar el modelo implicaba renovar los esfuerzos por atraer la inversión privada, atacando trabas burocráticas y regulatorias; mientras que otros señalaron la necesidad de implementar reformas institucionales e intentar diversificar nuestro patrón de desarrollo. Y también apareció una nueva fisura, referida a los valores: un sector siguió un patrón más liberal, promoviendo el derecho a la identidad y a la autoexpresión individual, mientras que otro siguió un rumbo más conservador, defendiendo valores religiosos y familiares tradicionales (así surgió el debate sobre el enfoque o la “ideología” de género, por ejemplo).

La campaña de 2016 reflejó esas ambigüedades: Keiko Fujimori no sabía si ser la candidata liberal e institucionalista que se presentó en la universidad de Harvard, o si ser conservadora y populista; y Pedro Pablo Kuczynski nunca supo si debía ser fujimorista o antifujimorista. Al final K. Fujimori optó por lo segundo, con lo que ocurrió un cambio enorme: el fujimorismo dejó de ser el guardián y garante de la estabilidad del modelo económico, y no dudó en enfrentarse encarnizadamente al político que más emblemáticamente lo encarnaba. En esa pugna, sectores conservadores más extremistas ganaron espacio, y entonces resultó que Kuczynski aparecía siendo controlado por la llamada “izquierda caviar”, y luego Martín Vizcarra, y ahora Francisco Sagasti, parecen poco menos que agentes del (neo)marxismo internacional. Así, estos sectores, que antes cerraban filas por la defensa del modelo económico, hoy parecen dispuestos a tirárselo abajo en su lucha ideologizada contra molinos de viento. Si bien pueden no ser mayoría, no son tan pocos en el mundo de la derecha.

Cambios sociales, cambios políticos


Artículo publicado en El Comercio, martes 15 de diciembre de 2020 

Quienes comentamos los sucesos políticos, para dar sustento a nuestros análisis, solemos relacionarlos con tendencias estructurales; de esta manera, no se trataría de sucesos anecdóticos, sino expresión de fuerzas más profundas, veríamos “la punta de un iceberg”. El problema es que la coyuntura peruana es muy cambiante y contradictoria, entonces la apelación a lo estructural hace que parezca que habláramos de países diferentes. En realidad, la estructura no cambia tanto, lo que pasa es que solemos errar en nuestros juicios, ya sea por subestimar o sobreestimar algunas tendencias.

Algunos ejemplos: entre agosto y septiembre, durante las peores semanas de la emergencia sanitaria, para explicar por qué el Covid-19 nos había golpeado tan duro, muchos apelaban al hecho de que décadas de neoliberalismo habían generado un sentido común individualista, poco solidario, desapegado de los asuntos públicos, rasgos especialmente notorios en los jóvenes urbanos. Pero después de las masivas movilizaciones de noviembre, decimos por el contrario que se trata de una generación con interés y ansias de participar en los asuntos públicos, con un alto sentido crítico, del que cabría esperar una renovación en el liderazgo político futuro.

Otro ejemplo: durante años dijimos que en Perú los altos niveles de informalidad, debilidad del mundo gremial y organizado en general hacían que nuestro país no fuera comparable a sus vecinos, países en los que las movilizaciones sociales llegaron a tener grandes impactos políticos, originando incluso la caída de gobiernos y el logro de demandas como nuevos procesos constituyentes. Ahora, después de las movilizaciones de noviembre y la derogatoria de la ley de promoción agraria, parecería que estuviéramos ante una suerte de “despertar” de la movilización y protesta ciudadana, con una capacidad de organización y acción colectiva que no reconocíamos antes.

Un último ejemplo, más de la esfera política. Durante años dijimos que la debilidad de los partidos, su personalismo y cortoplacismo, su desdén por asuntos programáticos y por políticas públicas específicas, habían generado un espacio para que tecnócratas y redes de expertos lograran tener inesperada influencia en la toma de decisiones en algunas áreas. Ahora, esa misma debilidad partidaria explica lo contrario: la mezcla de “buenas intenciones” con desconocimiento o desdén por las razones tecnocráticas por parte de los grupos representados en el Congreso han abierto la puerta a un desborde populista.

En realidad, no deberíamos dejarnos llevar tan fácilmente por lo que aparece novedoso, pero sí habría que reconocer señales de cambio; por supuesto, esto es fácil de decir, difícil de hacer. Así, no creo que estemos ante un cambio sustantivo en la dinámica del conflicto y la protesta social. En realidad, en los últimos veinte años hemos convivido con grandes pero episódicos y relativamente focalizados eventos de protesta, capaces de ejercer cierta capacidad de veto frente a algunas políticas públicas. Toledo tuvo su “arequipazo”, García su “baguazo”, Humala su Conga, por ejemplo. Respecto a las movilizaciones de noviembre, de las más grandes que registre la historia reciente, cabe preguntarse si podrían repetirse fácilmente la constelación de factores que la hicieron posible y que alimentaron su masividad y contundencia. Esto no significa que una experiencia tan significativa como esta no deje huella en cuanto a nuevas formas de organización y expresión de las protestas sociales.

En lo político sí podríamos estar ante cambios más de fondo. No es novedad que haya partidos con plataformas populistas; pero es cierto que después de la crisis política del periodo 2018-2019 esa audiencia parece haber crecido; además, la gran novedad es que partidos que en el pasado eran guardianes de la ortodoxia, o que expresaban formas moderadas de populismo, ahora abrazan abiertamente estas posturas, como Fuerza Popular o Acción Popular. También es nuevo que, en el campo de la derecha, un sector importante haya tenido un giro profundamente conservador, por el cual no teme aliarse con sectores populistas y de izquierda en su crítica a presidentes moderados como Vizcarra o Sagasti. Seguiré con el tema.

El drama de la representación (2)


Artículo publicado en El Comercio, martes 8 de diciembre de 2020  

La semana pasada comentaba que vivimos un dramático problema de representación política: los 24 partidos actuales no nos entusiasman, sentimos que el Congreso que elegimos apenas en enero no nos representa. Y tampoco hay partidos en búsqueda de inscripción que veamos con entusiasmo, a pesar de que según la ONPE en 2019 hubo 96 organizaciones políticas que compraron “kits” electorales para intentar su inscripción (en 2018 hubo 108, en 2017 120, y así sucesivamente).

Si la respuesta no está en los partidos con inscripción vigente ni en quienes están buscando inscripción, ¿qué hacer? Habría que, para empezar, moderar nuestras expectativas: ninguna opción nos satisfacerá del todo, pero por lo menos en algunas podría darse un proceso de renovación. Segundo, deberían consolidarse las nuevas reglas de juego: las barreras de entrada a la competencia política son más bajas ahora (para favorecer la renovación), pero los requisitos para mantenerse dentro deben ser exigentes (no más partidos cascarón). Para incentivar la militancia debe asegurarse la democracia interna tanto para elegir autoridades partidarias como a los postulantes a cargos de elección (mediante elecciones primarias abiertas a la ciudadanía, con votación por candidaturas individuales que luego elimine el voto preferencial). Se limita un poco el oportunismo al establecer un año de militancia para poder participar en las elecciones primarias. Y finalmente, los costos de la acción política se han rebajado con la prohibición de la publicidad política privada en medios masivos. Como he señalado antes, las elecciones de 2021 deberían marcar un reset del sistema político, pero para ello es necesario persistir en la reforma política a partir del próximo Congreso. Quedaron muchos temas pendientes, entre ellos la vuelta a un sistema bicameral (que implica cambios en los distritos electorales, relaciones entre cámaras y entre ejecutivo y legislativo) y reformas del sistema político en los niveles regional y local.

Pero, la gravedad de la crisis de representación política, ¿no nos llama la atención sobre un problema más profundo, que implica las relaciones más amplias entre política y sociedad? En efecto, a lo largo de los años los actores políticos se han separado de la sociedad. Estos surgen cada vez menos de posiciones de liderazgo en gremios, organizaciones sociales, universidades, experiencias de gestión en el sector público o privado. Me corrijo: el problema es aún peor. El drama es que así como los partidos levitan por encima de la sociedad sin tener mayores vínculos con ella, el mundo de las organizaciones sociales atraviesa también serios problemas de representación. Colegios profesionales, cámaras, sindicatos y federaciones, frentes de defensa, asociaciones de todo tipo, parecen también copados por intereses particularistas. Acabamos de pasar por la mala experiencia del Consejo Nacional de la Magistratura, p.e.: incluimos a los colegios de abogados y las facultades de derecho en esquemas abiertos a la participación de la sociedad civil, y tampoco funcionó. Las últimas protestas en Ica, y muchos episodios de protesta previos, muestran lo difícil que es la negociación, precisamente, porque no existen liderazgos sociales fuertes, y así como hay desconfianza en la autoridad, también la hay entre representantes sociales y sus bases, y entre segmentos de las mismas. Y así como hay políticos que desarrollan carreras saltando entre partidos, también hay activistas sociales o brokers que encabezan circunstancialmente protestas sin representarlas propiamente (por eso es que los actos de protestas difícilmente pueden ser “manipulados” por alguien). Una historia común posterior a la convocatoria de grandes movilizaciones o expresiones de protesta es la división y fragmentación de los liderazgos. En suma, la crisis de representación es política, pero también lo es, en igual medida, social.

Surgen así tareas para todos: cada uno debe interesarse e involucrarse más en lo público: desde el barrio, el trabajo, el centro de estudios, el gremio, la asociación. Y por qué no, en el servicio público y la política. Afortunadamente, parece estar agotándose el discurso antipolítico predominante en los últimos treinta años.

El drama de la representación


Artículo publicado en El Comercio, martes 1 de diciembre de 2020  

La representación política se parece a una relación de pareja: el vínculo aparece en circunstancias excepcionales que son muy difíciles de crear de manera premeditada; toma mucho tiempo y esfuerzo construir la identificación y la confianza, pero puede destruirse muy rápidamente, y casi siempre de manera irremediable. Cuando el vínculo funciona, se parece al hinchaje futbolístico: se mantiene la fidelidad a la institución, mientras los jugadores y dirigentes pasan; pero cuando hemos sufrido varias rupturas y decepciones sucesivas, simplemente ya no creemos en nadie, nos invade el cinismo y caemos en un círculo vicioso: somos extremadamente críticos con las ofertas que se nos hacen, lo que debilita las ofertas, que finalmente nunca nos satisfacen. Si bien la representación democrática está en cuestión y debate en todas partes, Perú destaca por tener unos de los sistemas de partidos menos institucionalizado.

Llevamos buen tiempo discutiendo el tema de la representación política. En realidad desde la transición democrática de 2001, donde un hito importante fue la ley de partidos de 2003. El tema fue perdiendo impulso conforme el crecimiento económico pareció soslayar la importancia de las instituciones públicas; avanzamos un poco reconociendo la importancia de la institucionalidad social. Pero desde 2016 volvió a ser un asunto relevante, y desde julio de 2018, con la convocatoria al referéndum sobre diversas  reformas institucionales, estamos debatiendo el asunto intensamente, y desde marzo de 2019 tenemos el insumo del informe de la Comisión de Reforma Política. Debemos continuar y ampliar esa discusión.

Un lema reiterado en las movilizaciones de la semana del 9 de noviembre fue “este Congreso no me representa”, a pesar de que lo elegimos apenas en el mes de enero. E iremos a las elecciones de abril sin haber implementado la reforma política con la lógica con la que había sido concebida. Así, tenemos 24 partidos políticos con inscripción que participarán en las próximas elecciones, pero que no despiertan mayor entusiasmo. En las elecciones internas realizadas este fin de semana, la mayoría de partidos optó por el mecanismo de selección de candidatos a través de un reducido número de delegados, o por elecciones entre sus militantes con listas únicas, lo que se tradujo en una ínfima participación. Solo en Acción Popular y el Partido Aprista hubo verdaderas elecciones, con varias candidaturas presidenciales y votación abierta por candidaturas al Congreso. No nos gustan los partidos existentes, pero tampoco hubo tiempo para que nuevas organizaciones lograran su inscripción. A pesar de que según la ONPE hay decenas de organizaciones intentando inscribirse, solo el Frente Esperanza de Fernando Olivera logró hacerlo.

Así, iremos a las elecciones de abril y muy probablemente tendremos resultados muy similares a los que hemos visto en los últimos años: un presidente sin partido propiamente dicho, sin un equipo de gobierno o cuadros técnicos que puedan ofrecer certidumbre respecto a su programa u orientación; que enfrentará un Congreso fragmentado, en el que resultará complicado armar una mayoría de gobierno; un Congreso con bancadas indisciplinadas y muchos representantes que seguirán lógicas individualistas y particularistas.

¿Qué hacer? No nos gusta lo que tenemos, pero tampoco aparecen alternativas claras en el horizonte. Lo que tenemos que entender a mi juicio es que no habrá soluciones mágicas, que solo saldremos lentamente con mucho esfuerzo colectivo y de concertación, pero siempre y cuando haya persistencia en un camino de reformas. El debate sobre la reforma política quedó inconcluso; además de los temas que quedaron a medias, hubo temas que nunca se llegaron propiamente a discutir, como la vuelta al sistema bicameral, la forma de elección de diputados y senadores, las relaciones entre las cámaras, las relaciones entre ejecutivo y legislativo. Ese debate nos podría haber ahorrado la crisis reciente. Y tampoco hemos discutido la reforma al sistema político en el ámbito regional y municipal. No habrá partido que sea por sí solo la llave de la solución: la clave está en un mayor involucramiento y vigilancia ciudadana.

Presente, pasado y futuro


Artículo publicado en El Comercio, martes 24 de noviembre de 2020 

Las últimas tres semanas han sido de un vértigo impresionante, y en este momento, marcado por el nuevo gobierno de Francisco Sagasti, la Presidencia del Consejo de Ministros liderada por Violeta Bermúdez y la Presidencia del Congreso por Mirtha Vásquez, prima la aceptación y cierta expectativa de cambio. Como ha sido resaltado ya, este desenlace no hubiera sido posible sin la respuesta y la movilización ciudadana, especialmente de los jóvenes, que pareciera anunciar la irrupción de una nueva generación en el espacio público.

Está muy bien dar cuenta de las novedades y potencialidades, pero tampoco debemos olvidar que hay importantes continuidades. La mayoría del Congreso que votó por la vacancia de Vizcarra y llevó a Manuel Merino a la presidencia sigue estando allí, el presidente Sagasti cuenta con una representación parlamentaria mínima, su Consejo de Ministros, integrado por excelentes profesionales, es una respuesta de emergencia e improvisada, y carece de operadores políticos que le proporcionen una primera línea de defensa. Y los límites en la actuación del Estado también siguen allí, en medio de la emergencia sanitaria y los desafíos de la reactivación económica.

Todos nos hemos sorprendido por la movilización de los jóvenes, y ciertamente les debemos en gran medida haber salido de un gobierno muy conservador y desconectado del sentir de la ciudadanía, y que en muy breve tiempo fue capaz de hacer mucho daño. No solo por la represión a las movilizaciones y su saldo en muertos y heridos, sino también por promulgar leyes como la que asigna dos puntos del IGV a gobiernos regionales que no son capaces de invertir bien los recursos que ya tienen, que compromete la estabilidad fiscal del próximo gobierno. Nos hemos asombrado por la masividad de la participación juvenil, mucho más allá de los núcleos más politizados tradicionales, hasta comprender skaters, otakus, y barristas de equipos de futbol. Llama la atención que apenas hace unos meses la imagen predominante, en medio de la epidemia sanitaria, era una en la que nuestros jóvenes eran vistos como individualistas y poco comprometidos, que no respetaban las disposiciones sanitarias, asistiendo a fiestas, practicando deporte y realizando actividades sin distanciamiento social, etc.

¿Era ese diagnóstico era equivocado, y en realidad nuestros jóvenes son la vanguardia del civismo y de la refundación de la república? Seguramente ni lo uno ni lo otro. Desde un trasfondo individualista, o basado en micro solidaridades, de un sentido común transgresor (tema en el que insistía mucho el sociólogo Gonzalo Portocarrero), y antipolítico, la conducta del Congreso terminó generando una sensación de agravio e indignación que despertó una movilización que terminó encauzándose en un sentido democrático. El Congreso, tradicional blanco de las iras ciudadanas, desnudó motivaciones subalternas, y entonces las redes que antes llevaban al ensimismamiento se convirtieron en estructuras de movilización, la supuesta enajenación se convirtió en un variado y novedoso repertorio de formas de protesta, que logró una masividad, espontaneidad, creatividad, descentralización y capacidad de convocatoria y adhesión impresionantes. Pero también es cierto que lo que fue un activo para la movilización, constituye un enorme desafío para construir una propuesta política concreta.

Una palabra también sobre el pasado. Llama la atención en esta coyuntura la miopía de muchos sectores, expresados en el breve gobierno de Manuel Merino, incapaces de entender la situación que enfrentaban. De un lado una derecha que percibe que todo es fruto de la manipulación del comunismo internacional (¿?), a la que había que responder con represión, como de sectores de la izquierda, que interpretan que tanto la vacancia de Vizcarra como la caída de Merino implican un cuestionamiento de fondo al neoliberalismo. Aún ahora no parecen sacar las lecciones de la experiencia que acabamos de vivir.

¿Cuánto de continuidad y cambio terminará imponiéndose? Buena parte se juega en el resultado de las elecciones del próximo año; y los problemas con la oferta política, atención, siguen siendo los mismos. 

miércoles, 18 de noviembre de 2020

De la oscuridad a la (débil) luz


 Artículo publicado en El Comercio, martes 17 de noviembre de 2020

Hace una semana escribía esta columna inmediatamente después de la votación del Congreso que declaró la vacancia de la Presidencia de la República; en este momento, el Congreso acaba de elegir como nuevo Presidente del Congreso, y futuro Presidente de la República, a Francisco Sagasti. Hace siete días decía que la vacancia expresaba una ambición de poder de cortísimo plazo, un acuerdo parlamentario suma de múltiples intereses particularistas, que enfrentaba un serio problema de legitimidad, y la posibilidad de múltiples manifestaciones de protesta, que podría llevar a la exacerbación, desde el ejecutivo, de lógicas populistas que habíamos visto dentro del parlamento.

¿Qué pasó en esta semana de vértigo? Manuel Merino, el efímero sucesor de Vizcarra, al menos pareció darse cuenta de que no podía armar un gobierno exclusivamente sobre la base de acuerdos parlamentarios particularistas. Apareció entonces la figura de Antero Flores Aráoz, un político conservador de larga trayectoria, pero que obtuvo apenas el 0.43% de los votos en la elección presidencial de 2016, y al que muchos daban ya por retirado. No era fácil armar un gabinete. ¿Quiénes aceptaron ser ministros en condiciones tan críticas? Personajes vinculados a sectores conservadores que obtuvieron un acceso inesperado al poder; críticos acérrimos de la gestión de Vizcarra; tecnócratas que privilegiaron velar por la estabilidad económica; y los que llegaron por razones más personales y cálculos propios. En conjunto, aceptaron quienes no les incomodó demasiado la declaratoria de vacancia, subestimaron los serios problemas de legitimidad y la magnitud de las protestas en ciernes.

Un gobierno de estas características galvanizó una oposición muy amplia: desde sectores más politizados, que temían la postergación de las elecciones, una elección “a medida” de los nuevos miembros del Tribunal Constitucional, o retrocesos en la reforma universitaria; sectores liberales y progresistas y colectivos que cuestionaban la presencia de personajes vinculados a sectores conservadores que parecían poner en peligro la agenda de género y otras banderas; llegando a movilizar incluso el sentimiento antipolítico descargado contra un Congreso percibido como la encarnación del estereotipo de los “políticos solo interesados en ellos mismos”. Las protestas iniciales ganaron mayor impulso ante signos preocupantes del nuevo gobierno: Flores Aráoz minimizaba y declaraba “no entender” el por qué de las protestas; que se le darían “nuevas oportunidades” a universidades que no obtuvieron el licenciamiento en medio de la reforma universitaria; el pedido de renuncia de la ministra de justicia al procurador general Daniel Soria, que ponía en riesgo el fallo del Tribunal Constitucional sobre la constitucionalidad de la declaratoria de vacancia del presidente Vizcarra; y declaraciones del Ministro del Interior minimizando múltiples y documentadas denuncias de excesos policiales en la contención de las protestas sociales. 

Así, las primeras señales del nuevo gobierno destruyeron la poca credibilidad que podría tener; segundo, atizaron las protestas, que se expresaron en manifestaciones masivas en todo el país, lideradas por jóvenes “autoconvocados”, actuando con mucha espontaneidad; y tercero, empezaron a generar en sectores cercanos o neutrales frente al gobierno dudas de si sería capaz de hacerse cargo de la situación. En efecto, al crecer las protestas, la represión policial resultó excesiva, descontrolada y en extremo criminal, dado lugar a la muerte de dos jóvenes manifestantes y decenas de heridos. Así, con el paso de los días y de las horas, el gobierno de Merino fue perdiendo apoyo; los propios parlamentarios que apoyaron la vacancia empezaron a recular y, de manera inédita, líderes empresariales expresaron públicamente su apoyo a las protestas. Una vez que se conoció de las muertes de dos manifestantes por culpa de la mala actuación de la policía, la continuidad de Merino resultó insostenible.

La mayoría congresal que declaró la vacancia de Vizcarra se resistió hasta el final a perder el control, pero la presión pública lo hizo inevitable. La elección de Francisco Sagasti, y las jornadas de protesta, lideradas por jóvenes que demostraron gran civismo y compromiso democrático, abren una luz de esperanza en el país.

¿Existe alguna salida?

Artículo publicado en El Comercio, martes 10 de noviembre de 2020 

Escribo este artículo apresuradamente después de la votación del Congreso que declaró la vacancia de la Presidencia de la República, invocando la “incapacidad moral permanente” del Presidente Vizcarra. Más temprano, antes del inicio del debate en el pleno, parecía dificil que se alcanzaran los 87 votos necesarios, considerando que no existe a la fecha información o denuncias que ameriten una decisión de este tipo, que además interpreta de manera exageradamente elástica y peligrosa la Constitución. Ciertamente, al Sr. Vizcarra se le debe investigar con rigor y eventualmente acusar al terminar su mandato el 29 de julio del próximo año, aunque, considerando los tiempos que suele manejar la Fiscalía, nada asegura de que así sea.

Pero la ambición de poder de cortísimo plazo terminó primando: la facción de Acción Popular que estaba en contra de la vacancia terminó plegándose a los obnubilados por establecer un gobierno parlamentario; Alianza para el Progreso, a través de César Acuña, anunció que votaría en contra, y terminó votando a favor. Fuerza Popular, a través de Keiko Fujimori, anunció que en esta “nueva etapa” apoyarían la gobernabilidad del país, y también cambió de posición. Pero no solo ellos: parlamentarios de Podemos, Somos Perú y Frente Amplio también se sumaron, y así se llegaron a los 105 votos, que siguieron una iniciativa de UPP que invoca la lucha contra la corrupción, cuando lo que pretenden es impulsar su propia agenda: indulto para Antauro Humala, nueva Constitución, pena de muerte, populismo autoritario. El cambio y la alta votación es fruto de un acuerdo político, de una suerte de repartija parlamentaria, que se verá en el Consejo de Ministros del presidente Merino, y de los nombramientos de funcionarios que se planean para las próximas semanas y meses.

Lamentablemente, a pesar de la cuestionable interpretación constitucional que ha producido este resultado, impugnarlo por vías legales parece inviable. Es lo que le ocurrió al Congreso disuelto en setiembre del año pasado: los recursos legales no podían llegar a tiempo (y cuando llegaron no les dieron la razón) para impedir la elección del Congreso actual. Ahora, el Presidente Vizcarra tampoco puede iniciar una batalla legal cuando el Presidente del Congreso ya ha convocado a su ceremonia de juramentación como Presidente de la República para mañana por la tarde. Probablemente, consciente de ello, el Presidente Vizcarra anunció que dejará Palacio de Gobierno esta noche.

Pero Manuel Merino no debería obviar que han vacado a un Presidente que contaba con un 60% de aprobación a su gestión; que un 95% estaba de acuerdo con que sea investigado por la Fiscalía y termine su gobierno; que un 77% considera que la vacancia podría afectar a la economía; un 67% a la lucha contra el Covid-19, y un 64% a la realización de las elecciones del próximo año. Al mismo tiempo que un 65% de los encuestados desaprueba el desempeño del Congreso, según la encuesta del Instituto de Estudios Peruanos de octubre. Debería ser consciente de que un gobierno fruto de una repartija parlamentaria nos condena a una continua crisis de legitimidad, que resulta peligrosísima en medio de la emergencia sanitaria, de la necesaria reactivación económica, de tener elecciones y una transición mínimamente ordenada. Otro gran peligro: populismo demagógico express buscando la legitimidad de la que carece.

Muy probablemente tengamos múltiples manifestaciones de protesta y se hará evidente el aislamiento de un gobierno exclusivamente parlamentario ante la sociedad. Si el gobierno de Vizcarra parecía débil y aislado, ahora comprobaremos el viejo adagio de que siempre se puede estar peor; aislado no ante el Congreso, sino ante la sociedad. ¿Hay salida a esta situación? La clave es que Merino tome consciencia de que ya no puede pensar como Presidente del Congreso, sino como Jefe de Estado. El país es mucho más grande y complejo que las negociaciones entre bancadas en la junta de portavoces.

Elecciones internas y democracia


Artículo publicado en El Comercio, martes 3 de noviembre de 2020 

El sábado pasado los 24 partidos políticos con registro electoral presentaron sus listas de precandidatos a la Presidencia y al Congreso de la República. Es la primera vez que tendremos elecciones internas organizadas por los organismos electorales, lo que ayudará a tener procesos transparentes. Lamentablemente, las restricciones que impuso la emergencia sanitaria, cierta indecisión por parte del JNE y la reticencia del actual Congreso para implementar reformas más audaces, nos conducen hacia elecciones internas bastante mediatizadas, donde cada partido decide la modalidad de elección. Pero igual aparecen lecciones interesantes.

Respecto a las candidaturas presidenciales, solo Acción Popular, Partido Morado, Partido Aprista Peruano, Todos por el Perú y Renacimiento Unido tendrán elecciones con más de una “fórmula”. Muy bien por ellos, porque en los otros las elecciones internas podrían ser una burla para los militantes y electores. En los tres primeros casos, se trata de partidos con una mínima vida y estructura interna, que se expresa en tendencias, facciones, y está muy bien que las disputas se diriman mediante el voto directo de los afiliados. La competencia  resulta saludable, siempre y cuando no se convierta en una disputa cainita. En los otros dos casos la competencia la definirá una asamblea de delegados; en Todos por el Perú la competencia parece expresar los conflictos por el control de la inscripción del partido, antes que la existencia de tendencias. Renacimiento Unido, de Ciro Gálvez, es una inscripción que busca la sobrevivencia, después de intentos de alianzas fallidas con Siempre Unidos de Felipe Castillo y con Antauro Humala. En medio de ese panorama, busca hacerse un espacio el recién llegado Richard Arce.

Los partidos que tienen lista única para definir la candidatura presidencial al menos deberían hacer el esfuerzo de tener elecciones competitivas para definir las candidaturas al Congreso. Si no hay más de una lista, se debe asegurar que sea el voto el que defina quiénes terminan siendo parte de la misma, y en qué orden. Lo mismo para quienes han optado por definir candidaturas en asambleas de delegados: si las listas de delegados son únicas, o no hay posibilidad de presentar candidaturas individuales, la democracia interna es una ficción.

Ahora, en medio de este panorama, cabe hacerse la pregunta, ¿qué implicancias tiene todo esto? Porque no es cierto que los partidos que actúen de manera más democrática tendrán mejores perspectivas electorales. Ellas dependen de muchos factores, de hecho, las preferencias electorales parecen seguir principalmente a la imagen o simpatía que despiertan los candidatos presidenciales. De allí que partidos en riesgo de perder la inscripción se apresuren en recibir candidatos percibidos con alguna viabilidad, como Restauración Nacional, Somos Perú o Avanza País, aunque no haya mayor coherencia en esas decisiones (otros como Solidaridad Nacional, partido personalista que perdió su razón de ser, fue “traspasado” a un nuevo “dueño” como Rafal López Aliaga, al mismo tiempo su principal financista).

La principal virtud de estos comicios internos es que desnudará la realidad de cada partido: veremos cuán realista es su padrón de afiliados, cuánto compromiso se tiene con la paridad y alternancia, con el ejercicio de la democracia, y cómo es que funciona de manera interna; y todo esto es información útil para los electores. Además, ayuda a hacer previsiones respecto a lo que sucederá con esos partidos en el futuro, su cohesión o posibilidades de consolidación a largo plazo. Un dilema que se debe enfrentar es la tentación de hacer jales “llamativos” que luego atenten contra la cohesión y disciplina interna; o encerrarse en los cuadros de siempre, pero que no son capaces de ganar votos en la arena electoral.

Lo bueno de la elección de 2021 es que será un momento de “reseteo” del sistema de partidos. Los que no pasen la barrera electoral perderán la inscripción, y los actores políticos deberán, o integrarse a los partidos existentes, o esforzarse en construir una organización con un mínimo de coherencia.

Perú: ¿imagen del futuro?



Artículo publicado en El Comercio, martes 27 de octubre de 2020 

En noviembre de 2016, el colega Juan Pablo Luna publicó un artículo muy provocador, bajo el título “Perú, ¿el futuro político de Chile?”. Luna proponía romper con la idea de que Chile era un país con una institucionalidad avanzada que a la que los demás países debían aspirar, sino que más bien Chile mostraba signos de descomposición partidaria de los que Perú era la ilustración más clara. A estas alturas, resulta evidente que, en efecto, Chile está atravesando una profunda crisis de representación. Los resultados del plebiscito del domingo cierran simbólicamente una larga etapa, y queda por verse si estaremos ante el inicio de una nueva y superior etapa, o una espiral de creciente desafección, confrontación política y problemas de gobernabilidad.

Pero Perú puede ser visto como una referencia del futuro posible en más de un caso. Recordemos que Perú con Fujimori fue el pionero en la gestación del “autoritarismo competitivo”: no era una dictadura convencional, mantenía en principio las formalidades democráticas, pero en realidad se trataba de un sistema de partido hegemónico, donde los controles democráticos horizontales (autonomía y equilibrio entre poderes del Estado) estaban muy limitados, y la oposición tenía muy limitadas opciones para competir; donde el partido hegemónico (en este caso el fujimorismo) se asentaba en un importante respaldo popular, que le permitía “exponerse” y legitimarse mediante los resultados electorales. La fórmula triunfo electoral – cierre del Congreso - nueva Constitución – consolidación de una nueva forma de régimen, fue iniciada por Fujimori, pero fue seguida, con sus singularidades, por Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador, a pesar de sus notables diferencias ideológicas.

Perú empezó antes, y terminó antes también. El fujimorismo de la década de los años noventa enfrentó el dilema de institucionalizarse, democratizarse y permitir la alternancia, pero optó por jugarse el todo por la reelección en el año 2000, violando la propia Constitución de 1993 y descabezando el Tribunal Constitucional. Si bien logró la reelección, quedó tan deslegitimado en el proceso que Alberto Fujimori terminó renunciando y huyendo del país en ese mismo año. En 2019, Evo Morales también optó por ignorar la propia Constitución de 2009, el referéndum de 2016, y tentar una nueva reelección, que generó una crisis que ya no pudo controlar, y que desencadenó el golpe del año pasado. En otros contextos, el PRI mexicano bloqueó la alternancia hasta el año 1988, pero tuvo que terminar aceptándola en 2000. Rafael Correa también apostó por un sucesor en 2017, y se dio la alternancia con Lenin Moreno. Vistas las cosas desde esta perspectiva, mucho le hubiera Morales evitado a Bolivia si desde 2016 promovía la candidatura del electo Luis Arce.

¿Qué pasa en una democracia después de un partido hegemónico? En nuestro país el fujimorismo parecía desaparecer en 2001, pero luego se reconstituyó en 2006, y llegó hasta la segunda vuelta en 2011 y 2016, incluso logrando en este último año la mayoría absoluta del Congreso. Los años en el poder dejan huella. El PRI volvió al poder en 2012 con Enrique Peña Nieto, no debería sorprendernos tanto el reciente triunfo del MAS, así como la posibilidad de un candidato asociado a Correa en las elecciones de febrero del próximo año. Manteniendo las distancias, el peronismo también volvió al poder en 2019, y ello fue facilitado porque Cristina Fernández entendió que su figura era polarizante y promovió la candidatura de Alberto Fernández. El gran desafío de estas “vueltas” es asumir que se trata de un nuevo contexto, que resulta necesario abandonar lógicas autoritarias y confrontacionales; de lo que se trata es de mantener y consolidar los logros en inclusión y políticas sociales, pero trabajar también en la construcción institucional democrática. Las declaraciones iniciales de Luis Arce en Bolivia marcan una pauta que permite abrigar optimismo.

Mejorar la oferta y la demanda política

Artículo publicado en El Comercio, martes 20 de octubre de 2020

Hay que ser optimista: cuando todo te parezca mal, piensa en que todo puede ser siempre aún peor. Desde inicios de siglo decíamos que en Perú no existen partidos políticos propiamente dichos, ni un sistema de partidos entre ellos; que nuestra política estaba signada por el personalismo, la improvisación y el cortoplacismo; por la volatilidad extrema y escasa legitimidad.

Pero la elección que viene parece notoriamente peor que las anteriores. La postergación de una reforma política ha inflado el registro electoral, llegando a 24 partidos, de los que la mayoría no son sino un cascarón. Esta vez quienes no participen perderán la inscripción, así que tendremos la elección con más candidatos de nuestra historia reciente. La emergencia sanitaria limitó la aplicación de una a su vez limitada reforma política, con lo que no pudieron inscribirse organizaciones nuevas, no pudieron realizarse elecciones primarias (mecanismo democrático de selección de candidatos y filtro para sacar de la competencia y del registro a partidos sin respaldo), no pudo regir el requisito de al menos un año de militancia en algún partido para poder postular a algún cargo de elección. Por ello hemos asistido al espectáculo de inscripciones de última hora en diferentes partidos, que éstos acogen gustosos al no tener candidatos ni propuestas ni viabilidad propia.

Se dice, con razón, que los electores debemos meditar bien nuestro voto. La tarea se complica por el alto número de candidatos presidenciales, a los que se sumarán los candidatos al Congreso con voto preferencial; y se complica más porque no será posible hacer publicidad en medios masivos, y porque la epidemia limitará las actividades presenciales de campaña. Afortunadamente se amplió la franja electoral, pero igual habrá confusión. En otros contextos los partidos con más historia y trayectoria estructuran mínimamente la competencia, pero acá éstos se juegan la sobrevivencia, y la contienda parece definirse entre partidos nuevos o partidos más viejos pero “refundados” por completo con nuevos dirigentes y logos, es decir, son también partidos nuevos. Así, no basta apelar a la demanda política. Se tiene que mejorar la oferta. Pero en medio de los problemas de representación que vivimos, se hace difícil convencer a ciudadanos capaces y bien intencionados para participar en política. Además, con tantos partidos y candidaturas los cuadros más atractivos, que existen en muchas tiendas, aparecen dispersos y con oportunidades escasas. Y lamentablemente, para estas elecciones la mayoría de partidos ha optado por mecanismos poco democráticos para seleccionar candidatos (asambleas de delegados elegidos por listas únicas).

Y hay un gran problema de fondo, de carácter “sociológico” si se quiere, que es la gran distancia que existe en nuestro país entre la élite económica, cultural y social, y la ciudadanía en general, y la distancia entre ésta y la actividad política en general. Esta distancia solía ser reducida, precisamente, por la existencia de partidos, ideologías, apuestas políticas capaces de ser punto de encuentro entre identidades diversas en todo el territorio. En su momento, el APRA, la izquierda, el socialcristianismo, Acción Popular, fueron motores articuladores. Ahora estos y otros grupos políticos parecen reducidos a muy pequeños núcleos, y a la expresión de intereses muy segmentados y particulares, y muy lejanos a los procesos sociales que han dado lugar a la actual fisonomía del país. De allí la distancia que se percibe entre las preferencias de las elites y las de los ciudadanos en general. Y los peruanos que expresan mejor el país forjado en los últimos años no parecen tener capacidad ni interés en saltar de la esfera social a la política.

De estos problemas no se sale fácilmente, y requerirá de mucho esfuerzo sostenido a lo largo de mucho tiempo. En lo inmediato, habría que persistir en reformas como la vuelta a un sistema bicameral, con un rediseño de las circunscripciones electorales, y plantear a los candidatos de las próximas elecciones un compromiso para completar la reforma inconclusa.

Sobre la vacancia presidencial


 Artículo publicado en El Comercio, martes 22 de septiembre de 2020 

El pasado viernes se votó una moción de vacancia presidencial, que mantuvo en vilo al país. Afortunadamente fue rechazada, como lo fue el martes pasado la moción de censura a la ministra de economía. Digo afortunadamente porque en ambos casos parece claro que su aprobación no solucionaba ningún problema y, al contrario, más bien los agravaba. Digamos que al borde del precipicio primó la sensatez en los grupos obligados por su representación y aspiraciones a tenerla, concretamente Acción Popular y Alianza para el Progreso.

Pero, ¿cómo pudimos llegar hasta aquí? Conversando con colegas extranjeros, es difícil de explicar de qué manera una presunta contratación irregular de servicios profesionales en un ministerio (cosa que no está bien, pero que ocurre todo el tiempo en todos los países del mundo), puede terminar con la destitución de un presidente. Entenderlo requiere explicar que después de tantos escándalos de corrupción en los últimos años, y del uso reiterado de esa bandera por parte del gobierno, la opinión pública se muestra extremadamente sensible respecto a ese tema; habría que añadir que el gobierno ha dado explicaciones que no suenan convincentes; y además que desde los “vladivideos” en nuestro país se ha vuelto una práctica utilizar audios, videos y pantallazos como mecanismo de denuncia, extorsión, y mecanismo para dirimir disputas políticas. Los audios en cuestión, que siguen apareciendo y son “dosificados” para maximizar su impacto, afectan seriamente la imagen de la Presidencia y a estas alturas se requieren más y mejores explicaciones. No parece bastar “ponerse a disposición” de la Fiscalía.

Pero hasta acá la explicación no es suficiente; habría que añadir la extrema vulnerabilidad y debilidad de un gobierno que se encontró accidentalmente con el poder; que no tiene partido ni representación parlamentaria. Además, sumar el hecho de que estamos ante un gobierno encabezado por un primer vicepresidente que ya no está más acompañado por la segunda vicepresidenta, con lo que su caída implicaba que el gobierno pasara al Presidente del Congreso. Como que la tentación de un gobierno parlamentario parece difícil de resistir, a pesar de que ya están convocadas las elecciones y de que del manejo de la emergencia sanitaria y de la reactivación económica sería prácticamente imposible no salir políticamente chamuscado. Finalmente, hay que sumar el hecho de la peculiar composición de nuestro parlamento. Vistas las cosas desde enero, uno hubiera esperado que la suma de los votos de bancadas “moderadas” como las de AP, APP, SP y PM le hubiera dado cierta estabilidad al parlamento. De hecho esos votos fueron claves para que se rechazaran las mociones votadas la semana pasada, pero las divisiones y la imprevisibilidad de las decisiones en grupos como AP, APP y SP pusieron una cuota de dramatismo que nunca debió darse.

Digamos en suma que estamos ante un conjunto de situaciones excepcionales que explican que hayamos llegado hasta aquí. La complicación es que los problemas de fondo siguen estando allí: desde Palacio de Gobierno no llegan todavía explicaciones suficientes, los audios siguen apareciendo, los cuestionamientos se multiplican. El Congreso parece dispuesto a recuperar la iniciativa, reivindicando legislación en temas económicos con posturas populistas. Los próximos meses pueden ser nefastos para la estabilidad política y económica del país, y comprometer los esfuerzos necesarios para salir del hoyo en el que hemos caído por la crisis sanitaria y la recesión.

¿Qué hacer? Urge que desde Presidencia se den mayores y mejores explicaciones, que permitan separar las investigaciones fiscales del manejo del gobierno. Y se hace más necesario un mayor protagonismo del Presidente del Consejo de Ministros y de los ministros en sus temas sectoriales. Son ellos los que deben buscar recomponer la relación con el Congreso; y nuevamente, buena parte de la salida está también en que Acción Popular, Alianza para el Progreso y otros grupos asuman que seguir la agenda de grupos como UPP o Podemos no es buen negocio para ellos.

De las paradojas a la coherencia (2)


 Artículo publicado en El Comercio, martes 13 de octubre de 2020 

Hace unas semanas comentaba cómo Perú llamaba la atención hasta hace algunos años por sus paradojas, y ahora más bien preocupa por la posibilidad de su coherencia. Me refiero a la paradoja de cómo así el país podía ser uno de los líderes de crecimiento económico y reducción de la pobreza de la región, al mismo tiempo que mostraba instituciones políticas frágiles, partidos y un sistema de partidos prácticamente inexistentes como tales, que se expresaban en muy bajos niveles de legitimidad del sistema político. Hoy, más bien preocupa un escenario dominado por partidos improvisados y volátiles, sin perfiles ideológicos, identitarios o programáticos distinguibles, organizados alrededor de liderazgos personalistas, rodeados de entornos oportunistas; que siguen lógicas marcadas por el cortoplacismo, sometidos a las presiones de intereses particulares como a las mareas de la opinión pública. Este tipo de actores, como resulta esperable, toman decisiones que pueden terminar afectando negativamente el crecimiento económico y la reducción de la pobreza, y ahondar los problemas de legitimidad del sistema político. El Congreso actual parece dominado por partidos indisciplinados, sin orientaciones claras, donde se toman decisiones apresuradas buscando un aplauso fácil, pero comprometiendo políticas esenciales. Recientemente, por ejemplo, la reposición de más de catorce mil docentes de la escuela pública que no aprobaron o no se presentaron a la evaluación de ingreso a la carrera pública magisterial en 2014; decisión que atenta gravemente contra el principio meritocrático de la reforma educativa.

Ciertamente, no estamos condenados a caer en una espiral de demagogia y destrucción institucional, aunque el riesgo ciertamente existe. Todo depende de qué ocurra en las elecciones generales del próximo año, y los ciudadanos debemos no solo evaluar muy cuidadosamente a quién le damos nuestro voto, también vigilar las conductas de todos los partidos en competencia. Por ejemplo, en los próximos días se establecerán las reglas para las elecciones internas de cada partido político, de las que saldrá la lista de candidatos a la presidencia, vicepresidencias y el Congreso. Este proceso, que se realizará por primera vez de manera transparente organizado por la ONPE, ayudará a desnudar la verdadera naturaleza de los 24 partidos que en principio participarán en las elecciones. ¿Cuáles realizarán elecciones internas verdaderamente democráticas y cuáles harán remedos de ella? ¿Qué partidos cumplirán con el principio de paridad y alternancia buscando dar más participación y poder a las mujeres, y qué otros cumplirán con la literalidad pero no con el espíritu de la norma?

Otro elemento estabilizador, además de la vigilancia de los ciudadanos y de la opinión pública, podría estar en el cambio en las preferencias electorales ocurridas en las últimas décadas. En ellas hemos visto una tendencia creciente de favorecer opciones moderadas, bastante extendida en todo el país. Son ellas las que permitieron el triunfo de Alejandro Toledo frente a Alan García en 2001, de García frente a Ollanta Humala en 2006, del propio Humala frente a Keiko Fujimori en 2011, y de Pedro Pablo Kuczynski tanto frente a Verónica Mendoza en la primera vuelta como frente a K. Fujimori en la segunda vuelta de las elecciones de 2016. ¿Se mantendrá esa lógica?

Finalmente, está por verse la capacidad de resistencia e iniciativa política de los islotes de eficiencia y capacidades técnicas en áreas clave del Estado. Pero para ello urge que ese mundo “tecnocrático” sea capaz de hacer política, de explicar, persuadir, y sobre todo proponer salidas a los problemas reales que los políticos tienen un gran instinto para detectar. Así, una gran iniciativa del MEF ha permitido trabajar junto al Congreso una salida a la propuesta de “devolución de aportes” a los contribuyentes al sistema nacional de pensiones. Algo equivalente corresponde hacer con la ley de la carrera pública magisterial; alguna salida deben tener los docentes sin capacidad de aprobar evaluaciones. Poner el énfasis en la capacitación y formación docente, o crear oportunidades de empleo y reconversión sería clave.

Sobre las elecciones de 2021


Artículo publicado en El Comercio, martes 6 de octubre de 2020

Las elecciones del 2021 serán muy particulares, no solo porque se realizarán en un contexto de pandemia, también por la proliferación y debilidad de las candidaturas. En 1985, 1990, 2000 y 2001 tuvimos entre 8 y 9 candidaturas presidenciales; 10 en 2016, 11 en 2011, 14 en 1995, 15 en 1980, y la más congestionada fue la de 2006, con 20 candidatos presidenciales y 24 listas al parlamento. Sin embargo, con miras a esa elección, hacia el mes de octubre 2005 las encuestas de intención de voto claramente ubicaban algunos candidatos favoritos, como Lourdes Flores, Alan García y Valentín Paniagua, y esas preferencias estructuraban la competencia electoral. En general, en las últimas elecciones nos habituamos a un esquema en el cual intuíamos entre quiénes estaría la disputa por llegar a la segunda vuelta, empezando por los protagonistas de la elección anterior, y dejábamos un espacio en blanco para un “candidato sorpresa”, que en 2006 terminó siendo Ollanta Humala.

Repasemos. En 2001, sabíamos que Toledo ganaría la primera minoría en la primera vuelta, no nos imaginábamos que Alan García desplazaría a Lourdes Flores para llegar a la segunda. Frente a las elecciones de 2011, hacia octubre de 2010, veíamos que la segunda vuelta se definiría entre Luis Castañeda, Keiko Fujimori, Alejandro Toledo y Ollanta Humala, e inesperadamente Pedro Pablo Kuczynski terminó en tercer lugar. Frente a las elecciones de 2016, Keiko Fujimori parecía entrar de todas maneras en segunda vuelta ya hacia octubre de 2015, y los demás protagonistas parecían ser Kuczynski, Alan García y César Acuña; inesperadamente, Verónica Mendoza terminó en el tercer lugar. Además, la preeminencia de algunos actores generaba una dinámica de alineamientos y oposiciones que estructuraba la campaña. En 2001 la vuelta de García animó y polarizó la campaña; en 2006 y 2011, el “temor” para algunos del triunfo de un candidato “radical” como Ollanta Humala; en 2011 y 2016 el rechazo al fujimorismo.

El punto es que hacia el mes de octubre del año previo a las elecciones, teníamos ya relativamente definido un elenco central de candidatos, cosa que no ocurre en esta ocasión; y al no haber candidatos fuertes, tampoco hay grandes alineamientos o lógicas polarizantes. Las encuestas sugieren que George Forsyth encabeza hoy las preferencias electorales, pero no es claro si será candidato o qué tipo de candidato será. Por debajo de él aparecen candidaturas con respaldos muy escasos por ahora. Basándonos en la experiencia previa, podríamos anticipar que Keiko Fujimori, Ollanta Humala, César Acuña y Julio Guzmán podrían tener opción de entrar a segunda vuelta; tal vez Verónica Mendoza y Alfredo Barnechea, si es que lograran las nominaciones de sus partidos. Luego, entre los “primerizos” que apuestan por una sorpresa, destaca Daniel Urresti, seguido de un un grupo grande de candidatos que siente que tiene opción en un contexto en el que nadie tiene una ventaja clara.

Una luz de esperanza era que en este ocasión, por primera vez, la ONPE estará a cargo de las elecciones internas de los partidos, programadas para finales de noviembre, con lo que el escrutinio a los candidatos podría empezar un poco antes que en elecciones anteriores, lo que facilitaría tomar mejores decisiones. Lamentablemente, la ley abrió la posibilidad de elegir candidatos en convención de delegados, y la reglamentación de estas ha permitido que las elecciones de éstos puedan hacerse mediante un sistema de listas únicas, con lo cual las elecciones terminan siendo una burla. Las elecciones internas debieron sustituir a las elecciones primarias, suspendidas por la epidemia, con elección de candidatos individuales.

El único consuelo es que, después de las elecciones de 2021, muchos partidos cascarón perderán su registro, y de allí en adelante las nuevas reglas de la reforma política podrán empezar a hacerse sentir. Por supuesto, el cambio de la política no depende solo de un cambio de reglas, pero por ahí podría empezar.

Sobre partidos y candidatos, otra vez


Artículo publicado en El Comercio, martes 29 de septiembre de 2020 

El 9 de noviembre del año pasado, en medio del proceso de selección de candidatos al Congreso para las elecciones del 26 de enero, decíamos que vivimos en un mundo de partidos sin políticos y políticos sin partido, en el que ya se ha hecho costumbre “lanzar” primero una candidatura y después encontrar el vehículo para llegar al cargo. Si bien se trató de una elección excepcional que tomó a todos los partidos sin la debida preparación, en medio de una reforma política inconclusa, las reformas que se aprobaron en el Congreso y que fueron promulgadas por el ejecutivo en agosto del año pasado en el marco de la reforma política no entraron en vigencia. Es más, la elección de 2020 debió servir como filtro para las elecciones de 2021, pero el JNE decidió no aplicar lo establecido por la ley en cuanto a la cancelación del registro de organizaciones políticas. De esta manera, vamos a las próximas elecciones con 24 partidos inscritos, en vez de nueve, que son los que obtuvieron representación parlamentaria. 

Además, por las restricciones de la emergencia sanitaria y cierta indefinición del JNE, los partidos inscritos no llegaron a adecuarse a las nuevas exigencias de la ley (solo diez cuentan con el número de afiliados requerido, por ejemplo); al mismo tiempo, los partidos nuevos que estaban intentando inscribirse tampoco pudieron hacerlo, así que al final tenemos mucho de lo que no nos entusiasma y muy poco de que quisiéramos. En este marco observamos cómo diferentes personalidades improvisadamente se apresuran a inscribirse en algún partido para poder participar en las elecciones internas; nuevamente, la emergencia hizo que no se considerara el plazo de inscripción de seis meses, que ya era una excepción, porque el plazo que establece la ley es de un año. Las reglas vigentes establecen además que los partidos que no participen perderán su inscripción; al mismo tiempo, el recurso de esconderse al interior de alguna alianza para sobrevivir no está disponible, porque la ley electoral establece que la barrera electoral para entrar al Congreso, del 5% de los votos válidos, aumenta en un punto por cada socio. Así, lo más probable es que casi todas candidaturas avancen hasta el final.

Finalmente, a pesar de que en agosto del año pasado se eliminó el voto preferencial, mediante una disposición transitoria se mantiene para el 2021; la justificación es que con la suspensión de las elecciones primarias abiertas, nuevamente, como consecuencia de la epidemia, se hacía necesario mantenerlo. Creo que fue un error: dado que tendremos elecciones internas organizadas por la ONPE bajo el mecanismo de un militante un voto, podríamos haber establecido un mínimo de participación para poder seguir en carrera y eliminado el voto preferencial. Así nos evitaríamos tener 24 listas en competencia, cada una con 130 candidatos haciendo campañas personalistas. Lamentablemente, no se aprobó ni lo uno ni lo otro. Esto dará lugar a una campaña con serios problemas de comunicación, sin actividades presenciales, y sin la posibilidad de contratar publicidad política en medios masivos.

Así, vamos a esta elección con una reforma muy a medias: del paquete presentado por la Comisión de Reforma Política, solo están en vigencia el impedimento para postular a los sentenciados en primera instancia, una mejora en las reglas de control del financiamiento partidario, la paridad y alternancia de género (limitada por el voto preferencial) y la organización de elecciones internas a cargo de la ONPE.

 El panorama no luce muy atractivo para las elecciones del bicentenario. Intentando ser optimistas, consideremos que estas elecciones serán de alguna manera el punto de “reset” del sistema: después de ellas, los partidos sin respaldo perderán la inscripción; los nuevos partidos se tendrán que inscribir con nuevas reglas; y de allí en adelante, tendríamos elecciones primarias abiertas, paridad y alternancia de género, sin voto preferencial. Si avanzáramos además en volver a un sistema bicameral, podríamos dar otro paso importante adelante.

martes, 17 de noviembre de 2020

De las paradojas a la coherencia


Artículo publicado en El Comercio, martes 15 de septiembre de 2020 

En las últimas tres décadas, desde las ciencias sociales en general y desde la ciencia política en particular, hemos llamando la atención sobre diversas paradojas peruanas, que nos hacían singulares en el marco de la región. En la primera mitad de la década de los años noventa señalábamos que, mientras que en toda la región la implementación exitosa de políticas de ajuste estructural y de reformas orientadas al mercado legitimaron sus sistemas de partidos, en Perú condujeron a su colapso. Más adelante, veíamos cómo se separaba la dinámica de un relativamente buen desempeño económico de una institucionalidad estatal y política cada vez más precaria, con un régimen autoritario, con crecientes niveles de corrupción. Más adelante, ya en en el nuevo siglo, notábamos la coexistencia entre, de un lado, crecimiento económico y reducción de la pobreza y del otro, altos niveles de descontento e insatisfacción social. Así como la paradoja de la coexistencia entre crecimiento económico y reducción de la pobreza y la continuidad de instituciones públicas muy precarias y la inexistencia de un sistema de partidos propiamente dicho. Así logramos el periodo más largo e incluyente de continuidad democrática de nuestra historia, con muy bajos niveles de satisfacción con el funcionamiento de la misma y de apoyo al sistema político, sus instituciones y actores, así como muy bajos niveles de aprobación a la gestión de los presidentes, de entre los más bajos de América Latina.

Veíamos que, inesperadamente, el hecho de que los presidentes ejercieran el poder sin tener partidos políticos y cuadros propiamente dichos, permitió que áreas clave del sector público empezaran a ser manejadas por técnicos independientes. Esto empezó con el fujimorismo, y Alejandro Toledo consolidó ese camino. Alan García ganó como candidato del APRA y ciertamente el partido pasó a ocupar mayores espacios en el sector público; sin embargo, García gobernó personalista antes que partidariamente, y también descansó en la convocatoria a independientes. Ollanta Humala ganó la elección encabezando una alianza de diferentes sectores de izquierda, que rápidamente dejó de lado para optar por un manejo ortodoxo, que también descansó en cuadros independientes. La economía empezó a crecer sostenidamente desde 2002, estimulada por la subida de los precios de nuestros productos de exportación, por lo que ni García en 2006, ni Humala en 2011, tenían incentivos para poner en riesgo una dinámica que permitía aumentar los ingresos y gastos fiscales. Al inicio, esta tecnocracia se concentró en las áreas vinculadas al manejo macroeconómico; con los años esas élites pasaron a tener mayor influencia sobre áreas sociales del Estado. Pasamos así de la existencia de ciertas “islas de eficiencia” a la constitución de “archipiélagos” dentro del sector público. Criticamos durante muchos años, seguramente con razón, la soberbia de ese “saber” tecnocrático y sus sesgos, y deseábamos otro estilo de manejo económico. Pero cuidado con que a veces, los deseos se hacen realidad.

Hoy, pareciera que pasamos de las paradojas a la coherencia: políticos y organizaciones irresponsables, cortoplacistas, sin límites institucionales, toman decisiones catastróficas para el desempeño económico y el combate a la epidemia. Ahora todo parece encajar y corresponderse. Sin partidos, la política se llena de liderazgos precarios, donde proliferan entornos oportunistas, mediocres, inescrupulosos. Partidos sin orientaciones programáticas claras, resultan imprevisibles en sus decisiones, que se toman según soplen los vientos de la opinión pública. Políticos cortoplacistas desafían la voz de los técnicos y de los expertos, en nombre de los impostergables intereses populares. A esto habría que sumar la debilidad y escasa legitimidad ante la ciudadanía de las instituciones y gremios de la sociedad civil, el oportunismo de los medios de comunicación, el desinterés de la opinión pública en los asuntos públicos, su proclividad a dejarse llevar por medios sensacionalistas.

¿Qué hacer? Seguiré la próxima semana.

El poder del MEF

Artículo publicado en El Comercio, martes 8 de septiembre de 2020 

Mientras escribo estas líneas, continúa el debate a propósito de la interpelación a la ministra de Economía y Finanzas, María Antonieta Alva, a la que se sucederá, muy probablemente, la presentación de una moción de censura. Independientemente del resultado de esta, ya es un hecho llamativo la presente interpelación, que no se registraba en los últimos catorce años, como recordaba Martín Hidalgo en estas mismas páginas.

Pero los cuestionamientos a la ministra Alva llaman más la atención al verlos desde una perspectiva más amplia. Podría decirse que desde la gestión de Juan Carlos Hurtado Miller, en julio de 1990, y hasta hace relativamente poco, los ministros de economía aparecían como los ministros más fuertes de los Consejos de Ministros. Con algunas excepciones, estos funcionarios eran percibidos como los guardianes de la estabilidad económica, los artífices del crecimiento, gracias a su conocimiento experto y al respaldo de organismos financieros internacionales. En tanto símbolos de la continuidad de las políticas “neoliberales” eran criticados desde la izquierda, pero aparecían como parte de un bloque tecnocrático relativamente cohesionado, y parecían sólidamente respaldados por los partidos de derecha. Podría decirse que mientras la economía creció, las cosas fueron bien; cuando se complicaron, los cuestionamientos se extendieron. Luis Valdivieso, p.e., fue criticado por su manejo de la crisis internacional de 2008-2009; así como los últimos ministros del fujimorismo, afectados tanto por la crisis internacional 1998-1999, como por los escándalos de corrupción de esos mismos años.

Las cosas empezaron a cambiar, nuevamente, con el final del ciclo de crecimiento asociado a los altos precios de nuestros productos de exportación en 2014. Durante el gobierno de Humala, Luis Miguel Castilla era percibido desde la derecha como el dique que controlaba las pulsiones populistas del presidente (y criticado desde la izquierda por ser el operador de su “secuestro” o “captura”). Sin embargo, Alonso Segura no solo recibió cuestionamientos desde la izquierda, sino también desde sectores de la propia tecnocracia. Empezó a gestarse cierta fisura entre quienes proponían emprender una nueva ola de reformas estructurales (mayor apoyo a la gran inversión privada, especialmente en minería, desregulación del mercado laboral) y quienes ponían el acento en reformas institucionales y sociales (reforma de la educación, diversificación productiva, y otros).

Con Pedro Pablo Kuczynski, considerado un “tecnopolítico” por excelencia, parecía que el bloque tecnocrático y el bloque político promercado se consolidaría, pero como sabemos, no fue así. Nuevamente, el ministro Alfredo Thorne no recibió críticas solo desde la izquierda, también desde tecnócratas promercado. Al mismo tiempo, el fujimorismo, que hasta entonces había cumplido el papel de “garante” de la estabilidad económica resultado de las reformas estructurales de la década de los años noventa, abandonó ese perfil para adoptar posiciones más bien populistas. Se logró una mayor cohesión en el frente técnico con los ministros Zavala y Cooper, pero ellos terminaron siendo víctimas de la confrontación política con el fujimorismo. Con el presidente Vizcarra, la inestabilidad continuó, y el ministro David Tuesta apenas duró dos meses en el cargo, al carecer de respaldo político. La agenda del ministro Carlos Oliva quedó opacada por la renovada confrontación con el fujimorismo, hasta llegar a la ministra Alva.

A la ministra le toca enfrentar no solo los devastadores efectos de la pandemia, además una situación inédita desde el inicio de las reformas orientadas al mercado en 1990: una mayoría congresal que desafía abiertamente el más elemental sentido común de una economía de mercado; y un frente de derecha disperso que no aparece dispuesto a cerrar filas en torno a la defensa del modelo. Ni el MEF ni el BCR son percibidos ahora con el reverencial respeto del pasado, y más bien empiezan a verse como cabezas trofeo para campañas populistas. Partidos como Acción Popular o Alianza para el Progreso, con bancadas grandes, y que en principio tienen aspiraciones serias de ser gobierno el próximo año, son los llamados a marcar la diferencia.

Ciencia y políticas

Artículo publicado en El Comercio, martes 1 de septiembre de 2020 

Con razón se suele cuestionar la conducta de presidentes como Trump, Bolsonaro u Ortega, por mencionar algunos, quienes de diferentes maneras muestran desdeñar el conocimiento científico. Con razón debemos alarmarnos por la proliferación de ideas sin fundamento en el espacio público, basadas exclusivamente en especulaciones, consideraciones ideológicas o paranoias conspirativas. Ciertamente, una gran lección de la pandemia debe ser la importancia de la inversión en ciencia y tecnología, que es la que nos permite desarrollar pruebas para hacer diagnósticos, vacunas, respiradores, y fundamentar decisiones de política pública.

Precisamente, la semana pasada un conjunto de reputados científicos publicó una carta abierta al Presidente de la República en la que reclaman “cambios esenciales de estrategia”, para lo cual habría que “utilizar en mayor grado los conocimientos y recursos científicos existentes”. En resumen, plantean “diseñar un sistema de vigilancia epidemiológica… con indicadores clave que permitan conocer la evidencia para las decisiones del Gobierno”; aumentar el número de pruebas moleculares y el rastreo de contactos; implementar “políticas de aislamiento realistas”; “una política de información y comunicación masiva orientada al cambio de comportamiento del ciudadano”; y potenciar respuestas económicas (bonos, empleo temporal).

Como puede verse, en realidad no están pidiendo cambios radicales, sino hacer más y mejor de lo que se está haciendo, pedido que compartimos todos. La pregunta es por qué un gobierno que no parece desdeñar el conocimiento científico, y que cuenta con la colaboración de otros científicos y técnicos tan destacados como los firmantes de la carta, no actúa en la línea de lo sugerido. Acaso las cosas se entenderían mejor si llamáramos a la conversación a los funcionarios públicos, a los implementadores de las políticas que se reclaman. Los científicos, expertos, periodistas, lanzamos sugerencias, los políticos toman decisiones, pero quienes tienen que llevar las ideas a la práctica son los funcionarios que tienen que lidiar con los enmarañados problemas de implementación práctica, y que suelen no opinar dada su posición subordinada a las autoridades para las que trabajan.

Probablemente ellos señalarían que, así como la capacidad hospitalaria está sobrepasada, también lo está la capacidad operativa de buena parte del sector público. Todos queremos mejores datos y diseñar mejores sistemas, pero apenas somos capaces de actualizar la información disponible. Necesitamos ampliar y mejorar el rastreo de contactos, pero apenas si podemos cubrir el personal necesario para la atención hospitalaria; queremos atender prioritariamente las provincias en las que la epidemia empieza a descontrolarse, pero nos topamos con los problemas de coordinación con autoridades regionales y locales. A esto debemos sumar la escasa posibilidad o voluntad de la ciudadanía para colaborar con las medidas de aislamiento; para ello se invoca una mayor participación de las organizaciones de base, las mismas que hace no mucho caracterizábamos como marcadas por lógicas corporativas y clientelísticas. En suma, no siempre querer es poder. Esto no significa resignarse pasivamente a la situación actual, cuando hay tantísimo terreno por mejorar, pero sí entender de que no hay “balas de plata” cuando se tienen que atender múltiples frentes de manera simultánea, y cuando en todos tenemos problemas.

Hablando de los funcionarios, ayudaría respaldar y fortalecer su trabajo. En este diario Jonathan Castro ha informado sobre  la alta rotación e inestabilidad en cargos clave como Viceministerios, Secretarías y Direcciones Generales; un ejemplo es la Secretaría de Comunicación Social de la PCM, clave para el desarrollo de las tan reclamadas estrategias comunicacionales, cuya tardanza se explica precisamente por esa inestabilidad. Acaso un buen ejemplo de lo que intento decir: la reciente campaña “No seamos cómplices” es necesaria, pero no es ninguna solución por sí misma; además, ya desató un intenso debate entre los expertos en comunicaciones y ciencias del comportamiento, con posiciones a favor y en contra, como es natural en estos menesteres. En realidad, las políticas públicas, si bien deben alimentarse de consideraciones científicas y técnicas, responden a decisiones políticas, y se resuelven en el terreno político.

¿Cómo “somos” los peruanos?


Artículo publicado en El Comercio, martes 25 de agosto de 2020 

En las últimas semanas, al preguntarnos por qué nos va tan mal como país en el combate al Covid-19, algunos han aludido a la “forma de ser de los peruanos”. Este tipo de discurso pone la atención en supuestas formas de ser, costumbres, “identidades”, mayormente negativas.

En realidad, buena parte de los discursos sobre las “identidades” nacionales serían solo eso, discursos; otra manera de ver las cosas es asumir que los seres humanos somos esencialmente los mismos, y tenderíamos a largo plazo a actuar de las mismas maneras en las mismas circunstancias. Los discursos sobre las identidades nacionales según los cuales los ciudadanos de unos países serían laboriosos, otros tendrían un profundo sentido del honor, otros serían alegres, otros irresponsables… reflejan más bien la fortaleza o debilidad de proyectos nacionalistas, por encima de cualquier otra cosa. Además, el problema de hablar de “identidades” hace que parezca que estamos ante una suerte de condena inescapable.

Esto no significa por supuesto que no haya diferencias en valores y elementos culturales en el mundo, o tipos de interacción más frecuentes en unos lugares frente a otros. Ronald Inglehart, a través de la encuesta mundial de valores, distingue diferentes culturas en el mundo según el peso de los valores predominantes. En Perú, como en el conjunto de América Latina pesan todavía fuertemente los valores tradicionales (obediencia, respeto a la autoridad) frente a valores racionales-seculares; y estamos en un punto intermedio entre valores de supervivencia (marcadas por la necesidad de seguridad económica y física) y valores de autoexpresión (libertad de elección, bienestar subjetivo, calidad de vida).

Por lo menos podríamos aceptar que, dentro de la región, nuestros países son culturalmente muy similares. Así, en el contexto de la pandemia, en todas partes podemos encontrar manifestaciones de “falta de civismo”, y luego quejas ante cuán irresponsables seríamos los colombianos, argentinos, mexicanos, etc. Lo mismo para dar cuenta de nuestra supuesta destacada creatividad o inventiva, o capacidad para “sacarle la vuelta” a las normas, etc.

Más útil me parece mirar las conductas y su relación con los entornos institucionales en los que operan; así, de lo que se trata no es de cambiar mentalidades, sino ese entorno. Si las personas muchas veces no respetan las normas es porque no tienen mejores opciones y porque el costo del incumplimiento es muy bajo, dada la escasa capacidad o voluntad de hacer cumplir la ley por parte del Estado. Si existe algo así como una cultura de la transgresión, es porque ella ha sido de facto promovida desde el Estado en las últimas décadas. Matos Mar habló hace más de 35 años de un “desborde popular” y de una “crisis del Estado”; a estas alturas, más propio sería hablar de un Estado que aprovechó el desborde para librarse de la responsabilidad de atender una crisis. Sin capacidad o voluntad de implementar políticas, el desborde “solucionó” de manera precaria lo que el Estado no atendió, trasladando a la población los costos de ello. Y hemos tenido décadas de celebración de este tipo de conductas, tanto desde la izquierda, que creía ver en ese desborde el germen del socialismo, como desde la derecha, que creyó ver el germen de un verdadero capitalismo; luego el fujimorismo legitimó el discurso de pasar por encima de las instituciones para lograr objetivos particulares. En contraposición a Matos, pocos años después Hugo Neira habló más bien de una sociedad anómica, y hoy Danilo Martuccelli advierte de que estaríamos ante una sociedad “desformal” (“una sociedad desprolija, patuda, achorada, achichada, chabacana”).

Los peruanos empezaremos a actuar de maneras más cooperativas cuando tengamos verdaderos incentivos para hacerlo. No basta con apelar a la responsabilidad o al civismo. Desafío gigantesco, al que hay que ir atacando de a pocos. El primer paso sería reconocer que lo que tenemos es resultado de haberlo labrado consistentemente como como sociedad a lo largo de las últimas décadas.

La caja negra de la burocracia


Artículo publicado en El Comercio, martes 18 de agosto de 2020  

En las últimas semanas, en medio del descontrol de la emergencia sanitaria, “la burocracia” ha sido señalada como la responsable de buena parte de nuestros males, ya sea en la respuesta a problemas en los sectores salud, educación, o en los relacionados a actividades productivas, desde el gobierno central hasta los niveles regional y municipal. Así las autoridades públicas toman decisiones, diseñan políticas, pero que naufragan en la implementación, por responsabilidades burocráticas. Añádase a esto lo incomprensible que resulta la actuación de la burocracia: ¿por qué no se hace lo que a todas luces se debe hacer? Surgen entonces insinuaciones de corrupción, o en el mejor de los casos, alusiones a la simple incompetencia, o indolencia.

Sin duda, no es sencillo hacer un argumento en favor de nuestra burocracia. Ciertamente hay mucha ineficiencia y muchísimo que mejorar. Pero debemos recordar que la burocracia que tenemos es hechura de nuestras autoridades políticas de los últimos años: ellas son las que contratan, las que han establecido los sueldos e incentivos que tienen los trabajadores del sector público, las que han aprobado los reglamentos y regulaciones que rigen las respuestas burocráticas.

Y nuestra burocracia también es consecuencia de las actitudes de la sociedad: se registra una amplia tolerancia ante prácticas como “que una autoridad elegida coloque simpatizantes poco calificados en puestos clave”, o “pagar una propina para agilizar un trámite”, o “buscar un amigo funcionario público para que lo favorezca en un servicio”, como muestra la encuesta anual sobre percepciones de la corrupción de Proética. Además, la suspicacia de la opinión pública y la facilidad con que se acusa a funcionarios, tiende a paralizar la toma de decisiones y desincentiva a buenos cuadros a entrar a la carrera pública.

Finalmente, como se suele decir en las clases de política y gestión pública, muchas autoridades y comentaristas son rápidos en señalar “lo que hay que hacer”, pero muy excepcionalmente dicen “quién” específicamente debe hacer las cosas, “cómo” debería implementarlas, “cuándo”, en qué plazos, con qué metas específicas, “con qué” recursos, y cómo así el curso sugerido resultaría mejor que otras opciones de política, porque toda decisión tiene ventajas y desventajas y en realidad no existen “balas mágicas” que resuelvan todo de una sola vez.

Para echar un poco de luz en el mundo de la burocracia, es útil consultar el Panorama de las administraciones públicas – América Latina y el Caribe 2020, de la OCDE y el BID. Allí encontramos que en efecto, Perú y Bolivia son los dos países en los que más interacciones se necesitan en los procedimientos administrativos para ser resueltos (la famosa “tramitología”). En cuanto al índice de mérito civil, que “mide las garantías de profesionalismo en la forma en que funciona el sistema de servicio civil”, Perú aparece muy por debajo del promedio regional en 2004; pero es uno de los países que más ha mejorado, llegando a estar ligeramente por encima de ese promedio hacia el 2015. Además, tenemos espacio para crecer: los ingresos y gastos de la administración pública como porcentaje del producto están muy por debajo del promedio de la región y de la OCDE. Para ponerlo en tres frases, partimos de una situación muy mala, pero hemos mejorado en los últimos años, y tenemos espacio para seguir invirtiendo en esas mejoras.

Si queremos una mejor burocracia, necesitamos fortalecer una lógica meritocrática dentro del Estado; contar con funcionarios bien remunerados, con una línea de carrera, y con fuerte respaldo político. Sin ella, los funcionarios actuarán inercialmente, legalista y reglamentariamente, con la lógica de no hacer olas, antes que de innovar y solucionar problemas. Esta debería ser una de las grandes lecciones del Covid-19. La ley de servicio civil de 2013 claramente ha perdido impulso, y es desde allí que habría que empezar a actuar. Recuperar esa iniciativa, corregirla, y ampliarla. Un punto transversal para los presentados en la agenda del Pacto Perú.