domingo, 23 de agosto de 2020

Elecciones internas

 

Artículo publicado en El Comercio, martes 11 de agosto de 2020 

La semana pasada, el Congreso aprobó varias modificaciones a la ley orgánica de elecciones y a la ley de organizaciones políticas, que se aplicarán al proceso electoral del próximo año, en el marco de la emergencia nacional sanitaria.

Respecto a la primera, los cambios apuntan a facilitar el proceso electoral y son positivas, pero resultan insuficientes. Por ejemplo, se amplía el horario de votación de 7 am. a 7 pm., pero no hay mayores estímulos para los miembros de mesa, a los cuales se pide un sacrificio mucho mayor y se les expone a cierto nivel de riesgo. El ejecutivo podría dar medidas complementarias para evitar niveles de ausentismo importantes entre ellos, que dificulten la instalación de las mesas y compliquen todo el proceso.

De otro lado, los cambios a la ley de organizaciones políticas superan algunos de los cuestionamientos a los dictámenes previos de la Comisión de Constitución. Se ha ampliado el plazo de inscripción de partidos nuevos hasta el inicio del plazo de inscripción de candidaturas, y se pone al 30 de septiembre como fecha límite para estar afiliado a algún partido y así poder participar en sus elecciones internas. Parece muy difícil que, en las condiciones actuales, algún partido nuevo llegue a alcanzar la inscripción, por tanto, los candidatos potenciales sin afiliación deberán optar por alguna de las ofertas disponibles relativamente pronto.

El problema está en las elecciones internas. Ellas deberían darse bajo el principio del voto universal de todos los afiliados, mediante el voto electrónico no presencial, considerando la emergencia sanitaria y el hecho de que se suspendió la realización de elecciones primarias. Esto generó amplia resistencia en los partidos, lo que llevó a la transacción de permitir también “elecciones a través de delegados… [que] previamente deben haber sido elegidos mediante voto universal…”. De otro lado, es un gran paso adelante establecer que las elecciones internas sean organizadas por la ONPE, sobre la base de un padrón de electores elaborado por RENIEC, con solución de controversias a cargo del JNE. La gran limitación de los partidos para realizar procesos verdaderamente democráticos, está en la carencia de recursos y capacidad logística, que ahora no será un problema. Ahora es un problema de voluntad.

La gran pregunta es cómo se hará efectiva la elección de los delegados, para los partidos que opten por este mecanismo. Ello porque, de un lado, se establece que el JNE elaborará un cronograma y la ONPE emitirá un reglamento para la organización de las elecciones internas, pero también se dice que las elecciones de delegados se realizan “conforme lo disponga el estatuto”. El problema es que podrían darse contradicciones entre ambos. Por ejemplo, el estatuto del partido Podemos Perú, señala en su artículo 23 que “la designación directa de candidaturas es prerrogativa del Presidente – Fundador del partido”, el ciudadano José León Luna Gálvez, que tiene entre sus atribuciones también designar al presidente del Tribunal Electoral Nacional, y proponer a los integrantes del Comité Ejecutivo Nacional que definen la modalidad de elección. Tampoco queda clara la modalidad de elección: ¿por lista, candidaturas individuales, representación de regiones? ¿Cuántos delegados deberían formar la asamblea?

En todo caso, una reforma que queda pendiente, asumiendo que los procesos de selección de candidaturas serán verdaderamente democráticos, es la eliminación del voto preferencial. Lamentablemente, algo que podría haberse aprobado es establecer un mínimo de participación en las elecciones internas. En cuanto a los partidos con representación parlamentaria, tenemos partidos con padrones no sincerados (AP, 228,041 afiliados; APP, 223,13; SP, 146,749; UPP, 54,588; FREPAP, 41,298); de otro lado, otros que están lejos de tener el número de afiliados que exige la ley, cerca a 24,000 (PM, 8,384; FP, 7,378; PP, 6,357; FA, 6,292). Al menos los resultados de las elecciones internas ayudarán a desnudar la realidad de cada quien y los electores deberíamos tener eso en cuenta al momento de elegir.

Epidemia comparada (agosto)

 

Artículo publicado en El Comercio, martes 4 de agosto de 2020 

A mediados de junio me preguntaba en esta columna cómo entender las variaciones en el impacto de la pandemia en los países de la región. Los datos cambian mucho y seguirán cambiando, pero a inicios de agosto, lamentablemente, nuestro país aparece dramáticamente mal. Al 3 de agosto, Perú aparece como el quinto país en el mundo con más muertes por 100,000 habitantes, detrás de San Marino, Bélgica, Reino Unido y Andorra. Lamentablemente pasamos a ya a España, Italia, Suecia y los Estados Unidos. En la región nos siguen los pasos Chile, Brasil y México. En junio comentaba además cómo un informe del Banco Mundial señalaba que nuestro país tendría este año la caída del producto más grande del mundo (-12%), después de Belice y las islas Maldivas; en la región, las caídas más fuertes serían las de Brasil (-8.0), México (-7.5), Ecuador (-7.4) y Argentina (-7.3).

Antes de la pandemia, si uno hubiera tenido que pronosticar a qué países les iría mejor, seguramente hubiera elegido a los países con los Estados más fuertes, que según diferentes mediciones serían Uruguay, Costa Rica, Brasil, Cuba y Chile. En efecto, a los dos primeros les ha ido relativamente bien, pero Chile es el país al que peor le ha ido, después de nosotros. En el otro extremo, nos habría sorprendido saber que a Jamaica, Paraguay, Haití, Nicaragua o El Salvador les ha ido relativamente mejor, a pesar de la debilidad de sus Estados. Al parecer, el menor tamaño y un mayor porcentaje de población rural ayudan a manejar las cosas; en efecto, los porcentajes mayores de población rural están en Guatemala, Haití, Honduras, Nicaragua, Paraguay y Ecuador, países a los que les ha ido un poco mejor. A Ecuador le fue muy mal al inicio, aparentemente porque los contagios se focalizaron en Guayaquil, ciudad impactada por el alto flujo migratorio con España.

Chile aparece como un caso enigmático, y la explicación parece residir en un mal manejo político. Subestimación inicial del problema, resistencia a adoptar medidas de confinamiento que impacten negativamente sobre la economía, relaciones tensas con la comunidad científica, con autoridades subnacionales, con grupos de oposición, hicieron que un país al que parecía irle relativamente bien al inicio, termine siendo duramente golpeado como nosotros. Al menos Chile logró reducir en parte el impacto económico, y la caída prevista de su producto no es de las más altas de la región; este país también lanzó un ambicioso paquete de medidas económicas para combatir la recesión, al igual que Perú, Brasil y Colombia.

Siguiendo con las paradojas, no solo Chile, también México y Brasil se resistieron a implementar medidas de confinamiento por temor a profundizar la recesión, pero tienen las caídas del producto más grandes después de la nuestra. Tienen además las tasas más altas de fallecidos por 100,000 habitantes. Al igual que en Chile, deficiencias en el manejo político de la epidemia parecen explicar los malos resultados; no llegan a ser catastróficos porque son países que, en el momento previo, estaban mejor equipados que nosotros para enfrentar la emergencia.

¿Por qué a los peruanos nos ha ido tan mal, a pesar de que implementamos tempranamente medidas de confinamiento muy radicales, como en Argentina y Colombia (con mejores resultados) y que implementamos políticas fiscales antirecesivas más ambiciosas que en Chile (a quien le fue mejor en ese terreno). Intuimos la explicación: nuestro gasto en salud como porcentaje del producto está entre los más bajos de América Latina (por debajo del de Bolivia, Ecuador o El Salvador), con lo que nuestro rezago era muy grande; nuestros niveles de informalidad (entre los más grandes de la región, junto a Guatemala, Honduras y El Salvador), conspiraron contra el cumplimiento de las medidas de cuarentena; y pese a los esfuerzos fiscales (posibles gracias a nuestros ahorros pasados), serios problemas de implementación de nuestro Estado impidieron tanto evitar contagios como una recesión tan profunda.

A un año del Bicentenario


Artículo publicado en El Comercio, martes 28 de julio de 2020 

Falta apenas un año para la celebración de nuestro Bicentenario, y hoy, en los meses y acaso años que vendrán, nuestra realidad estará marcada por los devastadores efectos del Covid-19. La atención a las urgencias de salud y económicas serán sin duda prioritarias. ¿Hay espacio para plantear la discusión sobre el Bicentenario? La respuesta es sí, en tanto ella implique un debate honesto sobre lo que somos como país, lo que hemos sido, y lo que queremos ser.

No es de extrañar que según la encuesta de julio del año pasado del Instituto de Estudios Peruanos, el 46% de los entrevistados considere que, en el marco del Bicentenario, el gobierno debe dedicarse “a resolver los problemas económicos y sociales más urgentes del país”. Con todo, un importante 42% piensa también que “debería fomentar el desarrollo de la educación y el civismo de los peruanos”. Ahora, la importancia asignada al civismo aparece en el contexto de la epidemia con una carga negativa: según la encuesta de mayo último, un 75% de los entrevistados consideró que la principal razón por la que no se ha podido controlar el Covid-19 está en “los ciudadanos irresponsables que no cumplen con las disposiciones del gobierno”. Según la encuesta de julio del año pasado, ante la pregunta de cuáles serían las principales razones por las que el país no se ha desarrollado más a lo largo de su historia, un 22% señala “el conformismo”, y un 11% el “escaso civismo de los propios peruanos”. 

Ciertamente, no llegamos a esta coyuntura con el mejor ánimo; esto hace que sea fácil que cundan discursos derrotistas al momento de pensar en nuestro recorrido y nuestro presente: “país de oportunidades perdidas”, reflexiones sobre “en qué momento se jodió el Perú”, la constatación de que 200 años después de la independencia “no somos un país verdaderamente independiente”, de que “nada nos une como nación”, la frustración porque seguimos arrastrando brechas inaceptables de acceso a servicios elementales, y  taras de discriminación y exclusión entre nosotros. Además, solemos sin mucha consciencia mirar nuestro desempeño con los lentes del nacionalismo, del antihispanismo, del antiimperialismo, o desde una noción utópica de nación que hace que lleguemos a la misma conclusión: la noción del fracaso. Si bien están fuera de lugar discursos complacientes y gratuitamente celebratorios, el problema es que de la noción del fracaso se desprende que no habría nada que preservar, que todo debe empezar desde cero, y es eso precisamente lo que nos impide acumular esfuerzos y tener mejores resultados.

Bien vistas las cosas, en realidad, así como hubo oportunidades perdidas, también hubo algunas aprovechadas; y si bien nuestro Estado es excluyente, también se ha democratizado, al menos parcialmente; y si bien tenemos un infame historial de discriminación, también lo es que somos mucho más conscientes del problema y exigentes frente al mismo que en el pasado.

Más justo resulta medir nuestro desempeño en relación con las dificultades que enfrentamos, dado el tamaño y la complejidad de nuestro país, de su heterogeneidad y fragmentación. Y resaltar que hemos logrado, a través de múltiples conflictos, identificar un terreno común de disputa, a través del Estado, y que en ese camino hemos fraguado, con todas sus limitaciones, un proyecto de nación; basado a su vez no en negar o sobordinar nuestras diferencias, si no en un proyecto de vida en común como peruanos. Salomón Lerner recordaba hace algún tiempo cómo en alguna de las audiencias de la Comisión de la Verdad y Reconciliación una víctima de abusos tanto del Estado como de los grupos subversivos se preguntaba si algún día “podría llegar a ser peruano”. “Este hombre quería saber si él también era un peruano, si las banderas y las leyes de nuestro país lo protegían, si el nombre de nuestro país lo incluía a él y a su quebrantada familia”. Preguntas más que pertinentes en la coyuntura actual.

lunes, 3 de agosto de 2020

Ultimo año de gobierno




En circunstancias normales, en el último año, el gobierno saliente debe tener como prioridad ordenar la casa y crear un clima que permita elecciones democráticas limpias, libres, justas, competitivas. No son años de grandes iniciativas, porque los gobiernos llegan muy desgastados al final de su periodo, y porque no corresponde interferir con las iniciativas de un nuevo gobierno, investido de una renovada legitimidad electoral.

Pero no estamos viviendo circunstancias normales. Las propias reglas de juego electorales estarán en discusión en el Congreso hasta el mes de agosto o septiembre, y en ellas se definirá cuán competitivas, democráticas y ordenadas serán las próximas elecciones. Segundo, en los próximos meses se estarán definiendo asuntos centrales referidos a políticas emblemáticas del gobierno saliente: combate a la corrupción, reforma de la justicia, y temas de la reforma política, como el reestablecimiento del sistema bicameral. Tercero, atender la emergencia sanitaria y la reconstrucción del país no puede esperar. Controlar la epidemia, reactivar la economía, y sentar las bases de nuevos sistemas de salud, de inclusión financiera, nuevas iniciativas de política social y educativa, de políticas de transporte y movilidad, no pueden esperar a que se instalen las nuevas autoridades.

La semana pasada proponía lo que a mi modesto juicio deberían ser los pasos siguientes en el campo de la reforma política, para tener elecciones mínimamente ordenadas. La reforma política es resultado de la iniciativa de un gobierno que, al carecer de bancada parlamentaria, requiere entrar en negociación, discusión directa con el Congreso. El diálogo y entendimiento entre los poderes del Estado es crucial. En el terreno de la lucha contra la corrupción y la reforma de la justicia, asuntos y casos emblemáticos serán definidos en los próximos doce meses, resultado de decisiones de la Junta Nacional de Justicia, de la Fiscalía, del Poder Judicial, de las procuradurías, y del propio Congreso, que deberá nombrar a los nuevos miembros del Tribunal Constitucional. El poder ejecutivo tampoco puede desentenderse de este asunto en un momento crucial, y deberá hilar fino para, respetando la autonomía de los poderes, lograr avances sustantivos. El papel del Consejo de Estado puede ser clave aquí.

En cuanto a la atención a la epidemia y la reconstrucción del país, es obvio que el ejecutivo no puede “dejarse estar”. Atacar los problemas más inmediatos, haciendo las correcciones necesarias, y sentar las bases para reformas más profundas, resulta imprescindible para poder recuperarnos como país y aprovechar oportunidades que hagan que el sufrimiento por el que hemos pasado no haya sido en vano. En el sector salud por ejemplo se han abierto oportunidades para lograr la anhelada coordinación de los diferentes sistemas bajo la rectoría del MINSA. El Acuerdo Nacional podría servir como espacio para consensuar estas y otras medidas.

Lo que sigue en la reforma política





¿Cuáles deberían ser los siguientes pasos en cuanto a la reforma política? Con un nuevo Consejo de Ministros, y la posibilidad de una nueva relación entre el Congreso y el poder ejecutivo, la pregunta es pertinente.

El punto de partida es tener objetivos claros. Pienso que la meta es tener un proceso electoral mínimamente representativo y ordenado el próximo año, que permita tener un Congreso 2021-2016 sin congresistas cuestionados por procesos judiciales, con bancadas un poco más coherentes, con un ejecutivo con una mínima base parlamentaria que le permita gobernar. Es a lo mínimo que deberíamos aspirar.

Para ello, es importante completar lo que ya hemos avanzado: como ha sido señalado por muchos, llevar adelante la segunda votación que permita la reforma constitucional que impediría que sentenciados por delitos dolosos puedan postular a cargos de elección popular (que obtuvo 111 votos en la primera votación). Luego, volver a la reforma constitucional de la inmunidad parlamentaria, archivando el votado el 5 de julio y retomando el aprobado el día anterior, que alcanzó 82 votos en primera votación, para que ella no cubra delitos comunes cometidos antes de ser electos, y que los cometidos durante su mandato, sean evaluados por la Corte Suprema.

Es muy importante además, dado que se han suspendido las elecciones primarias, que las elecciones internas cumplan con el triple propósito que cumplían aquéllas: tener un mecanismo democrático de selección de candidatos, un filtro para las elecciones generales, y la posibilidad de eliminar el voto preferencial. Para esto, debe facilitarse la participación electoral y la actualización de los padrones de los partidos, mediante mecanismos electrónicos; segundo, siguiendo la recomendación de la ONPE, realizar elecciones internas mediante voto electrónico no presencial, con el mecanismo de un militante un voto; tercero, establecer un filtro para sacar de la competencia a los partidos cascarón; y finalmente, eliminar el voto preferencial.

Sobre los dos últimos puntos, debe entenderse que no es razonable una elección con una veintena de listas con 130 candidatos peleando por el voto preferencial en el contexto de la epidemia y sin publicidad pagada en medios masivos. El filtro debería ser, como mínimo, una participación del 50% del número obligatorio de afiliados que establece la ley, es decir, unos 12,000 votantes. Luego, urge normar cuestiones pertinentes a la campaña: la franja electoral debe ser ampliada de manera sustantiva, así como las capacidades de fiscalización y sanción de la ONPE.

Finalmente, para reducir los riesgos de la fragmentación política, y permitir un voto más informado, deberíamos eliminar la prohibición de publicar encuestas de opinión electorales (limitarla a solo 24 horas antes de la elección), y elegir al parlamento con la segunda vuelta presidencial, para que los electores decidamos nuestro voto con más información. Todo esto es posible de hacer, si hubiera voluntad de hacerlo.

Continuidad y cambio (2)





La semana pasada comentaba que estaríamos viviendo el fin de un periodo, que podríamos llamar “postfujimorista”, que se extendió entre 2001 y 2019. En esos años el asunto central era lidiar con la herencia del fujimorismo, marcada por un discurso antipolítico, por el éxito del discurso “neoliberal” entre las elites sociales y políticas, la extrema debilidad de los partidos y de las instituciones democráticas, que permitieron el paradójico fortalecimiento de una élite tecnocrática en áreas clave del Estado.

En lo político, llamó fuertemente la atención la continuidad de la política macroeconómica y de otras “promercado”, a pesar de que en la región se vivía el “giro a la izquierda”. Toledo había prometido en las elecciones de 2000 “construir el segundo piso de la casa” dejado por el fujimorismo; más adelante, inesperadamente, el populista García se convirtió en el ortodoxo García, y el “chavista” Humala rompió rápidamente con el entorno de la “gran transformación”. Es que, si bien en sectores importantes de la ciudadanía existía descontento por lo que se percibía era una distribución injusta de los beneficios del crecimiento, también existía una mayoría, más al centro, que optaba por opciones moderadas. De otro lado, entre los liderazgos políticos primaban consideraciones más bien prudentes y conservadoras, y por supuesto, entre las élites tecnocráticas.

Así, Toledo gobernó con una suerte de coalición de centro; García pudo construir una mayoría parlamentaria con Unidad Nacional y el fujimorismo (a pesar de la oposición de UPP); y Humala, con su viraje, terminó ocupando una posición de centro en la que convergía con Fuerza 2011 y Perú Posible. Con Kuczynski, lo que podría haber sido una supermayoría promercado, con FP con mayoría absoluta en el parlamento y PPK en el ejecutivo… ya sabemos cómo terminó.

Los resultados de la elección parlamentaria de este año abrían la posibilidad de repetir una suerte de mayoría “moderada”, si consideramos la suma de los votos de Acción Popular, Alianza para el Progreso, Somos Perú y del Partido Morado. Pero la fragmentación del voto, la debilidad de esas bancadas, la ausencia de líderes parlamentarios “de peso”, la escasa relación entre las bancadas y las potenciales candidaturas presidenciales, en el marco de la epidemia, están generando una suerte de “rebelión” de los parlamentarios en contra del consenso ortodoxo. No solo la reforma política parece haber perdido el rumbo, también se desafían abiertamente, sin mayor sustento, los criterios de la actuación del Banco Central, del Ministerio de Economía y Finanzas, de la Superintendencia de Banca…

Así como una amplia reacción de los líderes de las instituciones, de los expertos y académicos, y de la opinión ha abierto la posibilidad de que se reconsideren algunas recientes iniciativas en el campo de la reforma institucional, lo mismo debe ocurrir en el de las políticas que han sido clave para la estabilidad del país. Nos estamos jugando demasiado.

Continuidad y cambio






Muchas páginas se han escrito intentando evaluar cuánto cambiará el mundo post Covid-19 o hasta qué punto volveremos a nuestra “normalidad” anterior. En el ámbito político, antes de la pandemia ya discutíamos en el Perú sobre el aparente final del orden “postfujimorista” que podría decirse caracterizó nuestro país entre 2001 y 2019. Ese país era uno en el que un asunto central era lidiar con la herencia del fujimorismo de los noventa, que a su vez buscaba construir una nueva identidad bajo un nuevo liderazgo. Herencia expresada en el predominio de discursos antipartido y antiinstitucionales en la cultura política; el éxito del discurso neoliberal entre las elites sociales y políticas; la extrema debilidad de los partidos y de las instituciones democráticas, que permitieron el paradójico fortalecimiento de una élite tecnocrática en áreas clave del Estado, fundamentales para los logros en crecimiento y reducción de la pobreza.

Con la elección del presidente Kuczynski, cuando parecía que este orden tenía una oportunidad de consolidación, entró en crisis. El final del boom de los precios de los commodities abrió fisuras en el frente neoliberal, llegando a cuestionarse como nunca antes la actuación de los conductores de la política económica; segundo, el caso lava jato afectó gravemente a todos los referentes políticos del orden vigente hasta ese momento, lo que se tradujo en las prisiones preventivas de Ollanta Humala y Keiko Fujimori, el arresto domiciliario de Pedro Pablo Kuczynski, el suicidio de Alan García y el arresto de Alejandro Toledo. Tercero, Fuerza Popular dejó de ser el “garante” de la herencia de la década de los años noventa, recuperó un discurso claramente antipolítico y populista, con un carácter muy conservador, y atentó contra el gobierno más orgánicamente representativo del consenso neoliberal. Al final, con el cierre del Congreso en septiembre del año pasado, y la derrota del fujimorismo, parecía que asistíamos, en muchos sentidos, al cierre de la etapa iniciada en 2001.

El Covid-19 ha acentuado algunas tendencias registradas anteriormente. Lo que era una desaceleración se ha convertido en una de las caídas económicas más grandes de nuestra historia, y los cuestionamientos a las políticas económicas orientadas al mercado se han acentuado. Los políticos ahora se animan a presentar propuestas que no solo desafían abiertamente el consenso ortodoxo, si no que implican una vuelta a épocas en las que la estabilidad en las cuentas fiscales no importaban. La supuesta fortaleza tecnocrática en áreas claves del Estado está fuertemente mellada por los límites en la respuesta a las necesidades de la epidemia. La debilidad política se ha acentuado con mayores niveles volatilidad y fragmentación. Si antes parecía asegurada la continuidad, ahora prima la incertidumbre. Por ello, se juega mucho en las elecciones de 2021; mayor razón para insistir en la importancia de tener un proceso electoral, por lo menos, un poco más ordenado. 

Semana clave para la reforma política





Esta semana el Congreso aprobó una serie de cambios legales que son un claro avance respecto a la situación actual, estableciendo el principio de paridad y alternancia de género. Este comprende ahora a las candidaturas a la presidencia y vicepresidencias, al Congreso y al Parlamento Andino, a los cargos de gobernador y vicegobernador regional, a los consejos regionales, a los candidatos a regidores, e incluso a las candidaturas para los cargos de dirección de los partidos políticos. Es destacable que la aprobación se haya dado con 111 votos a favor, 15 en contra (Fuerza Popular) y una abstención.

Ahora, lo lamentable es que ni siquiera se haya podido debatir en el pleno la eliminación del voto preferencial, tema fundamental no solo para complementar estos avances en materia de equidad de género, si no también para poder tener en 2021 un proceso electoral más ordenado y avanzar en el fortalecimiento de los partidos políticos. Cabe la posibilidad de que este asunto pueda volver a someterse a consideración del pleno, ojalá no se impida ese debate.

Es cierto que puede argüirse que, de haberse aplicado la paridad y alternancia sin voto preferencial a las listas que participaron en las elecciones congresales de enero de este año, el resultado podría haber sido peor que el que obtuvimos: podríamos haber tenido en efecto solo 26 congresistas mujeres, en vez de las 34 que fueron electas, asumiendo que el cabeza de lista en todas las regiones de todos los partidos representados fuera un hombre. Por esta razón es que es muy importante complementar esta reforma con asegurar procesos democráticos de selección de candidatos, para lo cual es crucial tener elecciones internas bajo el principio de un militante un voto (y mediante voto electrónico no presencial organizado por ONPE). Ciertamente estas reformas no aseguran la paridad de género en cuanto al resultado, pero serían un gran paso adelante; otros podrían ser sancionar el acoso y la violencia política contra las mujeres, por ejemplo, entre muchas otras cosas.

Pero la próxima semana es muy importante porque se termina la legislatura ordinaria, extendida hasta el 5 de julio; si queremos hacer cambios constitucionales que rijan para las elecciones del próximo año, se tienen que aprobar en los próximos días, en primera votación, con una mayoría calificada de más de dos tercios de los congresistas (87 votos). En agenda está establecer el impedimento para que sentenciados en primera instancia por delitos graves no puedan postular a cargos de elección popular; y los cambios a la inmunidad parlamentaria. Dos reformas claves para dar una señal de que el Congreso no quiere ser refugio para escapar de la acción de la justicia.

En agenda quedarían, además, cambios que apunten a tener más transparencia y fiscalización sobre gastos de campaña; y la ampliación de la franja electoral, indispensable en el contexto de la epidemia. Y más adelante, no para el 2021 sino para 2022, el reestablecimiento de la bicameralidad.

Epidemia comparada (2)




Artículo publicado en El Comercio, sábado 20 de junio de 2020 

La semana pasada discutía sobre qué factores explicarían la variación del número relativo de fallecidos por Covid-19 en la región. Lamentablemente aparecemos muy mal ubicados, y estamos cerca de ser el país con más muertos por millón de habitantes de América Latina, superando a Ecuador. El tamaño y complejidad de nuestro país, intensos flujos con el exterior, altos niveles de informalidad (desproporcionadamente altos para nuestro nivel de ingreso) ayudarían a entender nuestra posición, pese a que tuvimos mejores respuestas iniciales que otros países al final menos afectados.

Lo dramático es que, según las cifras económicas, también destacamos como el país más duramente golpeado por esta emergencia sanitaria. La semana pasada el Banco Mundial publicó un informe (Global Economic Prospects) según el cual nuestro país tendrá este año la caída del producto más grande del mundo (-12%), solo detrás de Belice y las islas Maldivas. Se dice que nuestra capacidad de “rebotar” también sería alta, por lo que aparecemos con una alta tasa de crecimiento proyectada en 2021, también entre las más altas del mundo.

Hay que mirar las cifras siempre con cuidado, pero parece claro que no solo destacamos como un país con muchos fallecidos, también por el impacto económico sufrido. Después de Perú, las mayores caídas del producto este año serían las de Brasil (-8.0), México (-7.5), Ecuador (-7.4%), y Argentina (-7.3); los países más grandes y Ecuador, fuertemente afectado por la caída en el precio del petróleo. Algunos de los menos golpeados son Panamá, Paraguay, Guatemala, Costa Rica y Uruguay; salvo Panamá, son también países menos afectados relativamente por la epidemia, y todas son economías relativamente pequeñas.

Entre los países con caídas más grandes encontramos un manejo errático de la pandemia (Brasil, México), o una vulnerabilidad económica previa (Argentina y Ecuador, con serios problemas de endeudamiento). Nuevamente, el Perú parece enigmático: si tuvimos un mejor manejo de la epidemia, una situación fiscal sólida y abundantes reservas internacionales, ¿por qué un golpe tan fuerte? La caída en los precios de nuestros productos de exportación (entre ellos el cobre),  junto a lo estricto de nuestra cuarentena, sería el inicio de la explicación. Y las características de nuestra cuarentena se explican por la extrema precariedad no de nuestros indicadores macroeconómicos, si no de nuestro sistema de salud. 

Mirando para adelante, tenemos que lograr una combinación tremendamente complicada: reanudar las actividades económicas para no perder más empleos y poder recuperarnos más rápido del tremendo golpe sufrido, y a la vez no empeorar nuestras muy malas cifras de infectados y fallecidos. Hacer viable lo que antes parecía incompatible. Lo aprendido en estos 96 días de cuarentena tienen que haber servido para algo…

Epidemia comparada





Si miramos el mapa de América Latina y tratamos de entender la lógica de expansión del Covid-19, surgen más preguntas que respuestas. Para empezar, los datos existentes son poco confiables, y no es posible llegar a conclusiones firmes. Pero intentemos aproximarnos al asunto.

Empecemos mirando los países menos afectados hasta el momento: en sudamérica, Paraguay registra 11 fallecidos, Uruguay y Venezuela 23. Más al norte, Costa Rica 12, Nicaragua 55, El Salvador 68; Cuba 84 y Haití 64. Un grupo de estos países parecen tener en común cierta insularidad, menores niveles de contacto con visitantes que diseminen el virus (Paraguay, Nicaragua, El Salvador, Haití), mientras que otros parecen destacar por la fortaleza relativa de su Estado y políticas sanitarias (Cuba, Costa Rica, Uruguay; estos dos últimos, además, tienen las tasas de letalidad más bajas de la región). Con todo, se trata en todos los casos de países relativamente pequeños. Casos singulares serían los de Venezuela, donde las cifras oficiales resultan poco creíbles, o Nicaragua, donde el gobierno subestima sistemáticamente el problema; esto plantea la interrogante de si habrá una crisis sanitaria en el futuro, o si resulta que las políticas gubernamentales resultan teniendo poco impacto.

Si miramos a los países más afectados, sobre la base del número de muertos por cada 100,000 habitantes, el que aparece peor es Ecuador; luego, Brasil y Perú; luego, México, Panamá, Chile, República Dominicana, Colombia y Argentina, en ese orden. Ecuador y Panamá (el país más afectado de Centroamérica), países relativamente pequeños, parecen especialmente vulnerables tanto por su precariedad estatal como por tener una alta proporción relativa de tránsito internacional (esto podría extenderse también a República Dominicana).

Brasil y México, los países más grandes, se puede entender que sean más vulnerables por su tamaño, a lo que hay que sumar el estilo del liderazgo de sus gobiernos: el manejo de Bolsonaro ha sido penosamente negligente, y López Obrador ha sido por lo menos negligente. En este marco, la posición de Perú aparece ciertamente llamativa, porque tiene menos población que Colombia y Argentina, y recibe menos visitantes que Chile. Se ha argumentado que la diferencia la marcaría nuestro nivel de informalidad: en efecto, en esta dimensión estamos dentro de un rango que nos emparenta con los países más pobres de la región (Guatemala, Honduras, El Salvador, Paraguay), y claramente por encima de países como Colombia, México o Ecuador.

Las posiciones relativas de Colombia, Chile y Argentina resultan enigmáticas. Se esperaría que a Chile le fuera mejor, y le va peor, lo que podría atribuirse a las indecisiones del presidente Piñera. A Argentina le va inesperadamente mejor, y se habla de un liderazgo eficaz del presidente Fernández. En Colombia la gestión de Duque no ha estado exenta de críticas, pero la acción de algunos gobernadores y alcaldes parece haber cubierto las falencias iniciales.

La “latinoamericanización” de los EE.UU





En los últimos tiempos se discute, con mucho desconcierto, sobre la creciente presencia en la política de los Estados Unidos de elementos supuestamente lejanos a sus tradiciones, y más cercanos a las de los países “al sur del río grande”. No solo está la obvia importancia demográfica de la población de origen “latino” (desde hace algún tiempo el segundo grupo “racial” más grande después del “blanco”), están también crecientes niveles de confrontación y polarización, una intensa dinámica de protesta social, una creciente desconfianza con los liderazgos políticos tradicionales, la emergencia de discursos políticos populistas. La similitud entre los EE.UU. y los países latinoamericanos puede verse elocuentemente en los bajos niveles de confianza en los partidos políticos, la percepción de la existencia de altos niveles de corrupción y de un escaso compromiso gubernamental para combatirla en los Estados Unidos, en niveles cercanos a los promedios latinoamericanos. Esto queda demostrado en los informes del Latin American Public Opinion Project (LAPOP), con información sobre casi todos los países de las Américas.

Pero las similitudes son más profundas. Como se sabe, compartimos pasados coloniales, relaciones “conflictivas” con nuestras poblaciones indígenas, la presencia de una importante migración africana que llegó en condiciones de esclavitud, esquemas de explotación agrícola bajo regímenes de hacienda, un pesado legado de relaciones sociales marcadas por el racismo y la discriminación, importantes niveles de desigualdad y exclusión social, etc.

Con todo, los EE.UU. América Latina siguieron patrones claramente diferenciados desde el siglo XIX. Según Francis Fukuyama, el crecimiento del producto per cápita en los EE.UU fue de un promedio anual de 1.39 entre 1820 y 1870, mientras que en América Latina fue de -0.05; pero entre 1870 y 1920 nuestra región creció más que los Estados Unidos, y también entre 1950 y 1970. En otras palabras, el impacto prolongado de las guerras y el desorden político posterior a la independencia, el impacto de las crisis económicas de 1929 y la de las décadas de 1970s-1980s explican buena parte de nuestras diferencias. Malas decisiones de política, instituciones débiles, y altos niveles de desigualdad explicarían nuestro círculo vicioso.

Al mismo tiempo, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt han llamado la atención sobre los riesgos de procesos de erosión de democracias que creíamos estables. En cualquier país pueden aparecer liderazgos demagógicos, pero no logran superar el veto del sistema político ni despertar la confianza de los electores. Pero si lo logran, y llegan al poder, la fortaleza y la autonomía de las instituciones deberían contenerlos. Eso parecía estar ocurriendo en los EE.UU: pero la pandemia y la respuesta del presidente Trump a ella, y a la dinámica de las protestas sociales de los últimos días, aumentan la inquietud sobre una convergencia en las Américas en un sentido menos democrático.