sábado, 1 de enero de 2022

Informalidad y representación política (2)




La semana pasada comentaba sobre cómo el mundo informal peruano ha pasado de ser visto como esperanza de solución a los problemas del país, a ser percibido como amenaza. Hemos pasado en las últimas décadas de una suerte de relación simbiótica mutuamente benéfica con el Estado a una relación parasitaria, en la que el orden informal empieza a debilitar y socavar a los escasos esfuerzos de reforma institucional, revelando un mundo manejado por poderosos grupos de interés y de mafias interesados en mantener el statu quo. 

Eduardo Dargent, en El párafo reformista (2021) analiza la debilidad y vulnerabilidad de las iniciativas de reforma institucional, poniendo énfasis en la cortedad de miras y falta de consecuencia de las elites políticas, de derecha y de izquierda. Yo aquí quiero añadir un elemento adicional que abona a una mirada pesimista: lo estables y “eficientes” que resultan algunos arreglos informales, de allí que resulten tan resistentes al cambio, también entre los beneficiarios de las reformas.

Pensemos por ejemplo en la reforma del transporte, caso que podría considerarse emblemático. Hace algunos años la socióloga Claudia Bielich, en “La guerra del centavo” (2009) presentó el funcionamiento del transporte público, marcado por la informalidad, pero llamando la atención sobre el hecho de que el arreglo informal tiene cierta eficacia social: “el servicio actual garantiza la movilidad de la población, sin importar su nivel socioeconómico. Es decir, los limeños más pobres tienen la movilidad garantizada. La eficiencia social, que se refiere a los más pobres, se resume en tres factores: la amplia cobertura territorial, la amplia cobertura horaria y las frecuencias elevadas”, además de costos muy bajos. Por supuesto, esta “eficacia” tiene una trampa: altos niveles de inseguridad y siniestralidad, relaciones laborales basadas en la explotación sin derechos, costos que los empresarios trasladan a trabajadores, usuarios y a la sociedad en general. Poner orden en este caos requiere empresas formales, relaciones laborales dignas, rutas y horarios previsibles, condiciones mínimas de seguridad. La reforma del transporte en marcha desde hace algunos años tiene ese propósito; el tema es que, mientras no haya unidades formales suficientes, conexiones y rutas que permitan a los pasajeros llegar a sus destinos sin gastar mucho más, sin invertir más tiempo o sufrir más incomodidades, el arreglo informal seguirá siendo más eficaz en el corto plazo.

Algo similar podría decirse de la reforma de la educación. A un Estado desfinanciado le resultó imposible asegurar una oferta educativa de calidad para toda la población, y en la práctica se optó por un arreglo de segmentación de mercados; una educación básica y superior de calidad para una elite en el sector público y privado que se inserta en el mundo formal y global, complementada con una amplia oferta de calidad baja tanto pública como privada, pero que satisface la necesidad de acceso al sistema educativo, desarrolla competencias mínimas útiles en los mercados informales, y ayuda a construir algo de capital social a estudiantes que arrastran una larga cadena de carencias. Buscar mejorar la calidad de la educación básica a través de lógicas meritocráticas y evaluaciones para ingresar y prosperar en la carrera docente, así como cerrar universidades que no cumplen con estándares mínimos de calidad está muy bien, pero no deja de ser cierto que debe haber una opción viable para las escuelas en las que los maestros no aprueban las evaluaciones y para quienes terminan la escuela y no tienen opción de ingresar en las universidades de elite.

Por supuesto, esto no significa que reformas como las mencionadas estén mal encaminadas, sean innecesarias o que estén de antemano condenadas al fracaso. Sí implica que es responsabilidad de los que creemos en ellas el presentar una alternativa claramente más eficiente que el arreglo informal pensando en la mayoría de los ciudadanos. Sin ella las iniciativas de reforma serán muy vulnerables frente a la representación de intereses informales.

Informalidad y representación política




Estamos habituados a decir que Perú vive serios problemas de representación política, pero estamos llegando a mi juicio a una encrucijada en la que se juega buena parte de nuestra viabilidad democrática. Se trata de lo que podríamos llamar el conflicto entre el mundo informal y el Perú “oficial”.

El maestro José Matos Mar era un entusiasta de lo que llamó “desborde popular” (1984): el Perú oficial fue incapaz de generar oportunidades de desarrollo en todo el territorio, lo que generó grandes olas migratorias. Y en las ciudades, el Estado tampoco fue capaz de resolver problemas básicos de vivienda, acceso a servicios, creación de empleos; fueron los propios migrantes los que los resolvieron. Matos era un entusiasta, veía en estas prácticas herencias andinas de organización y acción colectiva, basadas en principios de reciprocidad y solidaridad, y hasta el germen del socialismo. La expectativa de Matos podía despertar cierta simpatía porque en la década de los años ochenta el mundo informal parecía tener una suerte de relación simbiótica mutuamente benéfica con el Estado: aquél solucionaba problemas que éste era incapaz de atender, y el Estado toleraba la violación de las normas. Matos aspiraba a construir una nueva legitimidad institucional desde las prácticas de los informales.

A finales de la década de los años ochenta, el Perú oficial colapsó. Con las reformas neoliberales de la década de los años noventa, redefinió sus fronteras, se achicó y logró alguna mejora en eficiencia en áreas críticas para la estabilidad del conjunto, pero abandonó también áreas fundamentales para la vida cotidiana de los ciudadanos: la liberalización del transporte público, la expansión de la educación básica privada, la creación de universidades privadas con fines de lucro prácticamente sin regulaciones. Más todavía, podría decirse que el Estado prácticamente abandonó la educación y la salud pública, de modo que a su interior se desarrollaron todo tipo de prácticas informales que permitieron su subsistencia, a expensas de la calidad de los servicios.

Digamos que en la relación simbiótica el mundo informal se volvió mucho más grande y empezó a asumir una relación parasitaria, debilitando seriamente áreas en las que el Estado debería imponerse. Poco a poco el promisorio mundo informal, empezó a revelar otra cara: la de poderosos grupos de interés y de mafias interesados en mantener los arreglos informales. A pesar de ello, áreas estratégicas del Estado y el control político seguían en manos del Perú oficial. El fujimorismo desarrolló una red de clientelismo y control que le permitió gobernar; caído el fujimorismo, la tarea era recuperar la institucionalidad estatal, tarea lamentablemente no cumplida. Con todo, en los primeros quince o veinte años del nuevo siglo logramos un importante crecimiento económico y avanzar en inclusión social, e incluso, iniciar ciertas reformas desde un Estado que requería imponer un mínimo de orden en el mundo informal: la reforma de la educación básica y universitaria, la reforma del transporte, algo de reformas políticas. Y hasta no hace mucho, a pesar de lo débiles que eran los partidos, y de que poco a poco el sistema político se fue llenando de aventureros, pragmáticos y defensores de intereses personales y de grupos, ciertos líderes reconocidos y respetados tenían cierta capacidad para disciplinar a sus cuadros e imponer una mínima línea política. Pero desde 2016 en particular la fragmentación es mayor, la capacidad de las dirigencias partidarias de controlar lo que sucede dentro de sus organizaciones es mínima, el oportunismo más abierto, y además partidos de los que se esperaría conductas más institucionalistas han terminado sucumbiendo a prácticas populistas. Y las cosas han empeorado sustantivamente con la pandemia. Hoy vemos cómo en el Congreso la defensa de intereses contrarios a reformas fundamentales para el país recibe apoyos mayoritarios que cruzan todas las bancadas. Más allá de la confrontación entre izquierda y derecha, esta es otra tanto o más importante, en la que se juega la viabilidad de largo plazo de la democracia.

Sobre la derecha extremista




En mi artículo de la semana pasada intenté llamar la atención sobre el grado de deterioro de nuestra representación política, lo que constituye una serie amenaza para nuestra democracia. Otro de los asuntos, entre varios que me parecen preocupantes, era “el desarrollo de una derecha extremista que amenaza los procesos democráticos, los avances en derechos, y que parece subordinar a sectores más moderados y liberales”. Al colega Jaime de Althaus esta preocupación le parece exagerada, y más bien le preocupa la amenaza de una izquierda extremista. Vale la pena discutir un poco más sobre este asunto.

¿Existe la amenaza de una izquierda extremista en América Latina? Creo que podríamos convenir con el hecho de que la “ola izquierdista” está en franca retirada, no en ascenso. Hace poco más de diez años, teníamos a Hugo Chávez en el poder, en la cima de su popularidad, iniciando la etapa de construcción del socialismo, contando con una abundancia de dólares que le permitía tener un importante protagonismo en entidades como la ALBA y la UNASUR; teníamos a Evo Morales y a Rafael Correa aprobando nuevas Constituciones bajo la hegemonía de sus partidos, y reeligiéndose con mayorías abrumadoras; y a Daniel Ortega iniciando lo que terminaría siendo un periodo de gobierno ininterrumpido hasta el momento. Además, teníamos en otros países izquierdas más moderadas en el poder como Brasil con Lula, Argentina con Cristina Fernández, Chile con Michelle Bachelet, Uruguay con Tabaré Vásquez, Paraguay con Fernando Lugo, líderes a la cabeza de partidos que tendían a manejarse con criterios de solidaridad con la izquierda continental en instancias como el Foro de São Paulo. Hoy, Venezuela vive un desastre humanitario, busca una salida institucional, y ya no más un modelo para nadie, Ortega encabeza una dictadura desembozada, Correa está sentenciado por delitos de corrupción e inhabilitado políticamente, Morales se vio forzado a renunciar y tiene mucha menor influencia sobre los sucesos en Bolivia, y en general la correlación de fuerzas políticas en la región se ha inclinado claramente hacia la derecha.

En la orilla opuesta, por el contrario, a diferencia de hace diez años, tenemos en la región una nueva derecha extremista movilizada, motivada, y actuando “sin complejos”, con discursos abiertamente populistas, contra la lógica de ampliación de derechos y contra principios de la democracia liberal representativa. Una expresión de este cambio es la “Carta de Madrid”, en la que se habla desde una “iberósfera”, y se denuncia que “una parte de la región está secuestrada por regímenes totalitarios de inspiración comunista, apoyados por el narcotráfico y terceros países (…) el proyecto ideológico y criminal que está subyugando las libertades y derechos de las naciones tiene como objetivo introducirse en otros países y continentes con la finalidad de desestabilizar las democracias liberales y el Estado de Derecho”. Así, en realidad, la novedad no está tanto en la amenaza de la izquierda, sino en un nuevo discurso macartista de un sector de la derecha. Se trata de una red con un importante liderazgo del partido Vox español y su presidente Santiago Abascal, en la que participan personajes como Eduardo Bolsonaro de Brasil, José Antonio Kast de Chile, María Corina Machado de Venezuela, Javier Milei de Argentina, y Rafael López Aliaga de Perú, que ilustran bien sus coordenadas políticas.

Nuestro país tiene una ubicación muy singular: en nuestras últimas elecciones ganó inesperadamente una candidatura de izquierda ciertamente radical pero muy precaria, de modo que su gestión está marcada por la falta de capacidad de gestión y la improvisación en la toma de decisiones. Y que enfrenta una oposición en la que un sector de la derecha empezó cuestionando sin evidencia la limpieza del proceso electoral, y que inmediatamente después pasó a promover una declaratoria de vacancia presidencial. Nuestro problema es que esa derecha está logrando desplazar a la que legítimamente se opone al gobierno, pero que al mismo tiempo respeta los procedimientos democráticos.

Algunos temas de fondo




La coyuntura inmediata peruana, tan agitada, voluble, estridente, acapara nuestra atención; sin embargo, muchas veces en el fondo no hay mayor contenido. En todo caso, el seguimiento del último escándalo hace que se nos escapan debates más de fondo. No solo estamos ante serios problemas del gobierno de Pedro Castillo; estamos ante problemas que afectan también la acción de la oposición, y al conjunto de actores políticos. En realidad, estamos ante problemas de fondo de la democracia peruana, en los que deberíamos concentrar nuestra atención.

Desde hace más de veinte años los politólogos llamamos la atención sobre la debilidad de los partidos políticos. Pero parecemos haber llegado a un punto en el que hay tan pocos incentivos para la acción política, en el que se han perdido tanto motivaciones ideológicas o programáticas o identitarias, que la política se ha poblado de actores con puros intereses particularistas, en donde ésta aparece como un mecanismo de ascenso social, o la extensión de negocios o intereses privados. Así, una vez que se ocupan posiciones de gobierno, los partidos (o movimientos regionales) se revelan como redes precarias en las que se mezclan vínculos personalizados, redes de afinidad basadas en parentesco, paisanaje, pertenencia a alguna asociación, experiencia gremial, empresarial, en las que proliferan lógicas de patronazgo o clientelísticas. No hace mucho, los partidos solían contar con una capa de profesionales que contenían o daban una mínima estructura, o al menos había liderazgos interesados en lograr un mínimo de eficiencia, para lo cual preservaban una mínima lógica meritocrática. Hoy, mucho menos. Y en cuanto a la oposición, en el Congreso proliferan los intereses particularistas, exacerbados por nuestro sistema unicameral, elegido territorialmente, con voto preferencial. Lo mismo tiende a ocurrir en los consejos regionales y en los concejos municipales. No hace mucho, las dirigencias partidarias, o ciertos líderes de bancada, tenían la capacidad de “disciplinar” mínimamente a los representantes electos. Hoy se hace mucho más difícil.

¿La alternativa es la sociedad? No necesariamente. Los colegios profesionales, los gremios, asociaciones, también adolescen de serios problemas de representación. Nuevamente, tienden a expresar intereses de pequeños grupos, no de los sectores que supuestamente representan. En la base de todo esto está una sociedad que se ha desvinculado del mundo político, generando un círculo vicioso: no hay participación, lo que favorece que grupos con intereses particulares controlen la política, lo que desincentiva la participación.

Además, algunas dinámicas recientes resultan especialmente preocupantes. El crecimiento económico reciente permitió el florecimiento de iniciativas muy innovadoras y positivas, pero también muchas actividades ilegales e informales con cada vez más fuertes vínculos con la política; dos, el desarrollo de una derecha extremista que amenaza los procesos democráticos, los avances en derechos, y que parece subordinar a sectores más moderados y liberales. Tres, una lógica de comunicación política, exacerbada por el uso extendido de las redes sociales y el declive de los medios tradicionales, en los que la atención política se concentra en escándalos, denuncias, que alimentan respuestas reactivas, inmediatistas en la comunidad política. Se pierde el horizonte de mediano y largo plazo.

Esta situación no ha surgido ayer, es resultado de un deterioro lento, que afecta al conjunto de la actividad política. Este parece ser el dilema que enfrentamos hoy: no estamos satisfechos con el gobierno actual, pero las alternativas lucen iguales o peores. Hasta hace algunos años, la solidez de algunas áreas de la economía y del Estado permitieron un crecimiento que puso “debajo de la alfombra” el impacto negativo del deterioro político. Hoy el deterioro parece mayor, e impacta directamente sobre las perspectivas de crecimiento. 

Existen algunos focos de resistencia que impiden que el deterioro alcance niveles irreversibles: sectores que hacen un periodismo independiente; áreas del Estado, de la burocracia más profesionalizadas, que se resisten a las lógicas más descaradas de patronazgo y clientelismo; cierta capacidad de reacción y movilización de la opinión pública, por lo menos en coyunturas clave.

Decisiones estratégicas


¿Se dará cuenta el presidente Castillo de la encrucijada en la que se encuentra? Las decisiones que tome en las próximas semanas serán cruciales para definir si podrá labrar un camino que le permita satisfacer mínimamente las expectativas que despertó entre sus votantes, incluso si alcanzará a terminar su mandato.

El presidente llegó al poder con un discurso refundacional que no se correspondía con la fragilidad de su respaldo electoral y vulnerable posición en el parlamento, enfrentando en particular una oposición liderada por una derecha con posiciones extremistas. Pero en los primeros cuatro meses de su gobierno, el presidente no solo no parece tener plena consciencia de lo precaria de su situación, sino que hasta parece desafiarla. No es sorprendente por ello que en la encuesta de noviembre del Instituto de Estudios Peruanos la desaprobación a su gestión alcance al 65% de los entrevistados; y que esta supere a la aprobación en todos los sectores del país, incluyendo el Perú rural, el sur y el oriente, los niveles socioeconómicos D y E, y las personas que se autodefinen de izquierda. Además, no se registran mayores expectativas de mejora: un 47% piensa que el gobierno de Castillo “empeorará” en los próximos meses, mientras que un 16% considera que “se mantendrá igual”. Finalmente, la conclusión de todo esto es que un 62% considera que Castillo “no terminará su gobierno”.

De otro lado, tampoco es que haya expectativas respecto a la oposición; la desaprobación al Congreso es aún mayor que la del gobierno, alcanzando al 75% de los entrevistados. Y la mala evaluación afecta, puntos más o menos, a todas las bancadas, en particular a Fuerza Popular. Tal vez esa sea la razón por la cual la mayoría, el 55% de los encuestados, rechaza el pedido de vacancia al presidente Castillo, pedido solo mayoritario en Lima, en los niveles socioeconómicos A/B, y entre quienes se identifican con la derecha.

El pedido de vacancia constituye un estiramiento grosero de la norma constitucional hasta un extremo que altera la naturaleza de nuestro régimen político. En Perú tenemos un régimen presidencialista, elegimos directamente mediante voto popular al presidente, por un periodo fijo de cinco años. Por ello el presidente goza de inmunidad, y solo puede ser acusado durante su mandato por causales muy acotadas, establecidas en el artículo 117; y la vacancia está pensada solo para casos en los cuales no sea posible para el presidente continuar materialmente ejerciendo el cargo. En nuestro país, desde 2016, siguiendo una tendencia registrada en toda la región, los Congresos han encontrado en la destitución de los presidentes una manera “resolver” a su favor el conflicto entre un presidente en minoría y debilitado y una mayoría opositora radicalizada. Para dar cuenta de este asunto es necesario, junto a las complejidades constitucionales, considerar este creciente radicalismo, por lo general en las derechas, de allí que la vacancia se haya “descubierto” como herramienta política solo recientemente.

Haría bien Castillo en recordar que la renuncia de Kuczynski fue consecuencia, en primer lugar, de su aislamiento político, en buena parte fruto de una conducta política errática: no llegó a pactar con el fujimorismo como para apaciguarlo, ni lo confrontó con convicción para asegurarse el apoyo del antifujimorismo. La izquierda nunca lo apoyó, se aisló cada vez más ante la opinión pública, no fue capaz de dar explicaciones convincentes ante la aparición de denuncias diversas, y finalmente se vio involucrado en maniobras políticas chapuceras intentando evitar un desenlace cada vez más anunciado. El presidente Castillo se encuentra ahora incapaz de neutralizar a una derecha extremista apostando cada vez más fuerte, en conflicto con su propio partido, sin decidirse por consolidar una alianza con una izquierda más moderada y articulada, o por acercarse a los partidos de centro. Y tampoco logra dar respuestas satisfactorias ante denuncias que afectan a su entorno más cercano. Y con una desaprobación mayoritaria, se percibe cada vez más vulnerable.

Amenazas y resistencia


¿Cuáles son las amenazas principales que penden sobre la democracia peruana? Hace algunas décadas, inmediatamente después de nuestras transiciones, la amenaza principal sobre las democracias en la región era una reversión autoritaria, la vuelta a dictaduras militares. Si bien los militares siguen siendo actores importantes, y en ocasiones cumplen un papel “dirimente” en los conflictos políticos, esa amenaza no parece ser la principal. Más adelante, nuestros diagnósticos llamaron la atención sobre los desafíos de las crisis económicas, y sus efectos sobre la pobreza y la desigualdad, que además podrían dar lugar a la irrupción de líderes demagógicos y oportunistas; que una vez en el poder, podrían debilitar el funcionamiento de las instituciones. En efecto, tuvimos en la década de los años noventa una ola de “democracias delegativas”, asociadas a la implementación de reformas neoliberales. El fujimorismo fue parte de ella, que fue más allá y llegó a romper el orden constitucional en 1992.

En el nuevo siglo, con el “giro a la izquierda”, en algunos de nuestros países se instauró una corriente contraria a los valores liberales – representativos, en nombre de la reivindicación de formas de representación más “directas”; en realidad, se trató de un populismo de izquierda. Así, en algunas de nuestras democracias el problema era defender el pluralismo y el equilibrio de poderes, mientras en otros, que continuaron por sendas más ortodoxas en lo económico, el problema siguió siendo dar una respuesta más eficaz a los problemas de pobreza y desigualdad. Perú ciertamente resultó un caso emblemático de esto. En medio de todo, además, empezamos a registrar que más allá de las diferencias ideológicas, la capacidad estatal para implementar efectivamente políticas, sean las que sean, resultaba fundamental; el desafío de construir un Estado con un cuadro burocrático y técnico eficaz se reveló como factor clave en medio de un ciclo importante de crecimiento económico (el boom del periodo 2002-2013). Con mayores recursos, además, también resultó clave la capacidad de poner freno a la corrupción. El crecimiento no solo hizo más atractivas las transacciones con los Estados, también fortalecieron diversas mafias y actividades ilegales, que de diversos modos empezaron a infiltrar el ámbito político. Nuevamente, Perú es un caso emblemático, con la extensión de diversas actividades informales e ilegales. Más recientemente, en toda la región emerge una nueva amenaza: un populismo extremista de derecha, también con una retórica anti-establishment, que ataca también las instituciones plurales - representativas y avances sustantivos en ampliación de derechos en nombre de valores tradicionales.

En medio de esto, también logramos algunos avances relevantes. La dinámica de crecimiento generó un mínimo consenso alrededor de políticas de mercado y favorables al crecimiento; también alrededor de contar con instituciones más fuertes capaces de regularlo y fiscalizarlo. Nos fuimos convenciendo de la importancia de tener un mejor Estado, y en algunas áreas intentamos realizar reformas. Avanzamos algo en áreas en las que parecía imposible avanzar, en sectores como educación, transporte, justicia, reforma política, servicio civil. Y ante la precariedad de nuestra representación política, otros actores empezaron a tener algo más de vocería: redes de expertos y técnicos, ONGs e instituciones de la sociedad civil, diversos organismos internacionales, explican también que el Estado haya adquirido compromisos y esté sujeto a controles que limitan la toma de decisiones arbitrarias, que van desde contratos y garantías para inversiones, como compromisos ambientales y en materia de respeto a los derechos humanos.

Estamos ahora en una suerte de encrucijada. Los viejos desafíos siguen estando allí, no los hemos resuelto, pero aparecen ahora nuevos. La precariedad del gobierno de Pedro Castillo y de nuestra representación en el Congreso se entiende mejor en medio de este cruce de corrientes. Hasta el momento, en medio de todo, nuestro entramado institucional resiste. Pero es necesario ser conscientes de todo lo que está en juego para evitar que perdamos lo que tantos años ha costado construir.

Sobre el “caviarismo” (2)


La semana escribí sobre el “caviarismo”, término denostativo de uso cada vez más extendido, lo que da cuenta, decía, del grado de polarización en nuestra comunidad política, del pobre nivel de nuestro debate público, de la extensión de la descalificación como argumento, de cuán conservadora se ha vuelto nuestra élite política. Desde las páginas de Expreso, Ricardo Vásquez Kunze escribió una réplica, planteando temas que podrían ser de interés de los lectores, reivindicando al conservadurismo como “único dique racional contra la irracionalidad y superstición caviar”.

Una primera crítica que presenta Vásquez es que el “caviarismo” parte de la premisa de una “pretendida superioridad moral autoconferida”, frente a la cual “no cabe discusión posible”. En realidad, me parece que, hasta cierto punto, el problema es que la polarización en el debate conduce fácilmente a la caricaturización y la descalificación. Desde sectores de derecha se percibe que sectores liberales (“primos hermanos del caviarismo” según Vásquez) o de izquierda pretenderían su “cancelación”, pero esto no es sino la contracara del “terruqueo” o del uso del término “caviar” precisamente como forma de descalificación a quienes están en posiciones contrarias.

Pero existe un tema más de fondo que es importante discutir. Desde hace algunos años, en todo el mundo, existe una reacción conservadora frente a banderas progresistas de ampliación de derechos y de sus mecanismos de protección. Expliquémonos. La democracia liberal como forma de régimen político se funda en los principios de igualdad y libertad, por ello, establece reglas de convivencia que buscan impedir la discriminación, y al mismo tiempo, preservar los derechos de las minorías. En tanto esta lógica está basada en derechos universales, la lógica de la democracia y de la defensa de los derechos humanos adquirió no solo la forma de una serie de garantías legales nacionales, también internacionales. En las últimas décadas, el propio ejercicio de los derechos democráticos ha llevado a una lógica de ampliación de los mismos, sobre un amplio ámbito de aplicación. En todo el mundo, y también en nuestro medio, esta ampliación ha generado fuertes resistencias conservadoras. En particular, a Vásquez parecen incomodarle los derechos asociados al enfoque de género y a la identidad de género, al parecer porque irían en contra de “la naturaleza humana”, resultando una “construcción cultural e ideológica antojadiza”.

En realidad, de lo que se trata es de preocuparnos crear condiciones que hagan efectivo el ejercicio de los derechos de las personas, especialmente aquellas en situación de vulnerabilidad constante. Mujeres, pueblos indígenas, diversidades sexuales, etc., tienen serias limitaciones para ejercer sus derechos ciudadanos, y ciertamente frente a derechos no cabe presentar el caso como un asunto controversial o de diferencia de opiniones. Podemos debatir y discrepar sobre cuánta intervención estatal o cuánto de promoción a la inversión privada es necesaria, pero no sobre los derechos de las personas. No se trata de asumir una posición de superioridad moral, sino de asegurar reglas de convivencia democrática, que también protege el derecho a defender banderas conservadoras.

El problema es que se pretenda hacer pasar la defensa de privilegios o exclusiones como meras diferencias de opinión. El enfoque de género y el derecho a la identidad de género están basados en una amplia legalidad internacional, así como en un amplio consenso científico. Pero estamos ante un problema serio si es que, por la resistencia que generan estas cuestiones, se pretenda cuestionar el Sistema Interamericano de Derechos Humanos o la evidencia científica. Lamentablemente a eso estamos llegando.

Ciertamente, no se puede negar ni desatender sin más las inquietudes de los sectores conservadores. De lo que se trata es que se entienda que la lógica de ampliación de derechos para proteger a las poblaciones vulnerables no busca recortar derechos ni cuestionar las costumbres o tradiciones conservadoras que caben dentro del marco democrático. Sí se trata de encontrar un marco que permita que todos convivamos con tolerancia y respeto en el espacio público.

Sobre el “caviarismo”


La crítica al “caviarismo” circula en nuestro discurso político desde hace mucho, pero con el tiempo su uso se ha generalizado, y sus modos actuales revelan cambios signifcativos en nuestra política en los últimos años.

Es casi un lugar común universal la crítica a un sector de izquierda proveniente de sectores “acomodados”, que de alguna manera se comportaría de manera inconsecuente con su propia retórica, dados sus orígenes sociales. En Francia se habla de la gauche caviar, de donde se habría importado el término. En nuestro país, en el siglo pasado, se hablaba peyorativamente de una “izquierda miraflorina”, pero no era una categoría que fuera tomada muy en serio.

El término empezó a usarse de manera más general, me parece, durante los años del segundo gobierno de Alan García. En las elecciones de 2006, candidaturas más orgánicas de izquierda como las de Villarán, Diez Canseco y Moreno obtuvieron el 0.62, 0.49 y 0.27 % de los votos, respectivamente. Otro sector de la izquierda apoyó la candidatura de Humala, quien ganó en la primera vuelta pero perdió en la segunda ante García. Como sabemos, a diferencia de su primer gobierno, García condujo el segundo por un camino ortodoxo y bastante conservador, lo que le valió, naturalmente, críticas de la oposición de Unión por el Perú en el Congreso; el tema es que también recibió duras críticas desde sectores de los medios de comunicación y de la sociedad civil. En la lógica gubernamental, un grupo de izquierda que perdió las elecciones, desde algunas universidades, ONGs y otras organizaciones, y a través del manejo de ciertas competencias académicas, técnicas, intelectuales, que les permiten el acceso a redes de organismos y fuentes de financiamiento internacionales, habría conseguido un poder e influencia desmedida e injustificada. Estos sectores levantarían algunas banderas “de moda” en el extranjero, pero para las cuales el país supuestamente no estaría preparado, o no serían propias de nuestra “cultura”: la corrección política, la defensa de los derechos humanos, los derechos de las mujeres, minorías sexuales, de los pueblos indígenas, del medio ambiente, el combate a la exclusión social y la discriminación, el fortalecimiento de las instituciones, etc. Como puede verse, la crítica a la izquierda acomodada inconsecuente pasó a ser la crítica a una agenda progresista y liberal en general.

Durante el quinquenio de García, si bien solía haber una queja frente a las críticas de los “caviares”, finalmente, durante buena parte de su gobierno, imperó más bien un intento de conciliar y atender sus cuestionamientos. Durante el gobierno de Humala se consolidaría, a la luz de sus críticos a la derecha, la influencia “caviar”, según la cual las viejas banderas del “comunismo” se habrían aggiornado detrás de la agenda del párrafo anterior; y a la izquierda, se repetiría también la queja por la “traición” de un programa radical por la influencia de sectores “moderados”. Sin embargo, los críticos más ácidos aparecían como minoritarios y sin mayor influencia. Las cosas empezaron a cambiar en 2016. Los fujimoristas sintieron que “los caviares” llevaron a Kuczynski a enfrentarse a ellos, y esta vez una fuerza política con mayoría en el Congreso era la que levantaba con convicción y sin mayores reservas ese tipo de discurso. Los “caviares” habrían luego influenciado en Vizcarra y propiciado la disolución del Congreso, y vuelto al poder a través de Sagasti. En las últimas elecciones, el debilitamiento del centro y la radicalización de los extremos le dio más resonancia a este discurso; surge una derecha extrema que habla ahora abiertamente de los “caviares” como “fracasados” y “parásitos”, a la que se suma una izquierda radical para la cual sectores de izquierda más institucionalistas habrían “capturado” al presidente Castillo.

Así, el extendido uso del término resulta dando cuenta del grado de la polarización política, del pobre nivel de nuestro debate público, de la extensión de la descalificación como argumento, de cuán conservadora se ha vuelto nuestra élite política.

Primeros cien días




En los próximos días cumpliremos los primeros cien días del gobierno del presidente Castillo. En principio, los gobiernos nuevos lanzan al inicio de su gestión las iniciativas centrales que supuestamente marcarán todo el quinquenio, y a los cien días se está en condiciones de hacer una primera evaluación de las mismas. Sin embargo, el gobierno de Castillo desperdició los primeros meses de su gestión, en los que discutimos nombramientos desacertados, eventuales iniciativas sin viabilidad que por supuesto no llegaron a concretarse, así como las contradicciones, marchas y contramarchas del Presidente y de sus primeros dos Consejos de Ministros.

Recordemos que el 28 de julio el presidente Castillo anunció, entre otras cosas, la Creación del Ministerio de Ciencia y Tecnología, o que no gobernaría desde Palacio de Gobierno, y que éste se convertiría en un museo. Anunció la presentación ante el Congreso de una propuesta para modificar el artículo 206 de la Constitución para incorporar la convocatoria a una Asamblea Constituyente, en tanto la Constitución de 1993 “no contempla la figura de una Asamblea Constituyente, ni la elaboración de una nueva Constitución”. Más adelante, el Presidente del Consejo de Ministros Guido Bellido anunció la presentación de un proyecto de ley para fortalecer y modernizar el Banco de la Nación, o la creación de una Comisión Nacional del Sistema Nacional de Pensiones. La lista de anuncios que luego no tuvieron concreción es muy larga. El presidente Castillo no tiene logros que exhibir, tampoco iniciativas ambiciosas realmente en marcha. Lo concreto es que se ha continuado el trabajo del gobierno anterior y se ha seguido avanzando en el proceso de vacunación, y que se está entregando lentamente el bono Yanapay (a medidados de octubre lo había cobrado apenas el 16.4% del total de beneficiarios); se han anunciado iniciativas diversas bajo el rótulo de una “segunda reforma agraria”, y también una serie de iniciativas que recién se concretarían a través del pedido al Congreso de facultades para legislar en materias tributaria, fiscal, financiera y de reactivación económica.

El problema es que al presidente Castillo le está costando demasiado tiempo definir qué presidente quisiera ser. De un lado, tiende espontáneamente a expresar las ideas de corte más antisistema en las que se formó y desarrolló su carrera como dirigente sindical, tiende a ser fiel a sus vínculos con el magisterio más radical y con el partido que lo llevó al poder; pero al mismo tiempo, quizá a su pesar, tiene también la lucidez para darse cuenta de que su gobierno es inviable sin la colaboración de una izquierda con mayor capacidad técnica, y sin una conducción que requiere la generación de legitimidad y consensos amplios, dada la precariedad de su respaldo político, y la configuración del parlamento. Esto empieza a ser reflejado por las encuestas de opinión, que registran una caída en su aprobación de 53% en julio a 35% en octubre, con una desaprobación que llega hasta el 48% de los entrevistados, según la última encuesta del Instituto de Estudios Peruanos. La aprobación a Castillo solo supera a la desaprobación en el oriente y entre quienes se definen de izquierda. En los niveles D y E, en el mundo rural, en la sierra y en el sur la aprobación y desaprobación se encuentran ahora relativamente igualadas, cuando hace un par de meses algunos los consideraban “bastiones” de apoyo al presidente. Un 62% percibe que el presidente no tiene un plan claro para el desarrollo del país, y en general se critica “su falta de liderazgo o capacidad para gobernar”, así como “la falta de gente capacitada en el gobierno”.

Con todo, por fin, con iniciativas como la segunda reforma agraria, la reforma tributaria, estamos empezando a discutir propuestas concretas. Ese es el camino a seguir, pero para ello el presidente debe asumir que para sacarlas adelante necesita personal calificado en términos políticos, técnicos, y éticos.

Elecciones regionales y municipales 2022



El pasado sábado el gobernador de Arequipa Elmer Cáceres sufrió una detención preliminar, junto a varios consejeros y funcionarios del gobierno regional, acusados de integrar una organización criminal, mediante la cual obtenían beneficios a través de cobros a contratistas para adjudicar obras, y se neutralizaba a opositores a través de pagos de sobornos y adjudicación de diversas prebendas. Precisamente cuando vuelve a la agenda la necesidad de una reforma institucional y política profunda para los ámbitos regional y municipal, en el Congreso se debate lo contrario: congelar, posponer la implementación de reformas que ayuden a mejorar la representación política, la fiscalización y el control en esos ámbitos.

El proceso de reforma institucional iniciado en abril de 2019, sobre la base de las propuestas de la Comisión de Reforma Política, dejó de la lado las propuestas referidas al ámbito regional y municipal. En su momento resultó razonable, porque lo urgente eran las reformas que regirían el proceso de electoral de 2021; pero su debate nunca se llegó a dar por la disolución del Congreso en septiembre de 2019, y el Congreso elegido en enero de 2020 tampoco retomó esos proyectos. El Congreso actual tampoco, y el debate se centra en la suspensión de las elecciones primarias y otros asuntos aislados. En la Comisión de Reforma Política propusimos un proyecto para fortalecer las capacidades de fiscalización y control de los consejos regionales y de los concejos municipales, ampliar las causales para la declaratoria de vacancia y suspensión en el cargo de gobernadores, vicegobernadores y consejeros; otro para cambiar la composición de los consejos regionales, buscando fortalecer las listas en competencia y evitar lógicas individualistas, más proclives a la cooptación. En lo que sí se avanzó es en establecer nuevos requisitos para la inscripción de organizaciones políticas regionales, así como en las causales para la pérdida de la inscripción, con la lógica de facilitar el acceso, pero ser más exigentes para mantenerse en el sistema. La idea es depurar el mismo de los “movimientos cascarón” y quedarnos con los más legítimos y representativos.

En el Congreso, sin embargo, se ha debatido en dos ocasiones la suspensión de las elecciones primarias para las elecciones regionales y municipales de 2022. En general, el debate parlamentario sugiere que los partidos más organizados y con más vida interna tienden a estar de acuerdo con las elecciones primarias, mientras que los partidos más débiles, los parlamentarios con vínculos con grupos regionales precarios y los partidos más jerárquicos simpatizan con la suspensión. Recientemente, los organismos electorales han declarado que no habría tiempo y además han señalado habría vacíos legales para organizar adecuadamente el proceso. Sorprende que estas observaciones se hagan recién, cuando sabemos desde agosto de 2019 se habría elecciones primarias el próximo año.

En todo caso, sería muy importante que entre el Congreso y los organismos electorales se realice el esfuerzo de sacar adelante las elecciones primarias, cubriendo los vacíos o ambigüedades con un sentido práctico a la brevedad; de no ser posible, lo mínimo que deberíamos pedir es que los partidos y movimientos regionales elijan a sus candidatos mediante elecciones internas con el voto de toda su militancia, con algún mínimo de participación para declararlas válidas, para así sacar de la competencia a las organizaciones que son solo cascarones y que alojan a los oportunistas y aventureros de la política, que pretenden llegar al poder para hacer negocios y obtener beneficios.

El escándalo del gobierno regional de Arequipa pone sobre la mesa la necesidad de proponer reformas para mejorar la representación política regional y muncipal, y fortalecer mecanismos de fiscalización y control. Tal vez no haya tiempo para normar las elecciones del próximo año, pero las reformas deberían empezar a debatirse ahora. Este gobierno, que pretende representar a las regiones más postergadas, y este Congreso, en el que las bancadas más grandes tienen una mayoría de representantes de diferentes regiones, deberían liderar iniciativas reformistas.

La agenda de un gobierno de izquierda



La semana pasada decía que el Consejo de Ministros presidido por Mirtha Vásquez podría entenderse, momentáneamente, como una muestra de la capacidad de resistencia de nuestras instituciones, para inclinar la balanza hacia un camino de mayor gobernabilidad. El presidente Castillo ha malgastado sus cruciales primeros meses de gobierno en tener gestos ambiguos, quedar atrapado entre presiones cruzadas de sus propios aliados, realizar y defender nombramientos desacertados, sumirse en el silencio y la indefinición, antes que en proponer políticas en favor de los sectores sociales más desfavorecidos, supuesta misión fundamental de su gobierno. La primera semana de octubre, por fin, lanzó un conjunto de propuestas bajo el rótulo de “segunda reforma agraria”, pero igual quedaron muchas definiciones pendientes, y no ha habido otras.

Considero que un camino posible para el nuevo Consejo de Ministros es concentrarse en las políticas públicas centradas en la atención a la población en situación de pobreza y extrema pobreza, y construir consensos amplios alrededor de éstas. Así se podría satisfacer las expectativas electorales que despertó, generar consensos entre los grupos parlamentarios, relacionar al gobierno nacional con los regionales y locales, movilizar a la sociedad civil, y atender un asunto crítico para el desarrollo del país. Para esto tendría que reordenar la lógica del gobierno en función de estos objetivos.

Buena parte de nuestra izquierda, en los últimos años, ha manejado un discurso contrario al “modelo neoliberal”, planteado que los “grupos de poder” manejan las grandes decisiones de política, lo que explicaría que el crecimiento del país no haya solucionado los problemas de la mayoría. De allí se deduciría la necesidad de cambiar la Constitución de 1993, supuesta concreción del modelo, y de presionar al empresariado a través de anuncios de renegociación de contratos o renovadas presiones tributarias. El problema es que se trata de un mal diagnóstico. En realidad, el freno para atender los problemas de educación, salud, desarrollo de las zonas rurales, no está tanto en la resistencia de los grupos de poder, sino en la falta de decisión y en la incapacidad de los gobiernos para reorientar la lógica del Estado en favor de los ciudadanos, especialmente de los más necesitados. No es que no exista en el Perú un problema redistributivo, ni que no existan contradicciones y conflictos entre grupos sociales: pero claramente allí no están los problemas principales que impiden avanzar en la solución de los problemas. Con los recursos disponibles es mucho lo que se puede hacer, pero para esto se necesita de un Estado capaz de implementar políticas complejas, que requieren “sintonía fina”, persuasión, coordinación, persistencia, coherencia, y un liderazgo político con claridad de objetivos.

Ciertamente se requiere de más recursos y aumentar la presión tributaria, pero ellos no se obtendrán confrontando a las grandes empresas; en términos tributarios, los problemas centrales están en la necesidad de reestructurar el gasto público y en reducir los altos niveles de evasión, que implican un problema más complejo. Y no es que de la noche a la mañana contaremos un abundancia de recursos y de rentas para redistribuir. Y si pensamos en el desarrollo rural, lo que se necesita son múltiples intervenciones articuladas, que pongan como centro el desarrollo de los territorios en pobreza extrema, en las que converjan el gobierno central y los gobiernos regionales y locales, con iniciativas que movilicen al MIDIS, al MINAGRI, a sectores como educación, salud, transportes y comunicaciones, para implementar iniciativas convergentes y complementarias. El esfuerzo de coordinación para esto es enorme, pero se tiene que empezar.

Se esperaría de un gobierno de izquierda, encabezado por un profesor de escuela rural, implementar políticas concretas en favor de la población más necesitada; hasta el momento, más allá de algunos gestos, no ha habido muchas iniciativas concretas. El conocimiento, los diagnósticos, las propuestas, existen. ¿Será capaz el presidente Castillo de entender que ese camino está disponible y actuar en consecuencia?

¿Cómo resiste nuestra democracia?



En todas partes del mundo es común hablar de un “declive” democrático, del agotamiento de las instituciones representativas, de la creciente desafección ciudadana, de la extensión de discursos antisistema, de recurrentes explosiones de malestar ciudadano que no logran ser canalizadas institucionalmente. Uno de los blancos recurrentes de la crítica son los partidos políticos, señalados como elitistas y sin vínculos con los ciudadanos. Según el Latinobarómetro de 2021, el apoyo y la satisfacción con la democracia están en los niveles más bajos desde 1995; también los niveles de confianza en el Congreso y en los partidos políticos, donde nuevamente Perú aparece como el país con los niveles más bajos de toda la región.

En 2005 publiqué un libro titulado “Democracia sin partidos”; junto a otros colegas, intentamos llamar la atención sobre la precariedad de nuestras organizaciones políticas, cómo estaban caracterizados por el personalismo, la pérdida de identidad, disciplina, perfiles ideológicos y programáticos. Desde entonces, la cosa ha ido claramente para peor; inesperadamente, nuestra democracia, sometida a grandes tensiones y desafíos, ha logrado sostenerse. A pesar de todo ello, la economía mostró importantes tasas de crecimiento, que permitieron una reducción sustantiva en nuestros niveles de pobreza.

¿Cómo es que esto sucedió? En los últimos años, diversos autores hemos llamado la atención sobre cómo, en medio del desinterés de los políticos, pudieron desarrollarse algunas “islas de eficiencia” en áreas clave del Estado, responsables de los logros que se dieron. ¿Cómo es que se formaron? Partidos personalistas,  sin militantes y sin clientelas propiamente dichas a las que responder, sin compromisos programáticos fuertes, dejaron espacios libres en los que redes de expertos y tecnócratas, con vínculos con organismos internacionales pudieran prosperar. Con el tiempo, pasamos de pequeñas islas a pequeños archipiélagos en diferentes sectores. Como que no valorábamos esos espacios lo suficiente, hasta que en el último tiempo sentimos que estaban en riesgo. Partimos de instituciones vinculadas al manejo macroeconómico, pero hoy tomamos plena  consciencia de que también hay logros importantes que defender en cuanto a la reforma de la educación, la calidad y autonomía del Tribunal Constitucional, organismos reguladores, la Cancillería, entre otros. También nos preocupa mantener la autonomía y asegurar el trabajo del sistema de justicia, áreas específicas del Poder Judicial y de la Fiscalía, áreas clave en la persecusión de delitos.

Los avances ocurridos han sido siempre vulnerables, y han sufrido muchas amenazas: la resistencia de grupos de interés particular (muchas veces relacionados a actividades informales y hasta ilegales) contrarios a intentos de reforma, capaces de movilización, presión, y que incluso alcanzaron representación y vocería activa en el Congreso; las consecuencias destructivas del clima de confrontación política; intentos de “captura” de poderes fácticos; tentaciones de utilizar al Estado dentro de lógicas de patronazgo y clientelismo, y un largo etcétera. Si bien estas y otras fuerzas amenazaron la reversión de los avances logrados, también ha habido fuerzas que lograron proteger sus avances: la movilización ciudadana, la vigilancia y denuncia de la prensa; los pesos y contrapesos entre los poderes del Estado; la independencia del sistema de justicia y de otros organismos constitucionales autónomos; la propia resistencia de la burocracia; la presión de instituciones de la sociedad civil.

Podría decirse que, una vez más, la caída del Consejo de Ministros presidido por Guido Bellido y la juramentación del de Mirtha Vásquez ha sido muestra de la capacidad de resistencia de nuestras instituciones, de sus contrapesos, mecanismos de control, y de la vigilancia de la sociedad para inclinar la balanza hacia un camino de mayor gobernabilidad. Así como de la debilidad partidaria surgieron inesperadamente “islas de eficiencia” con relativa autonomía; la debilidad institucional y de la imposibilidad de definir un ganador claro en la disputa entre ejecutivo y parlamento, abrió la posibilidad para que la presión ciudadana y el juego de otras instituciones definiera, por ahora, una salida. ¿Podría ser esta la nueva clave de la resistencia de la democracia peruana?

¿Cuál es la racionalidad de Pedro Castillo?



Uno de los temas que más atormenta a los analistas de la política y a la ciudadanía en general es descifrar la lógica e intenciones del presidente Castillo. Hasta el momento, el presidente parece mostrar una conducta errática o abiertamente contradictoria; así, en un extremo tenemos a un Castillo sin personalidad, incapaz de tomar decisiones o definir un rumbo, un Zelig que asume la identidad de quien tiene al frente; y en el otro, a un político astuto que tiene un plan sofisticado para implementar un proyecto autoritario, en el que las aparentes contradicciones serían una hábil estrategia de distracción.

Para resolver este enigma, un punto de partida es recordar al Castillo dirigente de la huelga magisterial de 2017. En ella encontramos a un líder sindical que no tuvo ningún problema en hacer carrera en bases magisteriales en las que convivía con activistas de los remanentes de Sendero Luminoso; pero al mismo tiempo, para avanzar en su estrategia de confrontación con el gobierno de Kuczynski, no dudó en establecer acuerdos o apoyarse en el fujimorismo. Como negociador, fracasó en lograr que sus demandas fueran atendidas por el Estado, pero sí tuvo un triunfo en imagen: lograr establecerse como un referente “consecuente”, que le permitió convertirse en candidato presidencial, con los resultados que ya conocemos.

Como candidato, Castillo apostó por crecer en el nicho del radicalismo, la opción “consecuente” frente a Verónica Mendoza, y al mismo tiempo, en ese nicho, presentarse como la única viable, frente al desgaste parlamentario del Frente Amplio o la UPP. Tuvo la habilidad y la suerte para, caminando por esa línea, llegar inesperadamente a la segunda vuelta. En ella, Castillo tuvo, aunque tardíamente, la mínima lucidez para reconocer que necesitaba incorporar aliados que le permitieran tener un mínimo de consistencia (recordemos el debate electoral entre equipos técnicos del 23 de mayo), requisito necesario para ganar. Y una vez que ganó, tuvo el instinto para darse cuenta de que no era realista gobernar solo con Perú Libre.

Pero se trató de una apertura a regañadientes. No debe haber sido fácil para Castillo constatar que buena parte de las ideas en las que había creído y con las que había hecho su carrera sindical y política no le servían para gobernar, tomar consciencia de los serios límites de sus compañeros y aliados, y aceptar que muchos de aquellos de los que denostaba resultaban ahora apoyos imprescindibles. Con el paso del tiempo, mi impresión es que Castillo está actuando con el pragmatismo que mostró en su liderazgo sindical: sin abandonar a sus bases, siendo capaz de pactar con quien fuera necesario; consciente de que no le alcanza estar con la gente en la que confía, pero sin confiar en absoluto ni sentirse cómodo con sus nuevos apoyos. Su lógica ha sido entonces la de hacer competir a los diferentes grupos en torno suyo, sin “contaminarse”, evaluar la viabilidad de cada uno, y decidir en última instancia, convirtiéndose en un árbitro final según la coyuntura. Así, lo que desde fuera puede percibirse como contradicciones, deslealtades o cuestionamientos inaceptables de los diferentes grupos serían más bien la expresión de la lucha de tendencias como forma de decisión. Hasta el momento podría decirse que esto tiene terribles consecuencias sobre las decisiones de gobierno y las políticas públicas, marcadas por la parálisis y la falta de rumbo, pero sí le ha funcionado a Castillo para evitar la caída en sus niveles de aprobación y mantener adhesiones fuera de Lima.

Mao habló en un discurso de 1957 “sobre el tratamiento correcto de las contradicciones en el seno del pueblo”, en el que explicó el origen de la consigna “que se abran cien flores y que compitan cien escuelas de pensamiento”, basadas en el principio de la “coexistencia duradera y supervisión mutua”. Aunque no olvidemos que después de esta experiencia, efímera, vino la nefasta etapa de la revolución cultural.