lunes, 29 de febrero de 2016

¿De qué se trata esta elección?

Artículo publicado en La República, domingo 28 de febrero de 2016

Analizar y hacer previsiones respecto a las elecciones en el Perú es tremendamente difícil porque, del lado de los votantes, prácticamente no existen lealtades, por el escaso nivel de información e interés en la política, y porque “sociológica-mente” somos un país atravesado por múltiples clivajes (económicos, regionales, culturales, políticos), y procesos de cambio que no se llegan a consolidar, por lo que coexisten elementos viejos y nuevos en un escenario de transición permanente. Esto hace que los temas de interés o preocupación puedan también ser muy cambiantes. Del lado de los candidatos, no existen partidos, la oferta cambia de elección en elección, e incluso al interior de la misma. Y finalmente, siendo las cosas así, las campañas importan mucho. La base sociológica puede asumir diferentes formas según la naturaleza de la ofertas y voluntades políticas.

Las elecciones de 2000 y 2001 tuvieron como tema central a la institucionalidad democrática. El autoritarismo, la corrupción y el desmontaje de su herencia, consecuencia de la crisis y caída del fujimorismo. Y apareció un Alejandro Toledo capaz de encauzar buena parte del magma de esos años. 2006 y 2011 fueron elecciones “socio-económicas” (la primera más, la segunda menos, pero también); el país creció, pero había insatisfacción porque sus beneficios no eran evidentes para todos; además, en toda la región se vivía el “giro a la izquierda”. Así, de un lado apareció un candidato que representaba la continuidad, y al frente Ollanta Humala encauzó las aspiraciones de cambio.

No hace mucho se pensaba que la elección de 2016 sería similar a las dos anteriores. K. Fujimori, Kuczynski, García, Toledo, aspiraban a encauzar el voto conservador de los entusiastas del crecimiento, y la pregunta era quién encarnaría el voto del descontento, cuyo tamaño se estimaba menor que en la elección anterior, pero importante, y en capacidad de enfrentar competitivamente a un voto de derecha disgregado. Una corrección de este argumento señalaba que un producto inesperado del crecimiento, la inseguridad, definiría esta elección. Sin embargo, inesperadamente, nos vamos dando cuenta de que es algo así como una demanda por renovación política la que resulta siendo central (hasta ahora) en esta elección. Como que estamos pagando la factura de los enfrentamientos, acusaciones, denuncias y escándalos en los que nos enfrascamos en los últimos años. Resulta que buena parte de los ciudadanos están hartos de eso, e instintivamente buscan candidatos alejados de todo ello; por ello Kuczynski, García y Toledo estarían a la baja. No Keiko, en tanto ella se presenta como la versión renovada del fujimorismo. Acuña, de una “raza distinta” encarnó por un momento esa aspiración, pero al revelarse que compartía con los “otros” las mismas mañas, se desinfló. Ahora es Guzmán quien encarna el ansia de novedad. Y un poco Mendoza y Barnechea, no por ser de izquierda o de Acción Popular, sino por aparecer como nuevos, aunque no lo sean.

Convicciones y realismo político

Artículo publicado en La República, domingo 21 de febrero de 2016

El 20 de diciembre se realizaron las elecciones en España, y las perspectivas para formar gobierno se siguen viendo extremadamente difíciles. El partido de derecha, el Partido Popular, obtuvo menos votos que en las elecciones anteriores de 2011, pero sigue siendo la primera minoría; el Partido Socialista igual, pero es la segunda fuerza política. Partidos emergentes, que expresan la insatisfacción con el bipartidismo tradicional, como Podemos y Ciudadanos, si bien han crecido impresionantemente, solo pueden ser socios de los partidos tradicionales para formar gobierno. Los resultados marcan un contraste impresionante entre la política de la convicción y el realismo. Durante la campaña electoral, los grupos nuevos se presentan como impolutos, a diferencia de los desgastados tradicionales, y ajenos a lógicas que impliquen negociación, búsqueda de acuerdos, concesiones con los adversarios. Pero no parece existir otra salida.

De otro lado, resulta fascinante la confrontación entre Hillary Clinton y Bernie Sanders por ganar la candidatura presidencial del Partido Demócrata (la otra, entre Donald Trump, Ted Cruz y Marco Rubio es interesante desde otro punto de vista: la conquista de un sentido común extremadamente conservador y tradicionalista. El populismo de Trump es desaforado y extremo aún para estándares latinoamericanos, pero ese es otro tema). Sanders expresa bien el descontento frente a un sistema político oligarquizado, maniatado por el poder del dinero, e incurre en retóricas populistas de izquierda, muy eficaces hasta el momento. Clinton pretende asumir el ansia de cambio detrás de Sanders, pero llevándolo por los cauces del realismo, el pragmatismo, la experiencia. Los cambios solo serían posibles gracias a las artes de la persuación, de la negociación, del compromiso. Sanders difícilmente podría arrastrar la maquinaria demócrata, menos derrotar al candidato republicano, y aún menos gobernar ante un Congreso probablemente adverso. Sin embargo, el rechazo al establishment se está revelando tan alto que Sanders parece estar ganando credibilidad y viabilidad muy rápidamente. ¿Ganará la convicción o el realismo?

En nuestro país no estamos tan alejados de este tipo de dilemas. Uno mira las encuestas y no puede dejar de sorprenderse porque la hija del expresidente encarcelado, responsable penal por asesinatos y actos de corrupción, responsable político por haber construído un régimen autoritario con el que se cerró el Congreso, se violó los derechos humanos, se acabó con el equilibrio de poderes, se hostigó a los opositores, se controló a la prensa y un largo etcétera, encabece las encuestas de intención de voto (ciertamente hay otros aspectos de su legado que explican ese respaldo). Como señalaba Santiago Pedraglio hace unos días, se perfila un Congreso en el que el fujimorismo podría tener más de 50 parlamentarios, con una segunda fuerza política con 25-30. Esto pone en el centro del debate los términos de la coexistencia con el fujimorismo.

Bolivia y Perú

Artículo publicado en La República, domingo 14 de febrero de 2016

De vuelta a nuestros debates electorales en Lima después de pasar unos días en La Paz, Bolivia, es interesante pensar en algunas similitudes y diferencias. En Bolivia el domingo 21 de este mes se realizará el referendo con el cual el gobierno propone cambiar la Constitución Política para permitir una segunda reelección consecutiva. De ser aprobada, al terminar su actual mandato en 2020, Evo Morales podría postular nuevamente hasta el 2025 (no olvidemos que está en el poder desde 2006).

¿Cómo comparar nuestros países? En su último libro, Alberto Vergara (La danza hostil. Poderes subnacionales y Estado central en Bolivia y Perú, 1952-2012; Lima, IEP, 2015), utiliza como eje la cambiante importancia del conflicto territorial a lo largo del tiempo. En la década de los años cincuenta el centro no enfrentaba desafíos regionales significativos en Bolivia, mientras que sí en Perú; a lo largo del tiempo, la situación se invierte. Son las regiones la clave de la oposición a Morales, mientras que en Perú el centro limeño aparece apabullante, sin desafíos efectivos desde poderes provinciales. En esto cuentan muy fuertemente cambios socioeconómicos y demográficos, pero también la acción de liderazgos políticos.

En Bolivia las encuestas hasta el momento dibujan en empate técnico entre el “sí” (a la reforma) y el “no”, siendo llamativo que el respaldo al “sí” es más fuerte en las regiones andinas de La Paz y Oruro, mientras que el “no” lo es las orientales de Santa Cruz y Tarija. Pero es una elección muy disputada, en la que “no” ha logrado imponerse en la andina Potosí, y el “sí” en las orientales del Beni y Pando. Lo más interesante es que, existiendo una suerte de “clivaje territorial”, este no necesariamente se expresa en preferencias electorales claras. Es decir, si Evo Morales no fuera candidato, ¿a dónde se irían los votos del “sí” y del “no”? Allí cunde la diáspora total. Ni en el oficialismo ni en la oposición aparecen liderazgos claros, y allí está una de las claves para entender los resultados del 21 y el futuro de Bolivia.

En nuestro país también parece confirmarse la fortaleza del poder central en desmedro de las regiones. Si bien en las elecciones del 2006 y 2011 pareció darse un cuestionamiento desde las regiones al poder limeño a través de la votación por Ollanta Humala, esta vez Keiko Fujimori, Julio Guzmán y César Acuña tienen una intención de voto bastante pareja en todo el país. Y Kuczynski y García tienen más apoyo en Lima que en el conjunto. Los antiguos votos “humalistas” han sido subsumidos por candidatos que recogen preferencias “nacionales”, por así decirlo, que si bien quieren cambios, no necesariamente un cambio de sistema. Cabe entonces preguntarse cuán correctas fueron las lecturas que pusieron énfasis en la fortaleza y continuidad de conflictos históricos de clase, regionales y étnicos en el Perú; ellos existen, pero se politizan de maneras muy diferentes, según los liderazgos políticos y las coyunturas específicas.

César Acuña

Artículo publicado en La República, domingo 7 de febrero de 2016

Cuando empezaron los cuestionamientos al candidato presidencial César Acuña (infidelidades, violencia doméstica, denuncia por violación, sexo “consentido” con menores de edad, diversos procesos penales consecuencia de su gestión como alcalde y gobernador regional), este parecía estar suficientemente “blindado”. El testimonio de la esposa parecía dudoso en medio de un proceso de divorcio y separación de bienes, la denuncia de violación fue retirada, una relación consentida con una menor de edad podía ser vista como un “error”, a decir de su aliado Humberto Lay, ningún proceso abierto había llegado a alguna condena. Además, uno podía suponer que, habiendo Acuña derrotado al APRA en Trujillo y en La Libertad, habría ya sobrevivido a la “trituradora” de ese partido, con lo cual su camino parecía libre de nuevas acusaciones. Ahora descubrimos que la maquinaria aprista no fue eficaz, acaso por las mismas contradicciones internas que explican su declive frente a Alianza para el Progreso en el otrora “sólido norte”, o que el nivel de exigencia en el ámbito nacional es mucho mayor que en el regional o local. Quienes antes optaron por un “perfil bajo”, como el profesor Otoniel Alvarado, hoy se ven obligados a denunciar las mentiras de Acuña.

Pero las verdaderas complicaciones para Acuña se han dado con las denuncias con pruebas contundentes de fraude, plagio y de apropiación alevosa de obras ajenas. Plagio en la tesis doctoral, en las dos tesis de maestría, irregularidades en la obtención del título profesional, apropiación y mentira al presentarse como autor de un trabajo ajeno, la invención (que involucra a la Universidad César Vallejo) de la insólita figura de una coautoría que luego se divide entre los autores individuales. La avalancha de denuncias y evidencias es demoledora, más para quien se presenta como un abanderado de la educación y líder de un poderoso consorcio universitario.

A estas alturas, la discusión sobre los efectos electorales de las denuncias ha quedado definitivamente atrás. La avalancha de descalificaciones que vendrá a cuentagotas de las universidades Complutense, de Lima, Los Andes, de Trujillo, de INDECOPI, del Tribunal de Honor del Pacto Etico Electoral del JNE, de la Fiscalía, y otros me parece que harán imposible para Acuña hacer una campaña mínimamente creíble. Para los pasajeros de la combi, es hora de pensar en una estrategia de salida. Para Acuña el tema ya no es la segunda vuelta, sino asegurar la continuidad de sus negocios universitarios. Por ello los Acuña se han visto obligados a desligarse del manejo de la U. César Vallejo, pedir disculpas a estudiantes y docentes, iniciar un proceso de reestructuración, y poner a disposición los cargos de todas las autoridades ante la nueva Presidenta Ejecutiva, Beatriz Merino (¿no había renunciado?).

Deberíamos también poner el ojo sobre otros cuestionables dueños o promotores de universidades y diversos partidos: Julio Rosas, José Luna, Fidel Ramírez, entre muchos otros…

¿No hay alternativa?

Artículo publicado en La República, domingo 31 de enero de 2016

Conforme avanza esta campaña, y se percibe que los candidatos que encabezan las encuestas de intención de voto son incapaces de generar entusiasmo (están estancados o caen), podría abrirse espacio para algún candidato emergente. En las últimas elecciones, pese a que siempre se habló de elegir “el mal menor”, hubo también un candidato que encarnaba la novedad y la esperanza. Ese candidato fue Alejandro Toledo en 2001 y Ollanta Humala en 2006. En 2011 empezó a percibirse el agotamiendo en la generación de ofertas políticas: Keiko Fujimori no era una novedad sino la vuelta del pasado, Humala perdió su calidad de outsider, y los otros eran políticos ya conocidos. En esta elección, hasta el momento, la “novedad” es César Acuña, entre comillas porque ha sido dos veces congresista y alcalde, gobernador regional, y lidera un partido que participó en las elecciones generales de 2006 y 2011.

Si bien votar por figuras consolidadas asegura, como dice Lourdes Flores, “experiencia y liderazgo”, las mismas arrastran inevitables “mochilas pesadas” con todo tipo de piedras. Pero optar por las nuevas implica riesgos. La elección de Alberto Fujimori en 1990, por supuesto, es el primer y más emblemático ejemplo. Llama por ello la atención que algunos estimados colegas que apoyaron a Fujimori en 1990 y a Humala en 2011, y luego se sintieron “traicionados”, minimicen hoy las denuncias contra Acuña. O que antifujimoristas furibundos de ayer como Anel Townsend defiendan hoy con ardor a un personaje que recuerda tanto a Fujimori. El fraude en los grados académicos de Acuña es muestra elocuente de que estamos ante un personaje dispuesto a todo para conseguir lo que quiere. Es lo que consagró Alberto Fujimori como sentido común en la década de los noventa: en nombre los fines, todos los medios son válidos. Golpe de Estado, escuadrones de la muerte. Por supuesto el contexto es otro, pero la lógica es igual: fraguar grados académicos para construir un consorcio universitario, usar la universidad como soporte de campaña política, gobernar con estrategias clietelísticas. También es igual el desparpajo: exhibir “la yuca” como símbolo, “plata como cancha” como lema. Convertir el vicio en virtud.

El affaire Acuña debe servir para llamar la atención sobre las “mochilas” de los candidatos y qué responden frente a ellas. Los sentenciados y procesados por delitos diversos en la lista congresal de K. Fujimori, los conflictos de interés con PPK, los múltiples problemas de corrupción durante el último gobierno de García, los cuestionamientos a las finanzas del Toledo. Lo insatisfactorio de sus respuestas podría abrir espacio para el crecimiento de alguno de los candidatos hoy pequeños, como Julio Guzmán, Verónica Mendoza o Alfredo Bernechea, cuya credibilidad y confiabilidad todavía está por demostrarse. Lo interesante es que los líos de Acuña podrían ayudar a poner la honestidad en el centro de la campaña. Los electores están también cansados de la mentira y de la corrupción.

Control de daños

Artículo publicado en La República, domingo 24 de enero de 2016

A estas alturas, podemos afirmar que el saldo que queda de las diferentes iniciativas de reforma política aprobadas por el Congreso es el de un terrible retroceso. El poder ejecutivo observó las últimas modificaciones, y el Congreso insistió en su propuesta, logrando aprobarlas. La última línea de defensa para evitar el desastre es el Jurado Nacional de Elecciones. La salida no es la convocatoria a una legislatura extraordinaria, porque es el propio Congreso el responsable de este entuerto. El Jurado está defendiendo, con buen criterio, el principio de no retroactividad de las leyes. Por ejemplo, con las modificaciones se amplía el plazo para presentar renuncias a un partido para postular por otro. Esto resulta afectando a quienes renunciaron oportunamente dentro de los tiempos establecidos por la ley vigente, así que es claro que los cambios vulneran un principio constitucional.

El problema más serio es que podemos terminar exactamente en el punto contrario al que queríamos llegar. Si la intención de la reforma era tener menos partidos, pero más fuertes y representativos, tomando como referencia el voto ciudadano, podemos terminar perpetuando la existencia de muchos partidos débiles, apenas membretes que se negocian en el mercado electoral. En primer lugar, está la disposición que señala que no participar en dos elecciones generales sucesivas (no una, como estaba establecido) es causal de pérdida de registro. Al mismo tiempo, se eleva la valla electoral para las alianzas de 0.5 a 1% de los votos por cada miembro adicional. Y tercero, se eleva del 3 al 4% del padrón electoral el número de firmas necesario para inscribir un partido político. Combinadas estas tres cosas, el resultado es catastrófico.

Lo único bueno de la orgía de candidatos presidenciales en esta elección es que pocos superarán la valla electoral del 5%, de modo que podríamos tener una buena depuración, y alguna base para pensar en una reforma política en serio, como la que hemos propuesto como parte de la Asociación Civil Transparencia, por parte del próximo Congreso. Pero si no participar en elecciones no tiene sanción, entonces en las próximas semanas quienes evalúen que no pasarán la valla se retirarán para no perder la inscripción, burlando la voluntad de los ciudadanos. Peor aún, quienes hayan forjado alianzas, haciendo un esfuerzo de agregación, serán castigados por la elevación de la valla; los incentivos totalmente al revés. Y para terminar de coronar este despropósito, resulta que los actuales grupos pretenden monopolizar la representación, elevando el número de firmas necesario para inscribir nuevos partidos. En otras palabras, la perpetuación del desastre que tenemos.

La salida es que el Jurado no aplique las modificaciones a la ley de partidos. Este proceso electoral se convocó con unas reglas, con esas reglas es que los partidos tomaron decisiones y diseñaron estrategias, y cambiarlas implica aplicar retroactivamente la ley, lo que resulta inconstitucional.