martes, 16 de mayo de 2017

Herederos del autoritarismo

Artículo publicado en La República, domingo 14 de mayo de 2017

La semana pasada comenté sobre los retos de una transición democrática en Venezuela, sobre la base de apuntes realizados en el último congreso de la Asociación de Estudios Latinoamericanos de los Estados Unidos (LASA, por sus siglas en inglés), realizado en la Pontificia Universidad Católica. Esta semana, en la que se discute sobre el pedido de hábeas corpus de Alberto Fujimori presentado por Keiko Fujimori, me parece útil reseñar un trabajo del colega James Loxton, dedicado al estudio de los partidos “herederos” de gobiernos autoritarios.

Existen en las democracias del mundo un peculiar tipo de partido, basado en la herencia que dejan gobiernos dictatoriales o autoritarios. Según Loxton, en más de la mitad de las democracias surgidas desde la segunda mitad de la década de los años setenta del siglo pasado, esos partidos han vuelto al poder mediante el voto popular, como el Kuomintang de Taiwan, o el Partido Popular de España. En América Latina tenemos a la ADN boliviana con Bánzer, a la alianza RN-UDI en Chile con Piñera, al PRSC de Balaguer en República Dominicana, a la ARENA en El Salvador, al FRG guatemalteco con Ríos Montt, al PRI mexicano, al sandinismo en Nicaragua, al PRD nicaragüense, al Partido Colorado paraguayo. Y está también, por supuesto, el fujimorismo, que sin haber logrado volver al poder, ocupa una posición prominente. La clave del éxito de estos partidos estaría en que heredan una marca partidaria, una fuente de cohesión, base territorial, redes clientelísticas y fuentes de financiamiento; en el resurgimiento del fujimorismo parece contar sobre todo la fuerza de la marca y de la identidad fujimorista; el legado del gobierno de la década de los noventa dejó la posibilidad de erigir una organización en todo el país y acceder a financiamiento, que fue aprovechada por Keiko Fujimori en la construcción de Fuerza Popular.

El asunto problemático es cómo manejar la herencia del pasado, que resulta tanto un activo como una “mochila” muy pesada. Loxton identifica cuatro estrategias: el arrepentimiento, romper simbólicamente con al menos los aspectos más negativos del pasado; la minimización o negación de esos aspectos; el uso de chivos expiatorios; y por último, la reivindicación abierta del pasado, apostando a segmentos del electorado. El fujimorismo hoy oscila contradictoriamente en el uso de esas cuatro estrategias, como resulta elocuente al constatar la dificultad de elaborar un discurso coherente respecto al tratamiento de la situación legal de Alberto Fujimori. ¿Se le reivindica como líer o se trata su situación como estrictamente humanitaria? ¿Hay lugar para la autocrítica frente a los gobiernos de la década de los noventa, o todo es negar las acusaciones en contra de Alberto Fujimori, la validez de sus condenas y apelar al recurso de culpar a Montesinos? Keiko Fujimori intenta consolidar un movimiento bajo su control, pero es claro que la figura de Alberto Fujimori todavía es capaz de proyectar una sombra sobre ella. Y además, por supuesto, es su padre.

La presencia de este tipo de partidos es por supuesto una complicación para las democracias. Podría no serlo tanto si abren las puertas de la representación a sectores antes excluídos y los encauzan por vías institucionales. En los últimos tiempos la conducción de Keiko Fujimori involucionó hacia posiciones crecientemente conservadoras, que acentuaron el peso de la imagen autoritaria de su padre. Por ello el manejo de su situación legal la complica ahora tanto. En esta nueva encrucijada, ¿intentará algo diferente? ¿Tiene a estas alturas margen para ello?

¿Transición en Venezuela?

Artículo publicado en La República, domingo 7 de mayo de 2017

¿Qué pasará en Venezuela? ¿Las masivas movilizaciones y protestas callejeras harán colapsar al régimen? ¿O serán las fracturas y divisiones al interior de éste los que marcarán su caída, en un contexto de descrédito e inviabilidad a mediano plazo? ¿Qué debe hacer la oposición? ¿Deberá mantenerse unida o deberá dejar que sus diferentes tendencias se expresen libremente? ¿Será capaz el madurismo de sobrevivir? Si cae, ¿cómo será la transición? ¿Sectores del chavismo podrán negociar condiciones para su salida, o serán impotentes frente al derrumbe del régimen? Y si hay transición, ¿sobrevivirá el chavismo como fuerza política, o desaparecerá del futuro de Venezuela?

Por supuesto, es imposible predecir qué sucederá, pero desde la academia se han hecho contribuciones que permiten pensar en algunos escenarios. Sabemos que un régimen como el del chavismo venezolano corresponde a la categoría de regímenes autoritarios, pero que en el contexto contemporáneo están “obligados” a mantener ciertas formalidades democráticas; que se pueden permitir en tanto son competitivos electoralmente, tomando provecho, por supuesto, de reglas de juego y condiciones de competencia totalmente favorables al régimen.

Frente a una situación de estas características, estrategias de pura confrontación desde la oposición se revelaron contraproducentes. La colega colombiana Laura Gamboa ha mostrado convincentemente que la apelación al golpe de Estado en 2002 y la estrategia de confrontación y boicot hasta 2005 debilitaron a la oposición y facilitaron la continuidad de Chávez en el poder; mientras que en años recientes, la constitución de la Mesa de Unidad Democrática (MUD) ayuda a entender que la oposición haya podido aprovechar el desgaste del régimen y ganar las elecciones legislativas de 2015. No basta con el descrédito del gobierno: debe haber también una alternativa razonable.

Sin embargo, desde que Maduro decidió impedir la realización del referéndum revocatorio y de las elecciones regionales y locales, y se convirtió en una dictadura abierta, las cosas han cambiado sustantivamente. Ya no tiene sentido aspirar a derrotar al régimen en el terreno electoral, porque éste sabe que no tiene ya respaldo popular, y la convocatoria a una Asamblea Constituyente es un celada sin credibilidad. En este marco, la literatura que estudió las transiciones desde regímenes autoritarios en la década de los años ochenta adquiere vigencia. Esa literatura llamó la atención sobre la importancia de la negociación entre gobierno y oposición para moldear los desenlaces posibles. En un célebre trabajo, O’Donnell y Schmitter señalaron que la convergencia entre los “blandos” de los bandos opuestos son los que facilitan la transición. Cuando priman los “duros”, la pura confrontación violenta, el gobierno parece tener las de ganar; el régimen se cohesiona, y la oposición encuentra que puede tener la legitimidad, pero no la fuerza material suficiente. Por el contrario, con estrategias de negociación se revela que el régimen tiene disidencias y fisuras, que hay sectores más y otros menos comprometidos con la corrupción, que algunos estarían dispuestos a desertar si es que encontraran algún tipo de futuro con la transición. De otro lado, la oposición enfrenta el dilema de ser magnánima con grupos disidentes, facilitando la transición, pero con el precio de tolerar cierta impunidad para estos; o ser más principista, pero arriesgar alargar la continuidad del régimen. En todo caso, resulta fundamental que la oposición se mantenga unida, para que pueda presionar y negociar con firmeza.

Entender al fujimorismo (y al gobierno)

Artículo publicado en La República, domingo 30 de abril de 2017

Esta semana se discutió sobre la posibilidad de que el presidente Kuczynski “liberara” al ex presidente Fujimori. La discusión se dio en el contexto del debate de la creación de la “Autoridad para la reconstrucción con cambios”; inicia con una declaración a favor de la liberación de A. Fujimori de Carlos Bruce, a lo que se suma la presentación del proyecto de ley de Roberto Vieira, que permitiría un arresto domiciliario del expresidente. Días antes Kuczynski había coincidido con Keiko Fujimori en la ceremonia de homenaje a los Comandos Chavín de Huántar, ocasión en la que dijo que había que “voltear la página” y estar unidos como país. Siguieron otras declaraciones ambiguas de Kuczynski diciendo que se estaría “estudiando el caso” del expresidente, a las que siguieron declaraciones de la segunda vicepresidenta, coincidiendo con la opinión de Bruce. Se habló entonces de la gestación de un gran acuerdo político, la liberación de A. Fujimori a cambio de apoyo legislativo. Sectores de izquierda antifujimoristas se escandalizaron; sectores conservadores se ilusionaron. Ambas reacciones revelaron una gran incomprensión de lo que estaba sucediendo.

En realidad, esta historia es producto de iniciativas interesadas de personajes individuales, que se magnifican por declaraciones desafortunadas, que no hacen sino reflejar la precariedad del gobierno. Estamos ante una muestra más de mal manejo de situaciones, no ante un complejo ajedrez político. Días después el Presidente del Consejo de Ministros y la Ministra de Justicia tienen que aclarar que en realidad el tema no está en agenda. Y no puede estarlo, porque el gobierno no tiene nada que ganar con esa iniciativa. Para empezar, la encuesta de GFK de marzo muestra que solo un 26% estaría de acuerdo con la liberación de Fujimori, frente a un 33% que piensa que debe seguir en la cárcel. Un 37% piensa que podría cumplir su condena en su casa, porcentaje mucho menor que el 50% de hace cuatro años. La liberación de Fujimori no significaría ganarse a la opinión pública, y lo que es peor, despertaría el antifujimorismo y lo lanzaría contra el gobierno.

Pero lo más importante es que hoy ni Alberto ni Keiko Fujimori desean la liberación del ex presidente. Alberto porque tiene la vana ilusión de conseguir la anulación de sus sentencias y ser declarado inocente; y lo último que quisiera Keiko como líder es que su padre melle su autoridad y su carácter de “gran timonel”. Más todavía en un contexto en el que su hermano Kenji ha encontrado, con una agenda “liberal”, evidenciar las inconsistencias y limitaciones del camino de endurecimiento y conservadurización que ha seguido desde la segunda vuelta. Tanto así es claro que los intereses de Keiko no son los de su padre que algunos consideran que la verdadera intención del gobierno al ventilar el tema de la liberación del reo es dividir e incomodar al fujimorismo.

Hace un año, en el contexto electoral, mientras colegas como Nelson Manrique y otros sostenían que el objetivo central del fujimorismo era la liberación de Alberto Fujimori, y que Keiko no tenía una identidad distinguible de la de su padre, decía por el contrario que ella tenía un proyecto claramente diferenciado, convertir al fujimorismo en un partido democrático de centro derecha populista. Y que el proceso iba a resultar accidentado, “no solo por las resistencias que genera en la sociedad, acaso sobre todo por el acoso de sus propios socios, tanto antiguos como nuevos. En esos tiras y aflojas definirá su identidad y futuro político”. La evidencia posterior me hace seguir pensando lo mismo.

Repensar la descentralización (2)

Artículo publicado en La República, domingo 23 de abril de 2017

Decía la semana pasada que escándalos de corrupción recientes y los retos de la reconstrucción después de los desastres “naturales” nos obligaban a repensar la descentralización. A estas alturas, resulta claro que el gran supuesto de este, que desde lo local o regional la gestión pública resultaría más eficiente que desde el gobierno central, y que la representación política se legitimaría, no siempre funciona. Muchas veces los gobiernos locales y regionales no tienen las capacidades necesarias, en el mejor de los casos, o no tienen interés en asumir sus responsabilidades. Además, la fragmentación extrema de la autoridad pública en regiones, provincias y distritos dificulta la coordinación y exacerba el localismo. Peor aún, estos espacios pueden ser capturados por grupos de poder particularistas o intereses mafiosos. En los últimos años el aumento de los presupuestos públicos ha hecho más “atractiva” la política local y regional para todo tipo de intereses, al mismo tiempo que el crecimiento de actividades informales e ilegales ha hecho que, para mantenerse y expandirse, se requiera el control de la autoridad política.

Habría que atacar el problema desde varios ángulos; fortalecer los organismos de control, por supuesto. Luego, mejorar los controles políticos: los regidores y consejeros regionales deberían ejercer funciones de fiscalización, pero la legislación actual no ayuda. La mayoría automática con que cuentan los alcaldes y la elección del consejo regional en circunscripciones provinciales favorece la cooptación de la oposición y la arbitrariedad de los gobernantes. Tercero, una reforma política que incluya más transparencia en el financiamiento de las campañas, prevención de conflictos de interés y más exigencia en la selección e inscripción de candidatos ayudaría. Respecto a esto último, lamentablemente, parece que el Congreso dejará escapar la oportunidad de mejorar las reglas aplicables a las elecciones municipales y regionales de 2018.

De otro lado, en cuanto a la reconstrucción post-desastres, el gobierno parece ser consciente de la experiencia fallida de Pisco e Ica después del terremoto de 2007. Alan García pareció seguir los consejos de Alvaro Uribe y creó FORSUR, ente especial dirigido por el empresario Julio Favre, buscando mayor rapidez y eficacia. En Colombia, el FOREC, creado después del terremoto de 1999, aparecía como modelo, con una institucionalidad especial, autónoma, con participación privada y de la sociedad civil. Sin embargo, la ley de creación de FORSUR redujo a éste a un papel coordinador, y colocó a ministerios, regiones y municipios como ejecutores. Careció de los recursos necesarios y cayó presa en la maraña burocrática. No contó con el apoyo del ejecutivo, ni con el de las regiones y gobiernos locales, ni tuvo capacidades propias. Rápidamente entró en conflicto con el gobierno regional de Ica y el municipio provincial de Pisco, que impidieron una acción coordinada, y luego en el uso de los recursos asignados proliferaron los problemas de corrupción (en los tres niveles de gobierno, ciertamente).

Afortunadamente, el Perú de hoy no es el de 2007. El gobierno central parece más consciente de la magnitud del desafío que tiene por delante, y el regional de Piura, por ejemplo, parece un muy buen socio. El Estado cuenta con mejores instrumentos para empadronar damnificados y diseñar políticas. Y en cuanto a la descentralización parece claro que el criterio debe ser que ella debe avanzar solo en la medida en que haya capacidad de sustituir y mejorar la acción del Estado central.

Repensar la descentralización

Artículo publicado en La República, domingo 16 de abril de 2017

Los desafíos de la reconstrucción después de los desastres “naturales”, la orden de prisión preventiva del gobernador del Callao Félix Moreno, la detención del alcalde de Chilca, Richard Ramos, la constatación de que tenemos unos quince gobernadores regionales y más de veinte alcaldes provinciales y distritales sentenciados por la comisión de delitos diversos, o enfrentando investigaciones muy serias, obligan a repensar el proceso de descentralización.

En principio, la descentralización es una excelente idea. El centralismo limita las posibilidades de un desarrollo más balanceado y equilibrado. El centro debería transferir recursos y responsabilidades a autoridades regionales y locales, asumiendo que ellas, “más cerca” a los problemas y a los ciudadanos, serán capaces de diseñar e implementar mejores políticas, de ejecutar más eficientemente el gasto público. En el vecindario regional se encuentra que la descentralización apareció en las últimas décadas como una solución a los problemas de legitimidad de los sistemas políticos. En algunos casos la descentralización expresó la pugna entre elites regionales (como en Ecuador o Bolivia), lo que efectivamente forzó un reparto más equitativo del poder; y en otros permitió democratizar el sistema político desde la periferia. Es la historia de la democratización política en México, iniciada desde las gubernaturas, culminada en el gobierno federal.

Pero con el tiempo hemos visto también la cara oscura de la descentralización. En ocasiones, los poderes más retardatarios, discriminadores, y hasta corruptos y criminales están en la periferia, y se resisten a las lógicas modernizadoras del centro. En América Latina se extendió la literatura sobre el autoritarismo subnacional, enclaves excluyentes en un contexto nacional democrático. En muchos ámbitos en nuestros países persisten viejos poderes de oligarquías, cacicazgos, como en México, Brasil o Colombia.

En nuestro país las viejas oligarquías y elites regionales fueron prácticamente barridas por la reforma agraria y el velasquismo, pero no fueron sustituídas por otras. En este vacío de poder se consolidó el centralismo, como ha descrito muy bien Alberto Vergara en su libro, que ya hemos comentado, La danza hostil (2015). En las últimas décadas, en algunos lugares, se ha gestado una mínima elite regional, y una sociedad civil con alguna capacidad de interacción con el poder político; Arequipa, Piura, San Martín, serían ilustraciones positivas de ello, con todas sus limitaciones. En otros no hay elites propiamente dichas, pero existen algunos controles que si bien no pueden impedir, limitan la proliferación y extensión de prácticas corruptas, como en Cusco o Ayacucho.

El drama es que en muchas regiones y localidades no se ha gestado una nueva elite, y ha aparecido un nuevo poder asociado a la proliferación de prácticas informales y hasta abiertamente ilegales. El crecimiento económico de los últimos años fue de la mano en esos espacios de la extensión de actividades empresariales muy diversas y muy informales por decir lo menos, cuando no de actividades abiertamente delincuenciales (narcotráfico, contrabando, minería y tala ilegal). Y todo esto coincidió con el proceso descentralización, que además, en el contexto de crecimiento, aumentó los recursos públicos disponibles para las autoridades. La política se convirtió entonces en un objetivo apetitoso para estos intereses, que han capturado o permeado el poder político regional y local, que se ha expresado en improvisación, ineficiencia, clientelismo, corrupción. Seguiremos con el tema.

25 años del 5 de abril

Artículo publicado en La República, domingo 9 de abril de 2017

Alberto Fujimori fue electo sorpresivamente en 1990 en medio de una situación caótica; no tenía mayor experiencia política o de gestión, encabezaba un movimiento improvisado y estaba en minoría en el Congreso. Empezó su gobierno intentando crear un gobierno de concertación, encabezado por el acciopopulista Juan Carlos Hurtado. Ciertamente enfrentaba una de las peores crisis de nuestra historia, la relación con la oposición era accidentada, y también la relación con el Poder Judicial y otras instituciones. Pero la salida implicaba continuar o profundizar la lógica de concertación, como la que intentaba el presidente del Consejo de Ministros Alfonso de los Heros en el momento del golpe. En lo económico las bases de las reformas de mercado habían sido puestas ya por Hurtado Miller y Boloña antes del golpe; recordemos que en toda América Latina las reformas neoliberales se implementaron sin interrupciones constitucionales. Y en cuanto a la lucha contrasubversiva, un amplio acuerdo reformista estaba siendo gestado por de los Heros.

Fue el propio Fujimori quien cerró esa posibilidad, y optó por el golpe de Estado. Quienes defienden esa opción seguramente no aceptarían hoy que el presidente Kuczynski, en minoría en el Congreso, en un contexto económico difícil, enfrentando serios problemas de seguridad ciudadana, con los retos de la reconstrucción por delante, optara por cerrar el Congreso y reorganizar el poder judicial. Y no hay manera de rechazar a Nicolás Maduro y aprobar el 5 de abril (y viceversa) y mantener un mínimo de coherencia.

Aún cuando consideráramos que Fujimori actuaba motivado por la necesidad de derrotar al terrorismo e impulsar las reformas de mercado, que supuestamente peligraban por la oposición del Congreso y la inoperancia de las instituciones, los hechos posteriores demuestran la falsedad de esa idea. Después del golpe Fujimori no hizo consolidar una lógica crecientemente arbitraria, autoritaria y corrupta. Con ese derrotero comprometió la política contrasubversiva, desmantelando el GEIN, consolidando el poder del SIN y de grupos paramilitares, incurriendo en violaciones a los derechos humanos y al debido proceso, generando problemas que arrastramos hasta hoy; también abandonó la continuidad de las reformas de mercado, que sufrieron un estancamiento y retrocesos abiertos en muchas áreas.

Con todo, el fujimorismo tuvo éxito en construir una narrativa según la cual el 5 de abril fue el momento fundacional de un movimiento dispuesto a privilegiar el contenido de las decisiones por encima de los procedimientos, la eficacia por encima de los principios. El desgaste del gobierno de Toledo y la decepción frente a la promesa de la “institucionalización democrática” ayudan a entender la reaparición del fujimorismo en 2006; su “normalización” como fuerza política fue facilitada por la conversión conservadora de Alan García durante su segundo gobierno; hasta convertirse en el partido mayoritario en el Congreso que es hoy. Si no volvió al poder con Keiko Fujimori es porque su vuelta despertó también un antifujimorismo que se constituyó en una suerte de barrera de contención.

25 años eran un buen momento para que el fujimorismo repiense su trayectoria, y evalúe el significado de esa fecha. No solo no hubo ningún intento serio de reflexión, sino que aún peor, el fujimorismo liderado por Keiko F. parece estar en un proceso de penosa involución hacia posiciones crecientemente conservadoras y hasta reaccionarias, que no hace sino destruir su credibilidad y acrecentar el rechazo que le impidió llegar al poder en sus dos candidaturas.

Autogolpe en Venezuela

Artículo publicado en La República, domingo 2 de abril de 2017 

Pensaba esta semana continuar con algunas reflexiones sobre el centenario de la PUCP, pero los recientes sucesos en Venezuela ameritan un comentario.

En Venezuela hemos vivido un régimen autoritario desde los años de Chávez, que mantenía una apariencia democrática en virtud a su popularidad, a su capacidad de concitar apoyo electoral. Cuando Chávez llegó al poder en 1999, su entonces partido tenía apenas el 26% de la representación en el Congreso. Desde el gobierno construyó un nuevo poder: llamó a un referéndum para convocar a elecciones de una Asamblea Constituyente, que ganó con el 80% de los votos; y en la elección de la Asamblea logró, con un sistema electoral mayoritario, elegir al 95% de los asambleístas, con el 65.5% de los votos. La nueva Constitución fue aprobada en un nuevo referéndum con el 72% de los votos. El problema empieza cuando la Asamblea, yendo más allá de sus competencias, disolvió el Congreso, la Corte Suprema, las asambleas legislativas regionales, y convocó a nuevas elecciones en 2000. Chávez fue reelecto con el 60% y el chavismo logró la mayoría en el Congreso, y a través de los nombramientos de éste, también el control de la Corte Suprema, del organismo electoral, de la fiscalía, etc. Dicho sea de paso, lo mismo hizo Alberto Fujimori después del golpe de 1992: reconstruir las instituciones bajo su hegemonía y asegurarse su control.

Durante el chavismo las cosas funcionaron en tanto éste se mantuvo como una máquina electoral eficaz: Chávez ganó las elecciones presidenciales de 1998, 2000, 2006 y 2012; las elecciones de Congreso de 2000, 2005 y 2010; y los referéndums de 1999 (para convocar la Asamblea Constituyente y luego para aprobar la nueva Constitución), el revocatorio de 2004, y el que aprobó la reelección indefinida de autoridades en 2009. Perdió el referéndum de 2007 para cambiar la Constitución y declarar a Venezuela un Estado socialista, lo que anunciaba que las cosas estaban empezando a cambiar.

Después de la muerte de Chávez, Nicolás Maduro logró elegirse en 2013, pero perdió la elección del Congreso de 2015. El desastre económico ya era evidente, y ha sido cada vez peor. El pilar de sostenibilidad de este régimen autoritario, su capacidad de concitar apoyo popular y ganar elecciones, se perdió. La oposición intentó convocar a un referéndum revocatorio presidencial para diciembre del año pasado, pero las autoridades electorales y judiciales, electas por el Congreso antes de 2015, lo impidieron arbitrariamente. No solo eso, también suspendieron indefinidamente la realización de las elecciones regionales previstas también para finales de 2016. Para mí es desde este momento que Venezuela puede considerarse una dictadura abierta. La reciente decisión del Tribunal Supremo de Justicia, de usurpar las funciones de la Asamblea Nacional, no es sino la confirmación de que estamos ante un régimen incapaz de mantener siquiera las formalidades con las que antes pretendía legitimarse. Se argumentó que la Asamblea no acató la desincorporación de tres diputados supuestamente electos de manera irregular, cuestión que es manifiestamente falsa, pues esos tres diputados fueron desincorporados en enero de este año.

En las últimas horas, nos enteramos de que el TSJ retrocedió parcialmente en la decisión de usurpar las funciones de la Asamblea Nacional. La inesperada, para Maduro, reacción y presión internacional hizo aflorar las tensiones al interior del chavismo. El juego político no solo se da entre gobierno y oposición, cada vez más resultan decisivos los conflictos al interior del chavismo, de los que sabemos poco.

La PUCP: su centenario y sus cambios

Artículo publicado en La República, domingo 26 de marzo de 2017

La PUCP (universidad en la que estudié y en la que orgullosamente soy Profesor Principal) fue la primera universidad privada del país, fundada por un grupo de religiosos y laicos; al no tener un “dueño”, con el paso del tiempo, ha logrado funcionar como asociación sin fines de lucro y casi como una universidad pública, es decir, con autonomía, autoridades elegidas democráticamente y representación estudiantil. Toda su historia la hace muy excepcional.

En sus orígenes, se trataba de una universidad que promovía una enseñanza inspirada en la fe Católica y valores conservadores, en un contexto muy adverso para estos. Recordemos que en 1919 los estudiantes universitarios apoyaban las luchas obreras por la jornada laboral de ocho horas, en 1922 creaban las universidades populares y en 1923 se oponían a la consagración del país al Corazón de Jesús, reivindicando el carácter laico del Estado. Es decir, años en los que las ideas anarquistas y socialistas ganaban influencia en las universidades públicas, y se daba una creciente politización.

La Universidad Católica empezó a crecer como centro de irradiación intelectual en la década de los años treinta, terminado el leguiísimo, cuando se incorporan personalidades como Víctor Andrés Belaunde, José de la Riva Agüero o Adolfo Winternitz, y más adelante, José Agustín de la Puente. En 1942, al cumplir 25 años, obtuvo el rango de universidad Pontificia, y en 1944 la PUCP recibe una importante herencia de Riva Agüero, que incluye el fundo Pando, donde está actualmente instalada.

Las cosas empiezan a cambiar en la década de los años sesenta, con la modernización impulsada durante el rectorado de Felipe MacGregor, con un apoyo importante de la Fundación Ford. En 1964 se creó la Facultad de Ciencias Sociales, con lo cual la presencia de ideas de izquierda entonces en boga empezó a ser más notoria. En esa década se consolidan los estudios teológicos, con fuerte influencia de la teología de la liberación. La Facultad de Derecho cambió también bajo la influencia de los “Wisconsin boys”, reformándose la enseñanza y la concepción del derecho, como una disciplina más social. Es desde entonces que la PUCP empezó a ser más netamente una universidad diversa y plural en lo político. En 1972 se crearon los estudios generales, dos años de estudios integrales y humanistas que con el tiempo se convertirían en marca de identidad de sus egresados.

Hasta la década de los años ochenta podría decirse que la PUCP era una universidad bastante elitista en lo social, junto a otras universidades privadas como las de Lima y del Pacífico, fundadas en 1962. Afortunadamente, el sistema de pensiones diferenciadas, vigente desde 1968, permitió contar con un estudiantado más diverso en lo socioeconómico. Pero desde la década de los años noventa, acabada la crisis económica, aparecen universidades privadas como las de Ciencias Aplicadas y San Ignacio de Loyola como opciones para la élite, al mismo tiempo que se da una explosión de la demanda educativa de sectores medios, que hacen que la fisonomía social PUCP sea cada vez más representativa del país. En otro orden de cosas, pero complementario, Salomón Lerner, siendo rector de la universidad, fue nombrado presidente de la Comisión de la Verdad y Reconciliación en 2001, con lo que la PUCP terminó siendo fuertemente identificada con la causa de la defensa de los derechos humanos.

En suma, en cien años la PUCP pasó de ser la universidad conservadora de las elites católicas limeñas a una universidad muy plural y hasta identificada con banderas progresistas. Seguiré con el tema.