miércoles, 18 de abril de 2007

El perdedor radical, de Enzesberger

Javier Torres me envió este excelente artículo, publicado en la revista Letras Libres. Muy útil para pensar lo de la masacre de Virgina. Saludos.


El perdedor radical
por Hans Magnus Enzensberger
Letras Libres, enero 2007

Este ensayo forma parte del libro Los hombres del terror. Ensayo sobre el perdedor radical, que la editorial Anagrama publicará en marzo.


Nadie se interesa espontáneamente por el perdedor radical. El desinterés es mutuo. En efecto, mientras está solo (y está muy solo) no anda a golpes por la vida; antes bien, parece discreto, mudo: un durmiente. Si alguna vez llega a hacerse notar y queda constancia de él, provoca una perturbación que raya en el espanto, pues su mera existencia recuerda a los demás que se necesitaría muy poco para que ellos se comportasen de la misma manera. Si abandonara su actitud, quizá la sociedad incluso le ofrecería auxilio. Pero él no piensa hacerlo, y nada indica que esté dispuesto a dejarse ayudar.

A muchos profesionales, el perdedor radical les sirve de objeto de estudio y medio de vida. Psicólogos sociales, trabajadores sociales, políticos responsables de asuntos sociales, criminólogos, psicoterapeutas y otros que no se autocalificarían como perdedores radicales, se ganan el pan de cada día ocupándose de él. Pero, aun poniendo la mejor voluntad, el cliente permanece opaco a sus miradas, pues su empatía topa con fronteras profesionales bien afianzadas. Por lo menos saben que el perdedor radical es de difícil acceso y, en último término, imprevisible. Identificar entre los centenares que acuden a sus consultas y despachos públicos al individuo dispuesto a todo hasta las últimas consecuencias es una tarea que les desborda. Captan tal vez que no se encuentran ante un caso de asistencia social que pueda subsanarse por vía administrativa. En efecto, el perdedor discurre a su manera. Eso es lo malo. Calla y espera. No se hace notar. Precisamente por eso se le teme. Ese miedo es muy antiguo, pero hoy por hoy está más justificado que nunca. Todo aquel que posee un ápice de poder social intuye a veces la enorme energía destructiva que se encierra en el perdedor radical, y que no puede neutralizarse con ninguna medida, por buena que sea y por mucho que se plantee seriamente.

El perdedor radical puede estallar en cualquier momento. La única solución imaginable para su problema consiste en acrecentar el mal que le hace sufrir. Cada semana salta a los periódicos: el padre de familia que primero mata a su esposa, luego a sus dos hijos y finalmente acaba con su propia vida. “No se entiende”, “tragedia familiar”, rezan las crónicas de sucesos. Otro caso conocido es el del hombre que de buenas a primeras se atrinchera en su piso después de haber tomado como rehén al arrendador que venía a cobrar el alquiler. Cuando por fin aparece la policía, empieza a pegar tiros a diestro y siniestro y mata a uno de los agentes antes de caer desplomado en el tiroteo. Se habla entonces de amok, un término malayo utilizado para designar esos ataques de locura homicida. El motivo que provoca el estallido suele ser del todo insignificante. Resulta que el violento es extremadamente susceptible en lo que se refiere a sus propias emociones. Una mirada o un chiste son suficientes para herirle. No es capaz de respetar los sentimientos de los demás, mientras que los suyos son sagrados para él. Basta con una queja de la esposa, la música demasiado alta del vecino, una discusión en el bar o la cancelación del crédito bancario; basta con que uno de sus superiores haga un comentario despectivo para que el hombre se suba a una torre y ponga en el punto de mira todo lo que se mueve frente al supermercado.

Y no lo hace pese a que sino precisamente porque la matanza acelerará su propio fin. ¿Dónde habrá conseguido la metralleta? Por fin, el perdedor radical, tal vez un padre de familia sexagenario o un quinceañero acomplejado por el acné, es amo de la vida y la muerte. Después “se ajusticia a sí mismo”, como lo formula el presentador de las noticias, y los investigadores policiales se ponen manos a la obra. Se incautan de unas cuantas cintas de vídeo y unas anotaciones farragosas de diario. Los padres, vecinos o maestros no han notado nada. Es cierto que el chico ha tenido alguna mala calificación en su expediente escolar y que acusaba un carácter levemente retraído; no hablaba mucho. Pero ésa no es razón para ametrallar a una docena de compañeros de clase. Los peritos emiten sus dictámenes, los especialistas en crítica cultural desempolvan sus argumentos. Y tampoco puede faltar la alusión al debate de los valores. Pero la investigación de las causas queda en agua de borrajas. Los políticos manifiestan su conmoción, y finalmente se decide que se trata de un caso singular.

La conclusión es correcta, porque los autores de tales crímenes son personas aisladas que no han logrado relacionarse con ningún colectivo. Y al mismo tiempo es errónea, porque a la vista está que existen cada vez más casos singulares de ese tipo. El hecho de que se multipliquen permite concluir que hay cada vez más perdedores radicales. Esto se debe a las llamadas condiciones objetivas, muletilla que puede referirse al mercado mundial, al reglamento de evaluaciones o a la compañía de seguros que no quiere pagar.

(...)

La única salida a su dilema es la fusión de destrucción y autodestrucción, de agresión y autoagresión. Por un lado, el perdedor experimenta un poderío excepcional en el momento del estallido; su acto le permite triunfar sobre los demás, aniquilándolos. Por otro, al acabar con su propia vida da cuenta de la cara opuesta de esa sensación de poderío, a saber, la sospecha de que su existencia pueda carecer de valor.

Otro punto a su favor es que el mundo exterior, que nunca quiso saber de él, tomará nota de su persona desde el momento en que empuñe el arma. Los medios de comunicación se encargarán de depararle una publicidad inaudita, aunque sólo sea durante 24 horas. La televisión se convertirá en propagandista de su acto, animando de ese modo a los émulos potenciales. Como se ha demostrado, particularmente en los Estados Unidos de América, ello representa una tentación difícil de resistir para los menores de edad.

[El texto completo en: http://www.letraslibres.com/index.php?art=11786 ]

3 comentarios:

El Cantante dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...

Es un muy buen artículo, en especial por la nominación de "perdedor radical" al que se hace alusión. La observación sobre la paradoja que representa decir que este caso es "singular" me parece lo más acertado para tratar de entender este caso o, al menos, dar un enfoque más objetivo de ello. Está de más decir que la tragedia, efectivamente, quedará como una pregunta más sobre quiénes son los (verdaderos)causantes de estos arrebatamientos; pero, aún así, lo señalado en el texto es cierto: el "perdedor radical" parece resistirse a la tentación de voltear la mirada para percatarse que puede pedir ayuda y elige el camino más fácil, pero sin darse cuenta que es el menos indicado.

Sin duda, un tema para reflexionar.

Anónimo dijo...

Revelador artìculo, y creo que los tiempos actuales generaran màs perdedores radicales.

Refirièndome a los Estados Unidos, señalo dos factores (debe haber varios màs) Primero, el sistema econòmico vigente donde predomina la ley del màs hàbil, capaz y/o rapaz y donde la justicia es dejada en una posiciòn prescindible. Y segundo la ausencia de compromiso social en que cotidianamente navega el individuo.
Ambos delatan una preponderancia total del individuo sobre la sociedad: el ganador se lleva todo y el perdedor protesta por no poder llevarse nada