Artículo publicado en La República, domingo 6 de febrero de 2011
Sobre el problema de representación política se ha llamado la atención sobre lo poco que entusiasman los candidatos, lo relativamente sosa que es la campaña, los insulsos debates que se generan. Esto es responsabilidad compartida entre los partidos, por los límites de su oferta política, y los medios, que cubren desmedidamente a los personajes más esperpénticos, desatendiendo relativamente a los más valiosos.
Cuando se debate respecto a cómo enfrentar este problema, se suele (solemos) atender el cómo lograr que las autoridades electas expresen mejor a la sociedad en términos de sus perfiles sociales y demográficos, y cómo ellas, una vez electas, se organicen para mejorar su desempeño. Las discusiones sobre las maneras en que deberíamos elegir a los congresistas (voto preferencial, tamaño de distritos electorales), y qué cambios hacer al reglamento del Congreso ilustran esta aproximación al asunto.
Sin embargo, hay otras maneras de abordar los problemas de representación, y una de ellas, fundamental, se refiere al contenido sustantivo de las políticas públicas, y en qué medida ellas reflejan lo que podríamos considerar las prioridades o intereses generales de la sociedad. Es casi un lugar común decir que los más pobres deberían ser la prioridad. En los últimos años se han incorporado plenamente a nuestro vocabulario político términos como inclusión social, combate a la pobreza, reducción de las desigualdades, equidad social, usados tanto por quienes plantean un “cambio de modelo” como por quienes buscan perfeccionarlo. Sin embargo, esa supuesta prioridad no se expresa en las ofertas y debates electorales.
Un aspecto poco atendido de los problemas de representación es que la mala calidad, la improvisación y falta de identidad programática de los grupos políticos hacen que los focos de atención de las propuestas de política sigan las mareas de la opinión pública de Lima y de las ciudades principales, con lo que la agenda tiende a poblarse de asuntos frívolos y sensacionalistas, como hemos visto en los últimos días. El debate debería centrarse en la supuesta prioridad declarada por todos, en cómo la acción del Estado se concentra en los ciudadanos más vulnerables y necesitados. La retórica “correcta” hace a los candidatos ofrecer más inversión en educación y salud, pero poco o nada se dice de cómo ese gasto mejorará efectivamente las condiciones de vida y las oportunidades de las niñas rurales en Huancavelica, por decirlo de manera ilustrativa. El que ello no ocurra nos lleva nuevamente a problemas de representación: los más pobres tienen escaso atractivo electoral para los candidatos: los bolsones electorales más apetitosos están en Lima y en las ciudades principales, no en las comunidades rurales dispersas, mal comunicadas, a las que es difícil llegar. ¿Cómo hacemos para que los no representados logren hacerse un espacio en la campaña, y en las políticas del próximo gobierno?
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