Artículo publicado en El Comercio, martes 22 de diciembre de 2020
Comentaba la semana pasada que uno de los cambios políticos más importantes que ha habido en el país en los últimos años se ha dado en el campo de la derecha, que marca una alteración fundamental en la dinámica de nuestra política de las últimas décadas, y que pone en riesgo la gobernabilidad democrática.
En la década de los años ochenta, por tomar un punto de referencia, la derecha defendía la economía de mercado, la democracia como régimen y valores liberales individuales, frente a una izquierda intervencionista, para la cual la democracia era una farsa (la dictadura de la burguesía) y que ponía énfasis en demandas colectivas y materialistas. La candidatura de Mario Vargas Llosa en 1990 acaso fue el momento cumbre de esta agenda programática. Con el fujimorismo el frente de derecha se resquebrajó: una parte apoyó al fujimorismo, priorizó el establecimiento del orden y la economía de mercado; otra, por el contrario, denunció al fujimorismo como una dictadura, y puso a la democracia y al ejercicio de las libertades como valores superiores.
Con la vuelta a la democracia en 2001, el frente de derecha pareció nuevamente reagruparse. En 2001 Toledo levantó la bandera de la democracia y la lucha contra la corrupción, y al mismo tiempo reivindicó la economía de mercado. 2006 era supuestamente el año de Lourdes Flores con una agenda similar, pero finalmente se impuso Alan García, el “mal menor” frente a la amenaza del Ollanta Humala. Inesperadamente, García, el odiado populista desenfrenado de la década de los años ochenta, terminó siendo un gran defensor de la continuidad del modelo. A pesar de los muchos problemas que tuvo su segunda gestión, sobre la cual cayeron serias denuncias de corrupción, García contó con un apoyo bastante amplio del mundo de la derecha. En la campaña de 2011, quienes mantenían una postura contraria al fujimorismo apoyaron a Ollanta Humala (recordar la “Proclama y juramento por la democracia” respaldada por Mario Vargas Llosa), mientras que, acaso la mayoría, terminó apoyando a Keiko Fujimori. Con todo, la vigilancia del cumplimiento del giro al centro que rápidamente hizo Humala nuevamente pareció reunir a ese frente.
Pero la desaceleración económica, notoria desde 2014, abrió una fisura inédita en el frente económico: algunos pensaron que fortalecer y relanzar el modelo implicaba renovar los esfuerzos por atraer la inversión privada, atacando trabas burocráticas y regulatorias; mientras que otros señalaron la necesidad de implementar reformas institucionales e intentar diversificar nuestro patrón de desarrollo. Y también apareció una nueva fisura, referida a los valores: un sector siguió un patrón más liberal, promoviendo el derecho a la identidad y a la autoexpresión individual, mientras que otro siguió un rumbo más conservador, defendiendo valores religiosos y familiares tradicionales (así surgió el debate sobre el enfoque o la “ideología” de género, por ejemplo).
La campaña de 2016 reflejó esas ambigüedades: Keiko Fujimori no sabía si ser la candidata liberal e institucionalista que se presentó en la universidad de Harvard, o si ser conservadora y populista; y Pedro Pablo Kuczynski nunca supo si debía ser fujimorista o antifujimorista. Al final K. Fujimori optó por lo segundo, con lo que ocurrió un cambio enorme: el fujimorismo dejó de ser el guardián y garante de la estabilidad del modelo económico, y no dudó en enfrentarse encarnizadamente al político que más emblemáticamente lo encarnaba. En esa pugna, sectores conservadores más extremistas ganaron espacio, y entonces resultó que Kuczynski aparecía siendo controlado por la llamada “izquierda caviar”, y luego Martín Vizcarra, y ahora Francisco Sagasti, parecen poco menos que agentes del (neo)marxismo internacional. Así, estos sectores, que antes cerraban filas por la defensa del modelo económico, hoy parecen dispuestos a tirárselo abajo en su lucha ideologizada contra molinos de viento. Si bien pueden no ser mayoría, no son tan pocos en el mundo de la derecha.