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martes, 26 de febrero de 2013
Carta a un estudiante de ciencia política
El martes 19 pasado, mi estimado colega Nelson Manrique, en un artículo titulado "Democracia: quién la califica", decía que "la reelección de Rafael Correa a la presidencia del Ecuador, con un contundente 56% en primera vuelta, vuelve a plantear una cuestión incómoda para los politólogos: cómo a pesar de su apetito reeleccionista Chávez, Kirchner y Correa gozan del apoyo mayoritario de sus ciudadanos. Esto suele atribuirse al atraso político, pero la evidencia empírica muestra otro panorama". Más adelante señala que ".. al parecer la opinión de los ciudadanos de esos países no cuenta a la hora de juzgar si viven una democracia o no; quienes lo dictaminan finalmente son los medios de comunicación y un grupo de politólogos, por lo general alineados políticamente con los EEUU, y al diablo con la opinión de los directamente interesados".
Eduardo Dargent y Steven Levitsky han respondido muy bien llamando la atención sobre las inconsistencias del artículo de Manrique y el problema irresoluble de definir el carácter democrático de un régimen por su nivel de apoyo popular, tema sobre el cual tengo poco que añadir. Yo quiero aquí expresar mi extrañeza por la imagen equivocada que parece manejar Manrique de la ciencia política y de los politólogos.
Primero, no veo por qué el hecho de que gobernantes como Correa gocen del apoyo mayoritario de sus ciudadanos sea en algún sentido "incómodo" para los politólogos. Más bien diría que el absolutamente previsible y normal, dadas las circunstancias. Recomiendo ver el reciente trabajo de la politóloga Flavia Freidenberg, un referente importante dentro de la disciplina, precisamente dedicado a explicar "las claves del éxito de la revolución ciudadana", sin atribuirlo en absoluto al "atraso político". Las razones que Freidenberg menciona son la evaluación positiva de la gestión de Correa, la estabilidad de las variables económicas, las políticas sociales impulsadas gracias al uso focalizado de los recursos petroleros, el discurso de inclusión, la agresiva política de comunicación gubernamental y la inexistencia de un candidato opositor que pudiera articular a la oposición. Flavia es una colega y amiga extraordinariamente capaz, pero la verdad no creo que al escribir ese texto se haya sentido particularmente desafiada intelectualmente, y sostiene que el triunfo de Correa era totalmente previsible. Al parecer, para Manrique los politólogos solo entenderíamos la legitimidad política como resultado del respeto a las reglas institucionales, por lo que nos resultaría "incómodo" entender la existencia de otras fuentes de legitimidad. Totalmente falso.
Segundo, está aquello del "grupo de politólogos" que "dictaminan" qué países son democráticos, "por lo general alineados políticamente con los EEUU", y que mandarían "al diablo" la opinión de los directamente interesados (los ciudadanos). En primer lugar, sobre los "dictámenes". Me parece totalmente natural que, cuando se discute sobre las características de los regímenes políticos, los politólogos tengamos algo que decir, en especial los que trabajan esos temas. Eso lo decimos en diversas publicaciones y espacios, que no veo por qué Manrique considera "dictámenes". Y cualquiera que quiera ver las cosas con un mínimo de objetividad, tendrá que reconocer que las opiniones de los politólogos sobre estos temas son muy dispares. En la ciencia no hay "dictámenes", en el sentido de sentencias inapelables dadas por alguna autoridad superior, solo planteamientos provisionales sujetos a debate, y vigentes hasta que más investigación y evidencia los supere. Segundo, sobre el "alineamiento" con los EEUU.: ¿en quién estará pensando? Solo me puede venir a la cabeza el nombre de Arturo Valenzuela, politólogo chileno-norteamericano que ha trabajado temas referidos a regímenes políticos y que ocupó cargos importantes en el Departamento de Estado de los Estados Unidos. Aún en ese caso, dentro de la disciplina, la opinión de Valenzuela es una opinión más, de ninguna manera un "dictamen".
Si lo que le preocupa a Manrique es que haya entidades de monitoreo y observación de elecciones y de la estabilidad democrática, pues lo que encontramos es que quienes hacen esas tareas son entidades internacionales gubernamentales y privadas, que siguen lógicas políticas, y poco académicas, en las que los politólogos participamos muy parcialmente. Ver al respecto este texto de Gerardo Munck. Precisamente, una de sus recomendaciones es fortalecer el diálogo entre políticos y académicos.
Sería bueno que Manrique aclare a qué politólogos se refiere, pero yo sospecho que ha caído en la vieja falacia retórica de construir un muñeco de paja para destruirlo cómodamente. Así, los politólogos solo concebiríamos como fuente de legitimidad el respeto a las instituciones (esa sería la razón por la cual las definiciones de democracia son procedimentales); no podríamos entender otras fuentes de legitimidad (ambos supuestos falsos, como hemos visto); los datos muestran que gobernantes como Kirchner, Correa y Chávez son muy populares, a pesar de su apetito reeleccionista; ergo, a los politólogos nos resulta difícil entender algo como la reelección de Correa, y nos veríamos obligados a hablar del "atraso político" (conclusión falsa también). Y encima, algunos "dictaminan" cuál país es democrático y cuál no, "mandando al diablo" la opinión de los ciudadanos, gracias a, me imagino, la influencia y tribuna en los medios de comunicación que les daría su alineamiento político con los EEUU. Razonamiento un tanto conspirativo; en todo caso, aquí cabe preguntar: ¿quiénes?, ¿cuándo?, ¿dónde?
Tercero, precisamente creo que el gran error de Manrique es desconocer nuestra disciplina, o tener una visión tremendamente distorsionada de ella. Si bien los politólogos solemos considerar que en la definición de qué es la democracia como régimen político lo mejor es manejar criterios minimalistas, anclados en aspectos institucionales, porque así se evitan precisamente las confusiones e inconsistencias en las que cae Manrique; también consideramos que para entender la dinámica política de un país es necesario ir mucho más allá de concepciones minimalistas-institucionalistas, y tomar en cuenta cuestiones como la legitimidad de los regímenes políticos de cara a sus ciudadanos, que entiendo es su preocupación de fondo. En esto estamos totalmente de acuerdo. Piénsese por ejemplo en el libro La democracia en América Latina. Hacia una democracia de ciudadanas y ciudadanos (Nueva York, PNUD, 2004), investigación liderada por Guillermo O'Donnell y en la que participaron muchos colegas politólogos, y que es un referente en la disciplina. De hecho, uno de los temas de más desarrollo en la ciencia política de los últimos años es el de la calidad de la democracia en nuestros países, tema que parte del ámbito electoral-institucional para ir mucho más allá de este, recogiendo temas como los niveles de accountability, de rendición de cuentas de los políticos ante la ciudadanía, tema en torno a cuya importancia coincido totalmente con Manrique. Ver al respecto este otro texto de Gerardo Munck, por ejemplo, entre muchos otros.
Otra ilustración de cómo son en realidad las discusiones dentro de la disciplina: tomemos como ejemplo la caracterización del gobierno de Hugo Chávez. Acá encontraremos un gran debate, donde colegas como Steven Levitsky, Javier Corrales, Luis Gómez, yo mismo y muchos otros tendrán una posición, pero Maxwell Cameron, Daniel Levine y José Molina, Steve Ellner y muchos otros tienen otra, y se cubren todos los matices del espectro en cuanto a si en Venezuela el régimen de Chávez es autoritario o democrático. Y todos somos politólogos, y todas las posiciones son igualmente importantes e influyentes. En lo que a mí respecta, todos los mencionados son colegas y amigos que respeto y aprecio mucho.
Quisiera decir finalmente que me parece normal y saludable la discrepancia, la crítica y el debate, y al final no tenemos por qué ponernos de acuerdo. La academia es y debe ser pluralista. Pero si me tomé el trabajo de escribir este comentario es porque el artículo de Manrique me parece muy injusto, en tanto parece dirigirse contra una disciplina y contra quienes la practican. Estoy seguro de que esta no es la intención de Nelson, pero igual algún lector puede llevarse esa impresión; me preocupa especialmente que estudiantes potencialmente interesados en estudiar la carrera de ciencia política se forman una imagen equivocada de la profesión, así como los lectores en general, en tanto la ciencia política es en el Perú una carrera nueva y todavía en proceso de consolidación.
No me parece casualidad que Dargent y Levitsky hayan tenido el gesto de responder a Manrique desde la página web de Politai, una asociación de estudiantes de Ciencia Política y Gobierno de la Pontificia Universidad Católica. De cara a los estudiantes de ciencia política, habría que decir que convengamos con Manrique en que de lo que se trata es de siempre mejorar los estándares de la disciplina, revisar siempre críticamente nuestros conceptos, supuestos y definiciones, metodologías, ejercicio profesional, etc. Pero también en que, como disciplina, estamos más concientes de nuestras limitaciones de lo que algunos suponen, por lo que deberíamos evitar caer en discusiones estériles y concentrarnos en las importantes; en esas, seguramente, estaremos de acuerdo con Nelson. Y si no, estaremos en desacuerdo, pero serían desacuerdos reales, no fruto de miradas distorsionadas de las cosas.
[ NOTA: recién veo el artículo de hoy de Manrique, en el que responde a Levitsky, en su columna de La República. Me parece que su respuesta no altera los comentarios arriba expuestos ]
[ ACTUALIZACIÓN, 27 DE FEBRERO:
LQQD: lean el artículo de Maxwell Cameron, quien también se animó a participar en este debate, confirmando la amplitud de posiciones dentro de la disciplina en lo que respecta a las caracterizaciones de la naturaleza democrática de nuestros países.
Max Cameron
Delegative vs. Liberal Democracy in Latin America ]
Todo esto me hizo recordar un texto todavía inédito, que puede resultar de interés. Es un trabajo que en principio aparecerá en el segundo volumen de la colección Cartas a los estudiantes de ciencia política, y que espero lo encuentren pertinente. Saludos.
Cartas a un estudiante de ciencia política1 by Martin Tanaka
lunes, 25 de febrero de 2013
Lincoln
Artículo publicado en La República, domingo 24 de febrero de 2013
Hoy se realizará la ceremonia de entrega de los premios “Oscar”, y la película Lincoln dirigida por Steven Spielberg es una de las nominadas a mejor película del 2012. Comentar el retrato que la película bosqueja del que hacer político resulta pertinente para nosotros.
Se comenta mucho en la política peruana últimamente que habría actores “decentes” y “corruptos”, pero al mismo tiempo que habría “caídos del palto” que no saben hacer política, aunque guiados por nobles intenciones, y otros hábiles y eficaces, pero motivados por intereses subalternos. Puestas las cosas así, aparece un callejón sin salida: estaríamos entre un principismo ingenuo destinado al fracaso, y un cinismo eficaz, que nos lleva a una política en la que solo los inescrupulosos sobreviven.
El retrato que Spielberg propone de Lincoln presenta una interesante salida a este problema. Este es presentado como un político principista, guiado por el objetivo de mantener la unión de un país dividido y ensangrentado por la guerra civil, para lo cual la aprobación de la 13ª enmienda de la Constitución, que prohibe la esclavitud, es considerada imprescindible. Sin embargo, Lincoln sabe que esta iniciativa enfrentará la oposición del partido demócrata, e incluso la de sectores importantes de su propio partido, el republicano; y que para conseguir los votos necesarios en el Congreso deberá manipular a su propio partido y comprar votos y alentar el transfuguimo en el partido rival. Claro que dentro de ciertos límites, porque no puede existir una incongruencia tan grande entre medios y fines: se ofrecen cargos públicos como recompensa, pero no dinero en efectivo.
En su momento se enfrentan dilemas irresolubles: detener la guerra y salvar vidas, o persistir en el conflicto en nombre de los ideales. El líder evita un acuerdo y asume el peso de esa carga, arriesgando la vida de su propio hijo, que también participa en la guerra. Este líder entiende que, a pesar de que acaso los grandes fines que persigue pueden justificar las concesiones que se ve obligado a hacer, esas concesiones desvirtúan su acción política. Por ello el Lincoln interpretado por Daniel Day-Lewis transmite no satisfacción u orgullo, sino humildad, y asume su liderazgo como una pesada carga. Es más, su asesinato puede leerse tanto como una liberación de la misma como el pago por sus transgresiones.
Es fascinante también el retrato de Thaddeus Stevens, líder republicano radical interpretado por Tommy Lee Jones, encarnación del líder principista poco dispuesto a hacer concesiones. Cuando ambos líderes se encuentran, Stevens enfatiza la necesidad de no perder nunca la brújula moral; Lincoln le recuerda que el norte en ocasiones conduce a un pantano del que no se puede salir, por lo que se impone la necesidad de retrocesos o rodeos para poder seguir adelante. Más adelante, Stevens ilustra también el coraje del aprendizaje de la moderación y del realismo.
Cuán pertinente para pensar en nuestra política de hoy.
VER TAMBIÉN:
Los colores de la revocatoria
Alberto Vergara
Hoy se realizará la ceremonia de entrega de los premios “Oscar”, y la película Lincoln dirigida por Steven Spielberg es una de las nominadas a mejor película del 2012. Comentar el retrato que la película bosqueja del que hacer político resulta pertinente para nosotros.
Se comenta mucho en la política peruana últimamente que habría actores “decentes” y “corruptos”, pero al mismo tiempo que habría “caídos del palto” que no saben hacer política, aunque guiados por nobles intenciones, y otros hábiles y eficaces, pero motivados por intereses subalternos. Puestas las cosas así, aparece un callejón sin salida: estaríamos entre un principismo ingenuo destinado al fracaso, y un cinismo eficaz, que nos lleva a una política en la que solo los inescrupulosos sobreviven.
El retrato que Spielberg propone de Lincoln presenta una interesante salida a este problema. Este es presentado como un político principista, guiado por el objetivo de mantener la unión de un país dividido y ensangrentado por la guerra civil, para lo cual la aprobación de la 13ª enmienda de la Constitución, que prohibe la esclavitud, es considerada imprescindible. Sin embargo, Lincoln sabe que esta iniciativa enfrentará la oposición del partido demócrata, e incluso la de sectores importantes de su propio partido, el republicano; y que para conseguir los votos necesarios en el Congreso deberá manipular a su propio partido y comprar votos y alentar el transfuguimo en el partido rival. Claro que dentro de ciertos límites, porque no puede existir una incongruencia tan grande entre medios y fines: se ofrecen cargos públicos como recompensa, pero no dinero en efectivo.
En su momento se enfrentan dilemas irresolubles: detener la guerra y salvar vidas, o persistir en el conflicto en nombre de los ideales. El líder evita un acuerdo y asume el peso de esa carga, arriesgando la vida de su propio hijo, que también participa en la guerra. Este líder entiende que, a pesar de que acaso los grandes fines que persigue pueden justificar las concesiones que se ve obligado a hacer, esas concesiones desvirtúan su acción política. Por ello el Lincoln interpretado por Daniel Day-Lewis transmite no satisfacción u orgullo, sino humildad, y asume su liderazgo como una pesada carga. Es más, su asesinato puede leerse tanto como una liberación de la misma como el pago por sus transgresiones.
Es fascinante también el retrato de Thaddeus Stevens, líder republicano radical interpretado por Tommy Lee Jones, encarnación del líder principista poco dispuesto a hacer concesiones. Cuando ambos líderes se encuentran, Stevens enfatiza la necesidad de no perder nunca la brújula moral; Lincoln le recuerda que el norte en ocasiones conduce a un pantano del que no se puede salir, por lo que se impone la necesidad de retrocesos o rodeos para poder seguir adelante. Más adelante, Stevens ilustra también el coraje del aprendizaje de la moderación y del realismo.
Cuán pertinente para pensar en nuestra política de hoy.
VER TAMBIÉN:
Los colores de la revocatoria
Alberto Vergara
martes, 19 de febrero de 2013
El Estado latinoamericano en su laberinto
Excelente número...
Revista de ciencia política
(Santiago)
lunes, 18 de febrero de 2013
Corrupción, ética y política (2)
Artículo publicado en La República, domingo 17 de febrero de 2013
La semana pasada llamaba la atención sobre la necesidad de una profunda reforma judicial no solo por la obvia necesidad de acceso a la justicia, sino también por los efectos que sus decisiones tienen sobre el sistema político. No hay confianza en el sistema judicial y hay actores políticos importantes que parte de la ciudadanía identifica como corruptos. Si los sistemas anticorrupción funcionaran bien, algunos de los imputados deberían pagar condenas, y los inocentes deberían ser librados de sospechas; como no funcionan, terminamos teniendo culpables impunes e inocentes falsamente implicados en la comisión de delitos. La percepción de injusticia hace que se cuestione permanentemente la institucionalidad judicial, que la política tienda a asumir la forma de controversias morales, y que su dinámica tienda a “judicializarse”, a recurrirse reiteradamente a los tribunales para intentar saldar lo que se considera como cuentas pendientes. Esto aumenta la presión política sobre los jueces, con lo que, como en una profecía autocumplida, la judicatura tiende en efecto a politizarse. Como es de esperarse, cuando la moralidad está en juego, el intercambio, la negociación y la búsqueda de acuerdos políticos se dificulta, porque se asume que están en juego valores absolutos. Así es muy difícil contruir una comunidad política democrática.
En todos los países de la región, el debilitamiento de los partidos como canales de representación hace que la política tienda a judicializarse; los actores intentan conseguir mediante acciones legales la solución a demandas que no se consiguen mediante la movilización política. La complejidad y autonomía de lo jurídico hace en ocasiones que actores débiles obtengan grandes victorias políticas. El problema es, nuevamente, que la judicatura se politiza, se debilita a los partidos, se hacen menos previsibles los resultados judiciales, lo que entorpece el intercambio político.
De todo esto no se debe deducir que corresponde refundar el sistema de justicia “desde afuera”; ese es un camino que ha llevado siempre a autoritarismos y a un mayor control político de las decisiones judiciales. Urge por el contrario una gran reforma judicial y el reforzamiento de un sistema anticorrupción lo más autónomo de presiones políticas. Urge un gran acuerdo político y entre los poderes del Estado para limpiar la política de la percepción de corrupción, que amenaza la legitimidad del sistema político. En segundo lugar, urge que los partidos y actores políticos sobre los que hay sospechas de impunidad o problemas por falta de transparencia que colaboren con las investigaciones necesarias para despejar toda duda y no refigiarse en artilugios legales. Y tercero, por parte de todos los actores políticos y sociales, no dejarse llevar por el expediente fácil de acusar a alguien de corrupto para intentar ganar disputas políticas, y por parte de los medios de comunicación el no dar cabida a acusaciones sin fundamento.
VER TAMBIÉN:
Corrupción, ética y política
La semana pasada llamaba la atención sobre la necesidad de una profunda reforma judicial no solo por la obvia necesidad de acceso a la justicia, sino también por los efectos que sus decisiones tienen sobre el sistema político. No hay confianza en el sistema judicial y hay actores políticos importantes que parte de la ciudadanía identifica como corruptos. Si los sistemas anticorrupción funcionaran bien, algunos de los imputados deberían pagar condenas, y los inocentes deberían ser librados de sospechas; como no funcionan, terminamos teniendo culpables impunes e inocentes falsamente implicados en la comisión de delitos. La percepción de injusticia hace que se cuestione permanentemente la institucionalidad judicial, que la política tienda a asumir la forma de controversias morales, y que su dinámica tienda a “judicializarse”, a recurrirse reiteradamente a los tribunales para intentar saldar lo que se considera como cuentas pendientes. Esto aumenta la presión política sobre los jueces, con lo que, como en una profecía autocumplida, la judicatura tiende en efecto a politizarse. Como es de esperarse, cuando la moralidad está en juego, el intercambio, la negociación y la búsqueda de acuerdos políticos se dificulta, porque se asume que están en juego valores absolutos. Así es muy difícil contruir una comunidad política democrática.
En todos los países de la región, el debilitamiento de los partidos como canales de representación hace que la política tienda a judicializarse; los actores intentan conseguir mediante acciones legales la solución a demandas que no se consiguen mediante la movilización política. La complejidad y autonomía de lo jurídico hace en ocasiones que actores débiles obtengan grandes victorias políticas. El problema es, nuevamente, que la judicatura se politiza, se debilita a los partidos, se hacen menos previsibles los resultados judiciales, lo que entorpece el intercambio político.
De todo esto no se debe deducir que corresponde refundar el sistema de justicia “desde afuera”; ese es un camino que ha llevado siempre a autoritarismos y a un mayor control político de las decisiones judiciales. Urge por el contrario una gran reforma judicial y el reforzamiento de un sistema anticorrupción lo más autónomo de presiones políticas. Urge un gran acuerdo político y entre los poderes del Estado para limpiar la política de la percepción de corrupción, que amenaza la legitimidad del sistema político. En segundo lugar, urge que los partidos y actores políticos sobre los que hay sospechas de impunidad o problemas por falta de transparencia que colaboren con las investigaciones necesarias para despejar toda duda y no refigiarse en artilugios legales. Y tercero, por parte de todos los actores políticos y sociales, no dejarse llevar por el expediente fácil de acusar a alguien de corrupto para intentar ganar disputas políticas, y por parte de los medios de comunicación el no dar cabida a acusaciones sin fundamento.
VER TAMBIÉN:
Corrupción, ética y política
jueves, 14 de febrero de 2013
ALACIP 2013
Atención con las fechas:
7o. Congreso Latinoamericano de Ciencia Política – Bogotá 2013
Conozca las fechas importantes:
Presentación de propuestas – hasta el 28 de febrero de 2013 OJO
Decisiones sobre propuestas, mesas y simposios – 15 de abril de 2013
Inscripción al congreso – hasta el 7 de julio de 2013
Recepción de ponencias definitivas – hasta el 16 de agosto de 2013
El próximo Congreso de ALACIP se celebrará en la Universidad de los Andes de Bogotá, los días 25, 26 y 27 de septiembre de 2013.
Más información aquí.
martes, 12 de febrero de 2013
Corrupción, ética y política
Artículo publicado en La República, domingo 10 de febrero de 2013
En la vida política siempre habrá intereses y visiones contrapuestas, en ocasiones muy enconadas, especialmente cuando se percibe que hay opciones éticas en juego. El régimen democrático nos da un mecanismo para procesar institucionalmente esas diferencias: el más importante es el voto popular y la regla de mayoría. Aquellos que consiguen más votos ocupan las posiciones de gobierno, y los demás, aunque no les guste, lo deben aceptar. En los últimos años hemos tenido elecciones muy reñidas, pero al final terminó imponiéndose ese criterio. Actores pueden incluso no estar de acuerdo con la conducta y decisiones de los organismos electorales, pueden estar convencidos de que se equivocaron y los perjudicaron, pero al final están obligados a respetar sus fallos, y no cuestionan la legitimidad de los resultados.
En nuestro país parece estar medianamente asentado el reconocimiento de las elecciones como mecanismo democrático, que va por supuesto de la mano con un funcionamiento considerado aceptable de los organismos electorales. Sin embargo, no hemos avanzado mucho en otro mecanismo democrático esencial, que es el funcionamiento del sistema de justicia, del que forman parte el Poder Judicial, el Ministerio de Justicia, la fiscalía, la policía, etc. Acá también deberíamos tener un mínimo de confianza en su funcionamiento, de modo tal que puede haber múltiples percepciones y denuncias de corrupción, pero debería ser un criterio compartido que quien determina eso en última instancia es el Poder Judicial. Y uno puede discrepar con sus fallos, criticar sentencias, pero al final estos deben ser aceptados en todas sus consecuencias.
El problema se agrava cuando algunos de los actores políticos que sectores de la población identifican como corruptos gozan de respaldo popular y representan políticamente a sectores importantes de la sociedad. Las reglas institucionales obligan a reconocerlos como interlocutores en un sentido pleno, y la política solo puede funcionar si se logra poner “entre paréntesis”, por así decirlo, las objeciones éticas, para poder entrar al terreno de la negociación política. Ejemplo: la designación del Defensor del Pueblo o de los magistrados del Tribunal Constitucional. Poner por delante consideraciones morales haría imposibles los acuerdos políticos que se necesitan.
La consecuencia de esto es que urge avanzar en la mejora del sistema judicial, porque su falta de legitimidad crea serios problemas que dificultan el intercambio político. En el corto plazo no parece quedar otra que aceptar los fallos judiciales, individualizar las responsabilidades penales y no hacerlas extensivas a colectividades políticas. Decir esto puede resultar impopular en el contexto de confrontación que se vive en medio de la campaña de la revocatoria, pero precisamente por eso es necesario hacerlo. Resolver el dilema existente entre las percepciones de justicia y el respeto a las instituciones es clave para nuestra democracia.
En la vida política siempre habrá intereses y visiones contrapuestas, en ocasiones muy enconadas, especialmente cuando se percibe que hay opciones éticas en juego. El régimen democrático nos da un mecanismo para procesar institucionalmente esas diferencias: el más importante es el voto popular y la regla de mayoría. Aquellos que consiguen más votos ocupan las posiciones de gobierno, y los demás, aunque no les guste, lo deben aceptar. En los últimos años hemos tenido elecciones muy reñidas, pero al final terminó imponiéndose ese criterio. Actores pueden incluso no estar de acuerdo con la conducta y decisiones de los organismos electorales, pueden estar convencidos de que se equivocaron y los perjudicaron, pero al final están obligados a respetar sus fallos, y no cuestionan la legitimidad de los resultados.
En nuestro país parece estar medianamente asentado el reconocimiento de las elecciones como mecanismo democrático, que va por supuesto de la mano con un funcionamiento considerado aceptable de los organismos electorales. Sin embargo, no hemos avanzado mucho en otro mecanismo democrático esencial, que es el funcionamiento del sistema de justicia, del que forman parte el Poder Judicial, el Ministerio de Justicia, la fiscalía, la policía, etc. Acá también deberíamos tener un mínimo de confianza en su funcionamiento, de modo tal que puede haber múltiples percepciones y denuncias de corrupción, pero debería ser un criterio compartido que quien determina eso en última instancia es el Poder Judicial. Y uno puede discrepar con sus fallos, criticar sentencias, pero al final estos deben ser aceptados en todas sus consecuencias.
El problema se agrava cuando algunos de los actores políticos que sectores de la población identifican como corruptos gozan de respaldo popular y representan políticamente a sectores importantes de la sociedad. Las reglas institucionales obligan a reconocerlos como interlocutores en un sentido pleno, y la política solo puede funcionar si se logra poner “entre paréntesis”, por así decirlo, las objeciones éticas, para poder entrar al terreno de la negociación política. Ejemplo: la designación del Defensor del Pueblo o de los magistrados del Tribunal Constitucional. Poner por delante consideraciones morales haría imposibles los acuerdos políticos que se necesitan.
La consecuencia de esto es que urge avanzar en la mejora del sistema judicial, porque su falta de legitimidad crea serios problemas que dificultan el intercambio político. En el corto plazo no parece quedar otra que aceptar los fallos judiciales, individualizar las responsabilidades penales y no hacerlas extensivas a colectividades políticas. Decir esto puede resultar impopular en el contexto de confrontación que se vive en medio de la campaña de la revocatoria, pero precisamente por eso es necesario hacerlo. Resolver el dilema existente entre las percepciones de justicia y el respeto a las instituciones es clave para nuestra democracia.
domingo, 3 de febrero de 2013
La racionalidad popular
Artículo publicado en La República, domingo 3 de febrero de 2013
En las últimas semanas distinguidos políticos, analistas, columnistas, han planteado que la revocatoria del 17 de marzo debería entenderse como una elección entre la “decencia” y la “corrupción”. No tengo duda de que al frente, detrás y a los lados de la causa de la revocatoria hay intereses personalistas y mafiosos; como ha sido dicho, mafias afectadas por el cierre del marcado de La Parada, por la propuesta de reforma del transporte público, por el cambio en la lógica de actuación de los funcionarios municipales en cuanto a adquisiciones, contrataciones, concesiones, respecto a la gestión anterior, deben ser promotores entusiastas de la causa del “Sí”. Además, los alineamientos políticos producidos alrededor del “Sí” y del “No” y sus justificaciones muestran que unos se suman oportunistamente a una ola de descontento, mientras que otros muestran preocupación por el bienestar de la ciudad, independientemente de la popularidad de esta postura.
Lo que nos lleva precisamente al punto que quiero resaltar: planteadas las cosas en el terreno de la moralidad, resulta extremadamente problemático el que el “Sí” haya mostrado hasta el momento un apoyo mayoritario. La salida ha ido por señalar que quienes optan por el “No”, según las encuestas, serían sectores más educados y informados. De este modo, quienes están hasta el momento a favor del “Sí”, mayoritariamente en los sectores C, D y E de las encuestas, lo estarían porque serían víctimas de una campaña de desinformación, así como de errores en la estrategia comunicacional de la Municipalidad (en el peor de los casos, se denuncia que ese apoyo es consecuencia de una “compra” –a cambio de una bolsa de fideos- o de presiones –“si no apoyas pierdes el vaso de leche”-).
El problema con este razonamiento es que, visto a lo largo del tiempo, resulta que el pueblo está siendo engañado o manipulado cuando muestra preferencias contrarias a las de uno, mientras que se le presenta como sabio, lúcido, conciente, cuando coincide. Así, desde la derecha se oscila entre querer regresar al tiempo del voto censitario (porque los pobres son resentidos e ignorantes), y aplaudir su espíritu emprendedor y empresarial; y desde la izquierda entre denunciar su alienación por los “poderes fácticos” y los medios de comunicación, y su creciente movilización y conciencia de clase. En realidad, en los sectores A y B, y en el “mundo letrado” en general, hace falta mucho más información y comprensión sobre cómo se informan, forman opinión, perciben la política y toman decisiones al respecto en el mundo popular, de allí que tienda a caerse reiteradamente en imágenes estereotipadas. Y como ha sido dicho correctamente por muchos también, la campaña por el “No” ganaría en eficacia si se concentrara en lanzar una oferta atractiva para a los sectores más pobres de la ciudad, antes que apelar a la moralidad e intentar convencer a sus votantes reacios llamándoles la atención por indolentes o desinformados.
En las últimas semanas distinguidos políticos, analistas, columnistas, han planteado que la revocatoria del 17 de marzo debería entenderse como una elección entre la “decencia” y la “corrupción”. No tengo duda de que al frente, detrás y a los lados de la causa de la revocatoria hay intereses personalistas y mafiosos; como ha sido dicho, mafias afectadas por el cierre del marcado de La Parada, por la propuesta de reforma del transporte público, por el cambio en la lógica de actuación de los funcionarios municipales en cuanto a adquisiciones, contrataciones, concesiones, respecto a la gestión anterior, deben ser promotores entusiastas de la causa del “Sí”. Además, los alineamientos políticos producidos alrededor del “Sí” y del “No” y sus justificaciones muestran que unos se suman oportunistamente a una ola de descontento, mientras que otros muestran preocupación por el bienestar de la ciudad, independientemente de la popularidad de esta postura.
Lo que nos lleva precisamente al punto que quiero resaltar: planteadas las cosas en el terreno de la moralidad, resulta extremadamente problemático el que el “Sí” haya mostrado hasta el momento un apoyo mayoritario. La salida ha ido por señalar que quienes optan por el “No”, según las encuestas, serían sectores más educados y informados. De este modo, quienes están hasta el momento a favor del “Sí”, mayoritariamente en los sectores C, D y E de las encuestas, lo estarían porque serían víctimas de una campaña de desinformación, así como de errores en la estrategia comunicacional de la Municipalidad (en el peor de los casos, se denuncia que ese apoyo es consecuencia de una “compra” –a cambio de una bolsa de fideos- o de presiones –“si no apoyas pierdes el vaso de leche”-).
El problema con este razonamiento es que, visto a lo largo del tiempo, resulta que el pueblo está siendo engañado o manipulado cuando muestra preferencias contrarias a las de uno, mientras que se le presenta como sabio, lúcido, conciente, cuando coincide. Así, desde la derecha se oscila entre querer regresar al tiempo del voto censitario (porque los pobres son resentidos e ignorantes), y aplaudir su espíritu emprendedor y empresarial; y desde la izquierda entre denunciar su alienación por los “poderes fácticos” y los medios de comunicación, y su creciente movilización y conciencia de clase. En realidad, en los sectores A y B, y en el “mundo letrado” en general, hace falta mucho más información y comprensión sobre cómo se informan, forman opinión, perciben la política y toman decisiones al respecto en el mundo popular, de allí que tienda a caerse reiteradamente en imágenes estereotipadas. Y como ha sido dicho correctamente por muchos también, la campaña por el “No” ganaría en eficacia si se concentrara en lanzar una oferta atractiva para a los sectores más pobres de la ciudad, antes que apelar a la moralidad e intentar convencer a sus votantes reacios llamándoles la atención por indolentes o desinformados.
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