Artículo publicado en La República, domingo 29 de diciembre de 2013
El 31 de marzo decía que este año que termina iba a resultar “corto”: empezó tarde, porque la dinámica de finales de 2012 se extendió hasta marzo, marcada por el aumento en la aprobación a la gestión presidencial iniciada en julio de 2012, con la llegada de Juan Jiménez a la Presidencia del Consejo de Ministros, y la atención puesta en la iniciativa de revocatoria de la alcaldesa y del Consejo Municipal en Lima. Y terminó temprano, digamos que a finales de octubre, con la designación de César Villanueva como reemplazo de Jiménez, decisión que cobra sentido pensando que hasta octubre de 2014 el escenario regional y local estará muy movido por las elecciones en esos ámbitos.
En marzo pensaba que este podría haber sido un buen año para el gobierno, considerando que iba a ser corto, y que este podría haber explotado la continuidad de la dinámica de crecimiento económico y una mayor visibilidad de iniciativas en áreas sociales. Como sabemos, el año terminó siendo muy malo: mientras que en marzo un 53% de los encuestados aprobaba la gestión del presidente, en octubre solo un 26% lo hacía; en diciembre, según IPSOS, este número llegó a 29%. Es pertinente recordar que en diciembre de 2003 apenas un 11% aprobaba la gestión de Toledo, y que en diciembre de 2008 un 25% de encuestados aprobaba la gestión de García.
El hecho de que la economía haya crecido por encima del 5% este año y las consideraciones esbozadas arriba apuntan a que las razones de la caída en la aprobación a la gestión del presidente Humala están en complicaciones, innecesarias, añadiría yo, generadas por un mal manejo político. Durante gran parte del año las especulaciones en torno a la candidatura presidencial de Nadine Heredia desgastaron al gobierno, así como un manejo un tanto politizado de la Comisión Investigadora de probables casos de corrupción durante el último gobierno de Alan García; a esto hay que sumar la decisión de negar el indulto a Alberto Fujimori recién en junio. El resultado fue que se activó y dio munición a la acción de la oposición, generándose un clima de confrontación política que creó una sensación de pérdida de control y desgobierno. Por ello en agosto el Presidente del Consejo de Ministros debió convocar a una diálogo nacional, torpedeado inexplicablemente por el propio Presidente de la República. Las posibilidades inmediatas de recuperación política del gobierno están en alejar ese clima de confrontación y volver a generar la percepción de que se está invirtiendo el tiempo en “trabajar” y no en pelearse con la oposición.
La experiencia previa de los gobiernos de Toledo y García sugiere que el tercer año de gobierno se caracteriza por la detención de una tendencia declinante, y una estabilización en un nivel bajo. Pienso que lo más probable es que esa tendencia se repita. Después de julio la dinámica estará muy marcada por las elecciones regionales y municipales de octubre, con lo cual podría decirse que terminará el año que empezó en octubre pasado.
lunes, 30 de diciembre de 2013
lunes, 23 de diciembre de 2013
Navidad
Artículo publicado en La República, domingo 22 de diciembre de 2013
Hace unos días se comentaba que Uruguay (“modesto pero audaz, liberal y amante de la diversión"), había sido elegido “país del año” por la revista The Economist. Se resaltó la implementación de “reformas pioneras”, como la legalización del matrimonio homosexual y de la producción, venta y consumo de marihuana, que podrían beneficiar al mundo entero en caso de ser emuladas, así como el liderazgo de su presidente. A propósito, cabe recordar que en ese país el 24 de diciembre no se celebra oficialmente la navidad, sino el “día de la familia”. Como Estado laico, la Semana Santa se asume como Semana de Turismo, la Inmaculada Concepción como Día de las Playas, por ejemplo. Si bien alrededor de la mitad de los uruguayos se define como católicos, el Estado tiene una fuerte definición como laico, y eso marca la personalidad del país.
En Perú la relación entre el Estado y la iglesia católica se define por la Constitución como una de “independencia y autonomía”, pero donde se reconoce la importancia de esta y se establece que aquel “le presta su colaboración”. En nuestro medio suele haber cierto consenso en que los símbolos religiosos deberían estar ausentes en ceremonias oficiales, pero no se ha cuestionado mayormente que la navidad sea el eje de las celebraciones de fin de año. Recordemos que durante la dictadura de Velasco, y bajo el influjo de una ambiciosa reforma educativa, el gobierno intentó censurar manifestaciones “foráneas” de la navidad (Santa Claus, renos, y demás simbología de Europa septentrional) y promover una celebración católica “peruanizada”, representada emblemáticamente en el nacimiento del “niño manuelito”. Al mismo tiempo, la imagen del niño en el pesebre iba mejor con la austeridad que se preconizaba en situaciones de crisis, relegando al nórdico Santa Claus, que calza mejor con el carácter comercial de la festividad, y también, curiosamente, con su dimensión más laica, a pasar de lo inadecuado de su atuendo para el hemisferio sur.
En los últimos años, vivimos un ambiente en el que la revalorización de “lo peruano” gana cada vez más audiencia. En estas fiestas, esto acaso queda representado con el arbol navideño con motivos andinos propuesto por la Municipalidad de Lima que se luce en la Plaza Mayor. Pero se extrañan más ideas y propuestas sobre cómo los peruanos hemos de celebrar la navidad. ¿Resaltamos lo laico o lo católico? ¿Lo familiar (y el rito de la entrega de regalos) o lo religioso? En medio del “boom” gastronómico” y del nuevo discurso identitario con el que suele ir acompañado, no hemos visto una discusión sobre cómo redefinir la “tradicional” cena navideña hacia un menú más acorde al inicio del verano y a los productos de estación. Tampoco la asociación, acaso más bien limeña, entre la celebración de la navidad y del año nuevo, y el peligroso y letal despliegue individualista de fuegos pirotécnicos. Tal vez esta afición debería ser asumida por los municipios distritales, prohibiéndosela a los particulares.
Hace unos días se comentaba que Uruguay (“modesto pero audaz, liberal y amante de la diversión"), había sido elegido “país del año” por la revista The Economist. Se resaltó la implementación de “reformas pioneras”, como la legalización del matrimonio homosexual y de la producción, venta y consumo de marihuana, que podrían beneficiar al mundo entero en caso de ser emuladas, así como el liderazgo de su presidente. A propósito, cabe recordar que en ese país el 24 de diciembre no se celebra oficialmente la navidad, sino el “día de la familia”. Como Estado laico, la Semana Santa se asume como Semana de Turismo, la Inmaculada Concepción como Día de las Playas, por ejemplo. Si bien alrededor de la mitad de los uruguayos se define como católicos, el Estado tiene una fuerte definición como laico, y eso marca la personalidad del país.
En Perú la relación entre el Estado y la iglesia católica se define por la Constitución como una de “independencia y autonomía”, pero donde se reconoce la importancia de esta y se establece que aquel “le presta su colaboración”. En nuestro medio suele haber cierto consenso en que los símbolos religiosos deberían estar ausentes en ceremonias oficiales, pero no se ha cuestionado mayormente que la navidad sea el eje de las celebraciones de fin de año. Recordemos que durante la dictadura de Velasco, y bajo el influjo de una ambiciosa reforma educativa, el gobierno intentó censurar manifestaciones “foráneas” de la navidad (Santa Claus, renos, y demás simbología de Europa septentrional) y promover una celebración católica “peruanizada”, representada emblemáticamente en el nacimiento del “niño manuelito”. Al mismo tiempo, la imagen del niño en el pesebre iba mejor con la austeridad que se preconizaba en situaciones de crisis, relegando al nórdico Santa Claus, que calza mejor con el carácter comercial de la festividad, y también, curiosamente, con su dimensión más laica, a pasar de lo inadecuado de su atuendo para el hemisferio sur.
En los últimos años, vivimos un ambiente en el que la revalorización de “lo peruano” gana cada vez más audiencia. En estas fiestas, esto acaso queda representado con el arbol navideño con motivos andinos propuesto por la Municipalidad de Lima que se luce en la Plaza Mayor. Pero se extrañan más ideas y propuestas sobre cómo los peruanos hemos de celebrar la navidad. ¿Resaltamos lo laico o lo católico? ¿Lo familiar (y el rito de la entrega de regalos) o lo religioso? En medio del “boom” gastronómico” y del nuevo discurso identitario con el que suele ir acompañado, no hemos visto una discusión sobre cómo redefinir la “tradicional” cena navideña hacia un menú más acorde al inicio del verano y a los productos de estación. Tampoco la asociación, acaso más bien limeña, entre la celebración de la navidad y del año nuevo, y el peligroso y letal despliegue individualista de fuegos pirotécnicos. Tal vez esta afición debería ser asumida por los municipios distritales, prohibiéndosela a los particulares.
Outsiders y partidos
Artículo publicado en La República, domingo 15 de diciembre de 2013.
En los últimos días se especula sobre la aparición de algún outsider que se convierta en candidato con posibilidades de ganar la presidencia en 2016. Estas elucubraciones ganan terreno en un contexto en el que los candidatos más aparentes son todos excandidatos de 2011 o 2006 (García, K. Fujimori, Flores, Toledo, Kuczynski, Castañeda y otros), y ninguno despierta grandes entusiasmos. A diferencia del outsider de 2006 y 2011, el hoy presidente Humala, ahora el ánimo no parece estar marcado por aspiraciones “refundacionales”; por ello, el outsider podría esta vez no ser antisistema.
La figura del outsider se ha naturalizado en la política peruana porque la política misma se ha vaciado de sentido. Solo partidos con cierta historia (APRA, PPC, AP, algunos sectores de izquierda, y luego el fujimorismo y Perú Posible después de ser gobierno), pueden decir que cuentan con un núcleo de militantes, cuadros y operadores capaces de mostrar una mínima coherencia; pero incluso ellos, en funciones de gobierno, han funcionado privilegiando la convocatoria a figuras independientes con agendas distintas a las partidarias, y han padecido de una clamorosa falta de operadores y liderazgos políticos capaces de implementar iniciativas gubernamentales. Todo lo cual lleva a algunos a pensar que no se necesita un partido para gobernar, y que gobernar es poco más que asumir la función de un head hunter eficaz. Mucho más si no se aspira a salir de los límites del modelo económico-político-institucional imperante, y las propuestas se ubican fundamentalmente en el terreno de los valores: honestidad, transparencia, sensibilidad, compromiso, decisión.
Sin embargo, la aspiración de crear un movimiento político lleno de personas honestas y bien intencionadas, y la creencia de que eso sería suficiente para gobernar bien no es más que una ilusión, y de eso deberían tomar nota los aspirantes a outsiders si no quieren convertirse rápidamente en la encarnación de aquello que hoy creen rechazar. Gobernar requiere, tarde o temprano, recurrir a personas con experiencia, y todos los que la tienen la adquirieron en alguno de los gobiernos anteriores o en algunos de los partidos vilipendiados; requiere también de operadores políticos más allá de técnicos independientes, si no se quiere caer en la inoperancia; y abrir esas puertas implica casi fatalmente dejar espacios por donde se colarán personajes con intereses personalistas (los López Meneses del mañana, que son los Almeydas o Quimpers de hoy). Así, el outsider está atrapado entre la “limpieza” y renovación que lleva a la parálisis y a la ineficiencia, y el riesgo de ser cooptado por viejas estructuras, que le quitan su novedad.
Frente a esto, los outsiders tienen exactamente la misma tarea que los partidos: organizarse con tiempo, asumir la tarea en serio, no improvisar. El problema es que la lógica de las campañas electorales (mientras más corta mejor) va en contra de la lógica del buen gobierno.
Caricatura de Carlín tomada de aquí.
En los últimos días se especula sobre la aparición de algún outsider que se convierta en candidato con posibilidades de ganar la presidencia en 2016. Estas elucubraciones ganan terreno en un contexto en el que los candidatos más aparentes son todos excandidatos de 2011 o 2006 (García, K. Fujimori, Flores, Toledo, Kuczynski, Castañeda y otros), y ninguno despierta grandes entusiasmos. A diferencia del outsider de 2006 y 2011, el hoy presidente Humala, ahora el ánimo no parece estar marcado por aspiraciones “refundacionales”; por ello, el outsider podría esta vez no ser antisistema.
La figura del outsider se ha naturalizado en la política peruana porque la política misma se ha vaciado de sentido. Solo partidos con cierta historia (APRA, PPC, AP, algunos sectores de izquierda, y luego el fujimorismo y Perú Posible después de ser gobierno), pueden decir que cuentan con un núcleo de militantes, cuadros y operadores capaces de mostrar una mínima coherencia; pero incluso ellos, en funciones de gobierno, han funcionado privilegiando la convocatoria a figuras independientes con agendas distintas a las partidarias, y han padecido de una clamorosa falta de operadores y liderazgos políticos capaces de implementar iniciativas gubernamentales. Todo lo cual lleva a algunos a pensar que no se necesita un partido para gobernar, y que gobernar es poco más que asumir la función de un head hunter eficaz. Mucho más si no se aspira a salir de los límites del modelo económico-político-institucional imperante, y las propuestas se ubican fundamentalmente en el terreno de los valores: honestidad, transparencia, sensibilidad, compromiso, decisión.
Sin embargo, la aspiración de crear un movimiento político lleno de personas honestas y bien intencionadas, y la creencia de que eso sería suficiente para gobernar bien no es más que una ilusión, y de eso deberían tomar nota los aspirantes a outsiders si no quieren convertirse rápidamente en la encarnación de aquello que hoy creen rechazar. Gobernar requiere, tarde o temprano, recurrir a personas con experiencia, y todos los que la tienen la adquirieron en alguno de los gobiernos anteriores o en algunos de los partidos vilipendiados; requiere también de operadores políticos más allá de técnicos independientes, si no se quiere caer en la inoperancia; y abrir esas puertas implica casi fatalmente dejar espacios por donde se colarán personajes con intereses personalistas (los López Meneses del mañana, que son los Almeydas o Quimpers de hoy). Así, el outsider está atrapado entre la “limpieza” y renovación que lleva a la parálisis y a la ineficiencia, y el riesgo de ser cooptado por viejas estructuras, que le quitan su novedad.
Frente a esto, los outsiders tienen exactamente la misma tarea que los partidos: organizarse con tiempo, asumir la tarea en serio, no improvisar. El problema es que la lógica de las campañas electorales (mientras más corta mejor) va en contra de la lógica del buen gobierno.
Caricatura de Carlín tomada de aquí.
lunes, 9 de diciembre de 2013
¿Qué es nación? (2)
Artículo publicado en La República, domingo 8 de diciembre de 2013
Hace tres semanas comenté sobre el último libro de Hugo Neira, ¿Qué es nación? Quería seguir con el tema, pero temas de la “coyuntura” se interpusieron. El libro de Neira es muy bienvenido porque, me parece, solemos manejar nociones muy desencaminadas de la idea de nación y de la identidad nacional peruana, que debemos poner en discusión, y para esto el libro ofrece herramientas útiles.
Hay una manera de pensar el Perú que podríamos llamar “primordialista”: existiría algo así como lo “verdaderamente peruano”, anclado en una raíz andina prehispánica, en donde lo “foráneo” o “extranjero” tiende a verse con desconfianza y como una pérdida de “autenticidad”. No seríamos una nación porque estaríamos “sojuzgados” por elementos “extraños” (blancos, criollos, occidentales). Casi está demás decir que estas visiones esencialistas son la base de los nacionalismos más nefastos, que han generado guerras, autoritarismos, “limpiezas étnicas”. El “etnocacerismo” sería nuestra versión local de esto. Otras visiones comunes, si bien se alejan de definiciones primordialistas también comparten ideas de nación basadas en alguna forma de homogeneidad: para ser nación no tendría que haber desigualdad, deberíamos contar con valores o intereses comunes, y dada la fragmentación y desigualdad del país, no seríamos “todavía” una nación. Al respecto es pertinente la discusión que plantea Neira en su “rescate” del austríaco Otto Bauer, sobre la influencia del marxismo convencional en cierto menosprecio del tema nacional, para privilegiar consideraciones clasistas o socioeconómicas.
Hace bien Neira en cuestionar estas ideas, y llamar la atención, siguiendo a Gellner, Hobsbawm y otros, que las naciones son en realidad construcciones modernas, en donde la voluntad política de las elites, los liderazgos, resultan fundamentales; así, los nacionalismos crean a las naciones, no al revés. También al apuntar que las naciones no tienen porqué ser homogéneas: pensar en el caso de la India, con su diversidad de idiomas, religiones y castas; y que es posible conciliar lo más “tradicional” con lo más “moderno”, como ocurrió en Japón. Para todo esto, es clave el papel que juega la escuela pública: tanto para generar igualdad de oportunidades, como para proponer una narrativa incluyente y veraz históricamente de lo que somos como nación.
Si los nacionalismos construyen la nación, ¿a qué tipo de nación deberíamos aspirar? A estas alturas, parece claro que cualquier definición debería aspirar a ser democrática, pluralista, incluyente, en donde nuestra diversidad sea vista con justicia como uno de nuestros más valiosos activos, en donde lo tradicional se articule con lo moderno, y lo nacional con lo global. Como dijera José María Arguedas, “no por gusto (…) se formaron aquí Pachacámac y Pachacútec, Huamán Poma, Cieza y el Inca Garcilaso, Túpac Amaru y Vallejo, Mariátegui y Eguren, la fiesta de Qoyllur Riti y la del Señor de los Milagros; los yungas de la costa y de la sierra…”.
Hace tres semanas comenté sobre el último libro de Hugo Neira, ¿Qué es nación? Quería seguir con el tema, pero temas de la “coyuntura” se interpusieron. El libro de Neira es muy bienvenido porque, me parece, solemos manejar nociones muy desencaminadas de la idea de nación y de la identidad nacional peruana, que debemos poner en discusión, y para esto el libro ofrece herramientas útiles.
Hay una manera de pensar el Perú que podríamos llamar “primordialista”: existiría algo así como lo “verdaderamente peruano”, anclado en una raíz andina prehispánica, en donde lo “foráneo” o “extranjero” tiende a verse con desconfianza y como una pérdida de “autenticidad”. No seríamos una nación porque estaríamos “sojuzgados” por elementos “extraños” (blancos, criollos, occidentales). Casi está demás decir que estas visiones esencialistas son la base de los nacionalismos más nefastos, que han generado guerras, autoritarismos, “limpiezas étnicas”. El “etnocacerismo” sería nuestra versión local de esto. Otras visiones comunes, si bien se alejan de definiciones primordialistas también comparten ideas de nación basadas en alguna forma de homogeneidad: para ser nación no tendría que haber desigualdad, deberíamos contar con valores o intereses comunes, y dada la fragmentación y desigualdad del país, no seríamos “todavía” una nación. Al respecto es pertinente la discusión que plantea Neira en su “rescate” del austríaco Otto Bauer, sobre la influencia del marxismo convencional en cierto menosprecio del tema nacional, para privilegiar consideraciones clasistas o socioeconómicas.
Hace bien Neira en cuestionar estas ideas, y llamar la atención, siguiendo a Gellner, Hobsbawm y otros, que las naciones son en realidad construcciones modernas, en donde la voluntad política de las elites, los liderazgos, resultan fundamentales; así, los nacionalismos crean a las naciones, no al revés. También al apuntar que las naciones no tienen porqué ser homogéneas: pensar en el caso de la India, con su diversidad de idiomas, religiones y castas; y que es posible conciliar lo más “tradicional” con lo más “moderno”, como ocurrió en Japón. Para todo esto, es clave el papel que juega la escuela pública: tanto para generar igualdad de oportunidades, como para proponer una narrativa incluyente y veraz históricamente de lo que somos como nación.
Si los nacionalismos construyen la nación, ¿a qué tipo de nación deberíamos aspirar? A estas alturas, parece claro que cualquier definición debería aspirar a ser democrática, pluralista, incluyente, en donde nuestra diversidad sea vista con justicia como uno de nuestros más valiosos activos, en donde lo tradicional se articule con lo moderno, y lo nacional con lo global. Como dijera José María Arguedas, “no por gusto (…) se formaron aquí Pachacámac y Pachacútec, Huamán Poma, Cieza y el Inca Garcilaso, Túpac Amaru y Vallejo, Mariátegui y Eguren, la fiesta de Qoyllur Riti y la del Señor de los Milagros; los yungas de la costa y de la sierra…”.
¿Bicameralismo?
Artículo publicado en La República, domingo 1 de diciembre de 2013
Se discute actualmente en el Congreso la propuesta de volver a una organización de dos cámaras, con diputados y senadores.
Podría decirse que los Congresos bicamerales son mejores en países heterogéneos y complejos, por dos razones: primero, porque permiten combinar formas de elección de representantes (unidades territoriales más pequeñas en diputados y unidades más grandes o funcionales en senadores) y diferenciar funciones. Segundo, hacen que el proceso legislativo requiera de más negociación y búsqueda de acuerdos: esto hace que la producción de leyes sea más lenta, pero que los resultados sean más estables. Congresos unicamerales serían más propios de países pequeños y homogéneos.
Sin embargo, considero que deberíamos partir por preguntarnos en qué medida los problemas de representación y de funcionamiento de nuestro Congreso se resuelven mediante el bicameralismo, y cómo evitar que, por el contrario, se magnifiquen. Las respuestas, lamentablemente, no son claras.
Podría decirse que en nuestro Congreso unicameral hay un exceso de producción legislativa, que algunas leyes se aprueban sorpresivamente sin el examen y la análisis necesario; esto podría enfrentarse con una cámara de senadores, pero también hay mecanismos más sencillos. Por ejemplo, el reglamento del Congreso debería ser más exigente y establecer un proceso legislativo más claro, transparente y predecible, con agendas bien delimitadas.
¿Necesitamos combinar mecanismos de representación? ¿Tener junto a los congresistas electos en departamentos otros electos en una circunscripción nacional? ¿Queremos que los partidos puedan hacer ingresar al Congreso a cuadros valiosos que no necesariamente pueden ganar una elección departamental? Correcto, pero para esto no se necesita de otra cámara, podría adotarse un sistema electoral mixto como el alemán, en cuyo Bundestag hay representantes elegidos tanto por circunscripciones territoriales como por listas partidarias.
Por último, cambios como estos, ¿mejorarían el funcionamiento y la legitimidad de nuestro Congreso? Solo parcialmente. Porque el problema de fondo está en que la mayoría de nuestros partidos no tienen cuadros o militantes que sigan un programa definido, sino que son vehículos para intereses personalistas. Y con el hecho de que nuestro Congreso es poco relevante para los intereses inmediatos de sus representados: esto se evidencia en el escaso protagonismo del Congreso en la aprobación de la ley de presupuesto. En países con Congresos más fuertes, los representantes se legimitan porque son capaces de negociar con el poder ejecutivo líneas del gasto público relevantes para sus regiones. En la actualidad, esa negociación se da a través de los presidentes regionales, haciendo que los congresistas departamentales se queden con funciones de intermediación de poca monta. Dicho sea de paso, ambos problemas sólo se acentuarían con una lógica de distritos uninominales, propuesta por algunos.
Ver también:
Martín Tanaka: Democracia sin partidos. Perú, 2000-2005. Los problemas de representación y las propuestas de reforma política.Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 2005.
Se discute actualmente en el Congreso la propuesta de volver a una organización de dos cámaras, con diputados y senadores.
Podría decirse que los Congresos bicamerales son mejores en países heterogéneos y complejos, por dos razones: primero, porque permiten combinar formas de elección de representantes (unidades territoriales más pequeñas en diputados y unidades más grandes o funcionales en senadores) y diferenciar funciones. Segundo, hacen que el proceso legislativo requiera de más negociación y búsqueda de acuerdos: esto hace que la producción de leyes sea más lenta, pero que los resultados sean más estables. Congresos unicamerales serían más propios de países pequeños y homogéneos.
Sin embargo, considero que deberíamos partir por preguntarnos en qué medida los problemas de representación y de funcionamiento de nuestro Congreso se resuelven mediante el bicameralismo, y cómo evitar que, por el contrario, se magnifiquen. Las respuestas, lamentablemente, no son claras.
Podría decirse que en nuestro Congreso unicameral hay un exceso de producción legislativa, que algunas leyes se aprueban sorpresivamente sin el examen y la análisis necesario; esto podría enfrentarse con una cámara de senadores, pero también hay mecanismos más sencillos. Por ejemplo, el reglamento del Congreso debería ser más exigente y establecer un proceso legislativo más claro, transparente y predecible, con agendas bien delimitadas.
¿Necesitamos combinar mecanismos de representación? ¿Tener junto a los congresistas electos en departamentos otros electos en una circunscripción nacional? ¿Queremos que los partidos puedan hacer ingresar al Congreso a cuadros valiosos que no necesariamente pueden ganar una elección departamental? Correcto, pero para esto no se necesita de otra cámara, podría adotarse un sistema electoral mixto como el alemán, en cuyo Bundestag hay representantes elegidos tanto por circunscripciones territoriales como por listas partidarias.
Por último, cambios como estos, ¿mejorarían el funcionamiento y la legitimidad de nuestro Congreso? Solo parcialmente. Porque el problema de fondo está en que la mayoría de nuestros partidos no tienen cuadros o militantes que sigan un programa definido, sino que son vehículos para intereses personalistas. Y con el hecho de que nuestro Congreso es poco relevante para los intereses inmediatos de sus representados: esto se evidencia en el escaso protagonismo del Congreso en la aprobación de la ley de presupuesto. En países con Congresos más fuertes, los representantes se legimitan porque son capaces de negociar con el poder ejecutivo líneas del gasto público relevantes para sus regiones. En la actualidad, esa negociación se da a través de los presidentes regionales, haciendo que los congresistas departamentales se queden con funciones de intermediación de poca monta. Dicho sea de paso, ambos problemas sólo se acentuarían con una lógica de distritos uninominales, propuesta por algunos.
Ver también:
Martín Tanaka: Democracia sin partidos. Perú, 2000-2005. Los problemas de representación y las propuestas de reforma política.Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 2005.
lunes, 25 de noviembre de 2013
¿Dejà vu?
Artículo publicado en La República, domingo 24 de noviembre de 2013
A inicios de 2004, cuando Alejandro Toledo iniciaba la segunda mitad de su gobierno, estalló el escándalo “César Almeyda”, abogado y exasesor del presidente, ex Jefe de INDECOPI y de la Central Nacional de Inteligencia. Se conoció la grabación de una conversación entre éste y el entonces prófugo general Oscar Villanueva, vinculado a Vladimiro Montesinos, ocurrida a inicios del gobierno (Villanueva se entregó a la justicia en junio de 2002 y se suicidó tres meses después). Almeyda pasó casi tres años de cárcel por estos hechos. También se le involucró en el caso “Bavaria”, a mediados de 2004; se afirmó que habría recibido una coima a finales de 2002 para que implemente acciones que le habrían permitido a esta empresa evadir impuestos. La denuncia no pudo ser probada. Estos escándalos, en su momento, hicieron pensar que el propio presidente Toledo terminaría implicado; teniendo este bajos niveles de aprobación a su gestión, los rumores se hacían creíbles y fueron utilizados indiscriminadamente por sus opositores. Sectores de la prensa especulaban con el escenario de una interrupción del mandato presidencial.
En octubre de 2008, cuando Alan García iniciaba el segundo año de su gobierno, estalló el escándalo “petro-audios”. Personajes vinculados al gobierno habrían ofrecido servicios e influencias a intereses particularistas, y lo supimos por la difusión de audios de conversaciones privadas que demostrarían además la existencia de una red de operadores que habrían ofertado servicios de interceptación telefónica y actividades afines. Se habló de redes vinculadas a los servicios de inteligencia de la Marina de Guerra; algunos recordaron que el primer vicepresidente era un marino. Se especuló que el propio presidente García podría estar involucrado. Como consecuencia del escándalo, se produjo la renuncia del presidente del Consejo de Ministros, Jorge del Castillo, y la designación de Yehude Simon, ex presidente de de la Asamblea de Presidentes Regionales.
Estamos ahora ante el caso “López Meneses”, que estalla cuando el presidente Humala está por llegar a la mitad de su gobierno: una persona vinculada a sectores de inteligencia, con amplios contactos en la policía y en las Fuerzas Armadas, ofrecería servicios diversos, tipificables como de tráfico de influencias. Parte de sus “activos” serían sus vínculos con el poder político. El escándalo es tal que motivó la renuncia del Ministro del Interior, Wilfredo Pedraza, cambio obligado del nuevo Presidente del Consejo de Ministros, César Villanueva, ex presidente de la Asamblea de Presidentes Regionales.
La constante en todo esto es la debilidad del poder político, infiltrable por personajes y redes que tienen su origen en las amplias redes montesinistas que luego de desmembradas empezaron a actuar descentralizadamente. Y el uso “mediático” de información “explosiva” por parte de sectores que se sienten relegados, que arrinconan al poder democrático, que generan grandes escándalos de corto plazo, y que muchos opositores usan irresponsablemente.
A inicios de 2004, cuando Alejandro Toledo iniciaba la segunda mitad de su gobierno, estalló el escándalo “César Almeyda”, abogado y exasesor del presidente, ex Jefe de INDECOPI y de la Central Nacional de Inteligencia. Se conoció la grabación de una conversación entre éste y el entonces prófugo general Oscar Villanueva, vinculado a Vladimiro Montesinos, ocurrida a inicios del gobierno (Villanueva se entregó a la justicia en junio de 2002 y se suicidó tres meses después). Almeyda pasó casi tres años de cárcel por estos hechos. También se le involucró en el caso “Bavaria”, a mediados de 2004; se afirmó que habría recibido una coima a finales de 2002 para que implemente acciones que le habrían permitido a esta empresa evadir impuestos. La denuncia no pudo ser probada. Estos escándalos, en su momento, hicieron pensar que el propio presidente Toledo terminaría implicado; teniendo este bajos niveles de aprobación a su gestión, los rumores se hacían creíbles y fueron utilizados indiscriminadamente por sus opositores. Sectores de la prensa especulaban con el escenario de una interrupción del mandato presidencial.
En octubre de 2008, cuando Alan García iniciaba el segundo año de su gobierno, estalló el escándalo “petro-audios”. Personajes vinculados al gobierno habrían ofrecido servicios e influencias a intereses particularistas, y lo supimos por la difusión de audios de conversaciones privadas que demostrarían además la existencia de una red de operadores que habrían ofertado servicios de interceptación telefónica y actividades afines. Se habló de redes vinculadas a los servicios de inteligencia de la Marina de Guerra; algunos recordaron que el primer vicepresidente era un marino. Se especuló que el propio presidente García podría estar involucrado. Como consecuencia del escándalo, se produjo la renuncia del presidente del Consejo de Ministros, Jorge del Castillo, y la designación de Yehude Simon, ex presidente de de la Asamblea de Presidentes Regionales.
Estamos ahora ante el caso “López Meneses”, que estalla cuando el presidente Humala está por llegar a la mitad de su gobierno: una persona vinculada a sectores de inteligencia, con amplios contactos en la policía y en las Fuerzas Armadas, ofrecería servicios diversos, tipificables como de tráfico de influencias. Parte de sus “activos” serían sus vínculos con el poder político. El escándalo es tal que motivó la renuncia del Ministro del Interior, Wilfredo Pedraza, cambio obligado del nuevo Presidente del Consejo de Ministros, César Villanueva, ex presidente de la Asamblea de Presidentes Regionales.
La constante en todo esto es la debilidad del poder político, infiltrable por personajes y redes que tienen su origen en las amplias redes montesinistas que luego de desmembradas empezaron a actuar descentralizadamente. Y el uso “mediático” de información “explosiva” por parte de sectores que se sienten relegados, que arrinconan al poder democrático, que generan grandes escándalos de corto plazo, y que muchos opositores usan irresponsablemente.
miércoles, 20 de noviembre de 2013
¿Qué es nación?
Artículo publicado en La República, domingo 17 de noviembre de 2013
Hugo Neira vuelve a sorprendernos con un libro desmesurado, ¿Qué es nación? (Lima, Universidad de San Martín de Porres, 2013), continuación de una saga iniciada con ¿Qué es República? (2012) y que sin duda seguirá dándonos más sorpresas en el futuro. El libro puede verse como un ambicioso manual de enseñanza universitaria, que combina discusiones teóricas y conceptuales con una reconstrucción histórica de los procesos de formación nacional “occidentales” (Francia, Gran Bretaña, Alemania) y “no occidentales” (Japón, India, México); sin embargo, no es un manual en sentido estricto, porque en el libro el autor interviene permanentemente con reflexiones que amplían, complejizan, establecen relaciones con otros asuntos, desde su punto de vista y experiencias personales. Digamos que es como asistir a un curso de Hugo Neira sobre el tema de la nación, en el que se exploran “los fundamentos”, “ajenos a la inmediatez y a la politiquería”.
La opción de Neira por centrarse en los fundamentos hace que la pregunta por el Perú esté presente en todo el libro, pero nunca de manera explícita, salvo en unas breves páginas en las que el autor compara Apatzingán de la Constitución en Michoacán, pueblo ubicado en el epicentro de las luchas agrarias y revolucionarias de la segunda década del siglo XX en México, con San Lorenzo de Quinti y Huayopampa, en la sierra de Lima, estudiadas por Julio Cotler y Fernando Fuenzalida, respectivamente, en el marco de un ambicioso proyecto de investigación liderado por José Matos Mar en la década de los años sesenta, en los orígenes del Instituto de Estudios Peruanos. La comparación entre estos pueblos, siguiendo su evolución hasta la situación actual, le permite a Neira esbozar los límites de la modernidad y de los procesos de integración social en el Perú.
A pesar de esto, la apuesta por centrarse en los fundamentos resulta muy pertinente. En nuestra cultura política, mucha gente tiende a manejar un discurso en el que la idea de nación podría llamarse “primordialista”, donde lo que definiría “lo auténticamente peruano” sería una mezcla de elementos “raciales” de raíz andina prehispánica, en donde tendería a buscarse la homogeneidad, y en donde lo percibido como “foráneo”, “extranjero”, tiende a verse con desconfianza y como una pérdida de “autenticidad”. Resulta muy instructivo llamar la atención sobre el hecho de que esta manera de ver lo nacional resulta perniciosa, y que hay muchas otras maneras de entender lo nacional: la pertenencia a una comunidad articulada por un gran acuerdo político colectivo, en donde puede haber una enorme diversidad (la India, por ejemplo), y en donde lo “tradicional” para nada está reñido con lo “moderno”, donde lo autóctono y lo foráneo se mezclan para dar lugar a un “sincretismo” particular (Japón, por ejemplo). Vistas así las cosas, el libro de Neira es también un aporte importante al debate que debemos sostener de cara al bicentenario de nuestra república.
Hugo Neira vuelve a sorprendernos con un libro desmesurado, ¿Qué es nación? (Lima, Universidad de San Martín de Porres, 2013), continuación de una saga iniciada con ¿Qué es República? (2012) y que sin duda seguirá dándonos más sorpresas en el futuro. El libro puede verse como un ambicioso manual de enseñanza universitaria, que combina discusiones teóricas y conceptuales con una reconstrucción histórica de los procesos de formación nacional “occidentales” (Francia, Gran Bretaña, Alemania) y “no occidentales” (Japón, India, México); sin embargo, no es un manual en sentido estricto, porque en el libro el autor interviene permanentemente con reflexiones que amplían, complejizan, establecen relaciones con otros asuntos, desde su punto de vista y experiencias personales. Digamos que es como asistir a un curso de Hugo Neira sobre el tema de la nación, en el que se exploran “los fundamentos”, “ajenos a la inmediatez y a la politiquería”.
La opción de Neira por centrarse en los fundamentos hace que la pregunta por el Perú esté presente en todo el libro, pero nunca de manera explícita, salvo en unas breves páginas en las que el autor compara Apatzingán de la Constitución en Michoacán, pueblo ubicado en el epicentro de las luchas agrarias y revolucionarias de la segunda década del siglo XX en México, con San Lorenzo de Quinti y Huayopampa, en la sierra de Lima, estudiadas por Julio Cotler y Fernando Fuenzalida, respectivamente, en el marco de un ambicioso proyecto de investigación liderado por José Matos Mar en la década de los años sesenta, en los orígenes del Instituto de Estudios Peruanos. La comparación entre estos pueblos, siguiendo su evolución hasta la situación actual, le permite a Neira esbozar los límites de la modernidad y de los procesos de integración social en el Perú.
A pesar de esto, la apuesta por centrarse en los fundamentos resulta muy pertinente. En nuestra cultura política, mucha gente tiende a manejar un discurso en el que la idea de nación podría llamarse “primordialista”, donde lo que definiría “lo auténticamente peruano” sería una mezcla de elementos “raciales” de raíz andina prehispánica, en donde tendería a buscarse la homogeneidad, y en donde lo percibido como “foráneo”, “extranjero”, tiende a verse con desconfianza y como una pérdida de “autenticidad”. Resulta muy instructivo llamar la atención sobre el hecho de que esta manera de ver lo nacional resulta perniciosa, y que hay muchas otras maneras de entender lo nacional: la pertenencia a una comunidad articulada por un gran acuerdo político colectivo, en donde puede haber una enorme diversidad (la India, por ejemplo), y en donde lo “tradicional” para nada está reñido con lo “moderno”, donde lo autóctono y lo foráneo se mezclan para dar lugar a un “sincretismo” particular (Japón, por ejemplo). Vistas así las cosas, el libro de Neira es también un aporte importante al debate que debemos sostener de cara al bicentenario de nuestra república.
Alejandro Toledo
Artículo publicado en La República, domingo 10 de noviembre de 2013
Siempre tuvo interés en la política. Después de estudiar administración y economía en los Estados Unidos, trabajó en organismos internacionales dedicado a temas de desarrollo, políticas y administración públicas. Durante el segundo gobierno de Fernando Belaunde, fue asesor del Ministro de Trabajo, Alfonso Grados. Luego, se creó una imagen pública de tecnocráta con posiciones de centro-izquierda. Volvió a trabajar en el extranjero, y regresó para las elecciones generales de 1995; no buscó unirse a la candidatura de Javier Pérez de Cuéllar, sino iniciar una aventura personalista. Como candidato de País Posible obtuvo el 3.5% de los votos, pero logró llamar la atención.
En las elecciones de 2000, la fortuna le sonrió. El principal candidato opositor al fujimorismo fue Alberto Andrade, pero fue demolido por la campaña montesinista; lo mismo ocurrió con Luis Castañeda. Inesperadamente, su candidatura empezó a tener protagonismo. Allí conocimos la increíble historia de Alejandro Toledo: el niño trabajador de Cabana, octavo de 16 hijos, de los que solo sobrevivieron nueve, que se mudó con su familia a Chimbote; que destacó en la escuela, gracias a lo cual tuvo la increíble fortuna de ganar una beca para estudiar en los Estados Unidos. Toledo combinaba cierto saber tecnocrático con un origen humilde, y sabía explotar políticamente ambas cosas, lo que lo convirtió en un candidato formidable. [Cuando no cuajaba como técnico o político, despertaba complicidad, por su origen; cuando lo pretendían descalificar por su origen, sacaba a relucir sus logros]. Sin habérselo propuesto, le tocó ser el líder de la oposición al autoritarismo fujimorista, y supo estar a la altura. Con esos pergaminos ganó la elección de 2001, nada menos que a Alan García.
Como presidente, sin embargo, conocimos sus debilidades políticas y personales, que hicieron que encabezara un gobierno con muy baja aprobación ciudadana. Con todo, al terminar su mandato, podría decirse que el saldo no era nada malo, con lo que legítimamente podía aspirar a una reelección en 2011. Al terminar el segundo gobierno de García el de Toledo se veía aún mejor, y la posibilidad de un triunfo de candidatos como Keiko Fujimori u Ollanta Humala hacían la opción de Toledo aún más atractiva. Sin embargo, Toledo necesitaba reinventarse: no podía seguir contando las historias de Cabana, ni presentarse como una figura renovadora. Optó por aparecer como “estadista” con experiencia: sin embargo, el carácter lo traicionó. Esa imagen aparecía como impostada, como encubriendo a un político oportunista. La operación no funcionó, se cometieron grandes errores en la campaña, y Toledo terminó con el 15.6% de los votos.
Desde entonces, la imagen de un político oportunista que se escuda en la falsa imagen de la dignidad de exmandatario lamentablemente se ha consolidado. Los recientes escándalos por compras y ventas de inmuebles en los que se ha visto involucrado pueden no llegar a tener implicancias penales, pero sí han sido políticamente devastadoras para su imagen. [Pasamos del hombre de origen humilde que llegó a la cima, al que por llegar allí olvida sus orígenes y deviene en frívolo y ambicioso; lo que antes parecía natural, hoy es impostación; lo que antes despertaba complicidad, hoy rechazo]. Una lástima para quien encarnó la promesa de la democratización en el país después del fujimorismo.
Siempre tuvo interés en la política. Después de estudiar administración y economía en los Estados Unidos, trabajó en organismos internacionales dedicado a temas de desarrollo, políticas y administración públicas. Durante el segundo gobierno de Fernando Belaunde, fue asesor del Ministro de Trabajo, Alfonso Grados. Luego, se creó una imagen pública de tecnocráta con posiciones de centro-izquierda. Volvió a trabajar en el extranjero, y regresó para las elecciones generales de 1995; no buscó unirse a la candidatura de Javier Pérez de Cuéllar, sino iniciar una aventura personalista. Como candidato de País Posible obtuvo el 3.5% de los votos, pero logró llamar la atención.
En las elecciones de 2000, la fortuna le sonrió. El principal candidato opositor al fujimorismo fue Alberto Andrade, pero fue demolido por la campaña montesinista; lo mismo ocurrió con Luis Castañeda. Inesperadamente, su candidatura empezó a tener protagonismo. Allí conocimos la increíble historia de Alejandro Toledo: el niño trabajador de Cabana, octavo de 16 hijos, de los que solo sobrevivieron nueve, que se mudó con su familia a Chimbote; que destacó en la escuela, gracias a lo cual tuvo la increíble fortuna de ganar una beca para estudiar en los Estados Unidos. Toledo combinaba cierto saber tecnocrático con un origen humilde, y sabía explotar políticamente ambas cosas, lo que lo convirtió en un candidato formidable. [Cuando no cuajaba como técnico o político, despertaba complicidad, por su origen; cuando lo pretendían descalificar por su origen, sacaba a relucir sus logros]. Sin habérselo propuesto, le tocó ser el líder de la oposición al autoritarismo fujimorista, y supo estar a la altura. Con esos pergaminos ganó la elección de 2001, nada menos que a Alan García.
Como presidente, sin embargo, conocimos sus debilidades políticas y personales, que hicieron que encabezara un gobierno con muy baja aprobación ciudadana. Con todo, al terminar su mandato, podría decirse que el saldo no era nada malo, con lo que legítimamente podía aspirar a una reelección en 2011. Al terminar el segundo gobierno de García el de Toledo se veía aún mejor, y la posibilidad de un triunfo de candidatos como Keiko Fujimori u Ollanta Humala hacían la opción de Toledo aún más atractiva. Sin embargo, Toledo necesitaba reinventarse: no podía seguir contando las historias de Cabana, ni presentarse como una figura renovadora. Optó por aparecer como “estadista” con experiencia: sin embargo, el carácter lo traicionó. Esa imagen aparecía como impostada, como encubriendo a un político oportunista. La operación no funcionó, se cometieron grandes errores en la campaña, y Toledo terminó con el 15.6% de los votos.
Desde entonces, la imagen de un político oportunista que se escuda en la falsa imagen de la dignidad de exmandatario lamentablemente se ha consolidado. Los recientes escándalos por compras y ventas de inmuebles en los que se ha visto involucrado pueden no llegar a tener implicancias penales, pero sí han sido políticamente devastadoras para su imagen. [Pasamos del hombre de origen humilde que llegó a la cima, al que por llegar allí olvida sus orígenes y deviene en frívolo y ambicioso; lo que antes parecía natural, hoy es impostación; lo que antes despertaba complicidad, hoy rechazo]. Una lástima para quien encarnó la promesa de la democratización en el país después del fujimorismo.
viernes, 8 de noviembre de 2013
Latinobarómetro 2013
Artículo publicado en La República, domingo 3 de noviembre de 2013
Acaba de aparecer el Latinobarómetro 2013, encuesta de opinión que cubre los 18 países latinoamericanos, salvo Cuba, con entrevistas realizadas entre mayo y junio de este años, representativas del total de la población. Como en todos los años, aparecemos como un país muy singular. Si bien hemos sido la economía que más ha crecido en el último año, con Paraguay y Panamá, tenemos los más bajos niveles en cuanto a la evaluación de cómo está la situación económica de cada entrevistado, junto a Honduras y República Dominicana, y en general somos los que más nos preocupamos por problemas económicos. Además, nos preocupa especialmente el problema de la delincuencia, junto a Venezuela y Uruguay.
Al mismo tiempo, tenemos expectativas relativamente altas de movilidad social: una diferencia relativamente alta que surge de comparar los indicadores estadísticos de estratos sociales con las autopercepciones: somos de los países con más tendencia a que población “pobre” se defina como de “clase media”, junto a Bolivia, Ecuador y México.
En lo político, como hace tiempo, en el sótano: somos los menos entusiastas con la afirmación de que la democracia es el mejor sistema de gobierno, junto con México y El Salvador; pensamos que nuestra democracia tiene “grandes problemas”, junto con Honduras, Paraguay y Brasil; somos los más insatisfechos con el funcionamiento de la democracia, con México y Honduras. Esto se expresa en que somos el país donde más entrevistados piensan que la democracia puede funcionar sin Congreso, con México y Panamá. Estas visiones críticas se expresan en sentimientos de cierta desafección política: somos el país con los más bajos niveles de interés en la política, junto con Chile y Costa Rica. Al mismo tiempo, somos uno de los países en donde menos entrevistados se identifican como de izquierda o derecha, junto a Chile, Brasil, Bolivia y Argentina. En cuanto a quienes sí lo hacen, Perú aparece como el país más centrista de toda América Latina, la región, seguido por Paraguay y Bolivia.
Acaso el crecimiento económico y los cambios que ha generado han aumentado nuestras expectativas, pero al mismo tiempo se han hecho más evidentes nuestros problemas institucionales, por lo que la criticidad y la distancia frente al sistema político siguen siendo enormes. A pesar de esto, no parecemos inclinarnos por salidas radicales ni de izquierda ni de derecha. En el Perú prosperan retóricas antisistema y antipolíticas, pero sin signos ideológicos distintivos.
PS. No hay mucho que comentar todavía sobre el nuevo Presidente del Consejo de Ministros, César Villanueva. Su gabinete ministerial, con los cambios correspondientes, empezaría recién a finales de año, inicios del próximo. Es obvio que al presidente Humala no le gusta que lo “apuren”. Prefiere pagar el precio de la caída en la popularidad, a cambio de, supuestamente, mayor estabilidad a mediano plazo. Veremos si esta apuesta rinde sus frutos, Villanueva es un muy buen político.
Acaba de aparecer el Latinobarómetro 2013, encuesta de opinión que cubre los 18 países latinoamericanos, salvo Cuba, con entrevistas realizadas entre mayo y junio de este años, representativas del total de la población. Como en todos los años, aparecemos como un país muy singular. Si bien hemos sido la economía que más ha crecido en el último año, con Paraguay y Panamá, tenemos los más bajos niveles en cuanto a la evaluación de cómo está la situación económica de cada entrevistado, junto a Honduras y República Dominicana, y en general somos los que más nos preocupamos por problemas económicos. Además, nos preocupa especialmente el problema de la delincuencia, junto a Venezuela y Uruguay.
Al mismo tiempo, tenemos expectativas relativamente altas de movilidad social: una diferencia relativamente alta que surge de comparar los indicadores estadísticos de estratos sociales con las autopercepciones: somos de los países con más tendencia a que población “pobre” se defina como de “clase media”, junto a Bolivia, Ecuador y México.
En lo político, como hace tiempo, en el sótano: somos los menos entusiastas con la afirmación de que la democracia es el mejor sistema de gobierno, junto con México y El Salvador; pensamos que nuestra democracia tiene “grandes problemas”, junto con Honduras, Paraguay y Brasil; somos los más insatisfechos con el funcionamiento de la democracia, con México y Honduras. Esto se expresa en que somos el país donde más entrevistados piensan que la democracia puede funcionar sin Congreso, con México y Panamá. Estas visiones críticas se expresan en sentimientos de cierta desafección política: somos el país con los más bajos niveles de interés en la política, junto con Chile y Costa Rica. Al mismo tiempo, somos uno de los países en donde menos entrevistados se identifican como de izquierda o derecha, junto a Chile, Brasil, Bolivia y Argentina. En cuanto a quienes sí lo hacen, Perú aparece como el país más centrista de toda América Latina, la región, seguido por Paraguay y Bolivia.
Acaso el crecimiento económico y los cambios que ha generado han aumentado nuestras expectativas, pero al mismo tiempo se han hecho más evidentes nuestros problemas institucionales, por lo que la criticidad y la distancia frente al sistema político siguen siendo enormes. A pesar de esto, no parecemos inclinarnos por salidas radicales ni de izquierda ni de derecha. En el Perú prosperan retóricas antisistema y antipolíticas, pero sin signos ideológicos distintivos.
PS. No hay mucho que comentar todavía sobre el nuevo Presidente del Consejo de Ministros, César Villanueva. Su gabinete ministerial, con los cambios correspondientes, empezaría recién a finales de año, inicios del próximo. Es obvio que al presidente Humala no le gusta que lo “apuren”. Prefiere pagar el precio de la caída en la popularidad, a cambio de, supuestamente, mayor estabilidad a mediano plazo. Veremos si esta apuesta rinde sus frutos, Villanueva es un muy buen político.
martes, 29 de octubre de 2013
Alberto Fujimori
Artículo publicado en La República, domingo 27 de octubre de 2013
En 1990 empezó como un político novato con aspiraciones modestas, que podría haber sido candidato al Congreso del APRA o de la Izquierda Socialista, pero que se vio obligado a tentar fortuna por cuenta propia. Siguió una buena intuición al aliarse con grupos evangélicos y pequeños empresarios; la rueda de la fortuna lo terminó arrastrando a la presidencia, pero asumió el desafío de conducir un país quebrado, en un abierto proceso hiperinflacionario, asolado por el terrorismo. En los primeros meses de su presidencia siguió la lógica electoral de buscar alianzas, pero la precariedad e improvisación de su postulación se hacía evidente. Fujimori se veía como un presidente débil, pasible de ser manipulado por los partidos, y el escenario de una renuncia o destitución que llevara a un adelanto de las elecciones era perfectamente creíble. Nuevamente, sorprende y trama una alianza civil-militar y un golpe de Estado; el presidente débil se convierte de pronto en dictador, con una amplia aprobación ciudadana. Tomó después la decisión de ampliar y cimentar su legitimidad en las zonas rurales, mediante un ambicioso programa de gasto social, que le permitió reelegirse cómodamente en 1995 con un apoyo multiclasista.
Pero desde entonces, el Fujimori que tomaba decisiones inesperadas, audaces y sin escrúpulos, pero que lo llevaban al éxito político, pasó a ser el líder de un gobierno crecientemente corrupto, en donde la influencia de Montesinos resultó determinante; todas las grandes decisiones que tomó resultaron penosas para el país y para él; la distancia entre sus percepciones y la realidad se hicieron gigantescas, hasta terminar siendo la suerte de enajenado que vemos en estos días en la televisión.
En vez de planear un retiro ordenado en 2000, se lanzó a la aventura de la segunda reelección, aislándose nacional e internacionalmente y debilitándose dentro del círculo más alto del poder; al darse cuenta tarde de ello, alucinó con una renuncia en favor de Francisco Tudela; luego intentó distanciarse de Montesinos, lo que le hizo perder el control del gobierno y desencadenó su deshonrosa renuncia desde Japón. Podría haberse quedado allá, pero deliró con que el Perú lo reclamaba y que en Chile no podría ser extraditado. Luego urdió el vergonzoso plan de escapar a la justicia postulando al senado japonés. Una vez extraditado, ni asumió responsabilidades ni descargó las culpas en otros; pensó tontamente que García bloquearía la extradición y una sentencia condenatoria, y luego que lo indultaría, leyendo muy mal los intereses que rigen la conducta de este. Peor aún, desvarió con que Humala lo indultaría, con aún menos fundamento. Ahora, se presenta como enfermo para conseguir un arresto domiciliario, pero al hacerlo no hace sino revelar su pantomima. Resulta indigno para quien alguna vez tuvo la gran responsabilidad de representarnos a todos los peruanos. Bien decía Maquiavelo que el príncipe debía cuidarse de la peste de los aduladores.
En 1990 empezó como un político novato con aspiraciones modestas, que podría haber sido candidato al Congreso del APRA o de la Izquierda Socialista, pero que se vio obligado a tentar fortuna por cuenta propia. Siguió una buena intuición al aliarse con grupos evangélicos y pequeños empresarios; la rueda de la fortuna lo terminó arrastrando a la presidencia, pero asumió el desafío de conducir un país quebrado, en un abierto proceso hiperinflacionario, asolado por el terrorismo. En los primeros meses de su presidencia siguió la lógica electoral de buscar alianzas, pero la precariedad e improvisación de su postulación se hacía evidente. Fujimori se veía como un presidente débil, pasible de ser manipulado por los partidos, y el escenario de una renuncia o destitución que llevara a un adelanto de las elecciones era perfectamente creíble. Nuevamente, sorprende y trama una alianza civil-militar y un golpe de Estado; el presidente débil se convierte de pronto en dictador, con una amplia aprobación ciudadana. Tomó después la decisión de ampliar y cimentar su legitimidad en las zonas rurales, mediante un ambicioso programa de gasto social, que le permitió reelegirse cómodamente en 1995 con un apoyo multiclasista.
Pero desde entonces, el Fujimori que tomaba decisiones inesperadas, audaces y sin escrúpulos, pero que lo llevaban al éxito político, pasó a ser el líder de un gobierno crecientemente corrupto, en donde la influencia de Montesinos resultó determinante; todas las grandes decisiones que tomó resultaron penosas para el país y para él; la distancia entre sus percepciones y la realidad se hicieron gigantescas, hasta terminar siendo la suerte de enajenado que vemos en estos días en la televisión.
En vez de planear un retiro ordenado en 2000, se lanzó a la aventura de la segunda reelección, aislándose nacional e internacionalmente y debilitándose dentro del círculo más alto del poder; al darse cuenta tarde de ello, alucinó con una renuncia en favor de Francisco Tudela; luego intentó distanciarse de Montesinos, lo que le hizo perder el control del gobierno y desencadenó su deshonrosa renuncia desde Japón. Podría haberse quedado allá, pero deliró con que el Perú lo reclamaba y que en Chile no podría ser extraditado. Luego urdió el vergonzoso plan de escapar a la justicia postulando al senado japonés. Una vez extraditado, ni asumió responsabilidades ni descargó las culpas en otros; pensó tontamente que García bloquearía la extradición y una sentencia condenatoria, y luego que lo indultaría, leyendo muy mal los intereses que rigen la conducta de este. Peor aún, desvarió con que Humala lo indultaría, con aún menos fundamento. Ahora, se presenta como enfermo para conseguir un arresto domiciliario, pero al hacerlo no hace sino revelar su pantomima. Resulta indigno para quien alguna vez tuvo la gran responsabilidad de representarnos a todos los peruanos. Bien decía Maquiavelo que el príncipe debía cuidarse de la peste de los aduladores.
miércoles, 23 de octubre de 2013
Intelectuales y políticos
Artículo publicado en La República, domingo 20 de octubre de 2013
El martes 22 la Pontificia Universidad Católica del Perú otorgará el Doctorado Honoris Causa a Fernando Henrique Cardoso.
Como académico, sus contribuciones lo han hecho uno de los más importantes científicos sociales latinoamericanos y mundiales; como político, llegó a ser presidente de Brasil en dos ocasiones, y durante sus gobiernos se dio el cambio que hizo que dejara de ser un país asolado por la inflación y el estancamiento económico, por la inestabilidad y la fragmentación política, y pasara a tener quince años de una excepcional estabilidad y prosperidad, que lo convirtieron en una potencia mundial emergente.
No es común que los intelectuales sean políticos exitosos. Hace poco el historiador canadiense Michael Ignatieff reflexionaba sobre su experiencia de los últimos años; profesor en las universidades de Cambridge, Oxford, Harvard y Toronto, entró a la política en su país, se convirtió en líder del histórico Partido Liberal y lo condujo en las elecciones legislativas de 2011, en las que obtuvo el peor resultado de su historia. Ignatieff volvió a la academia, y hoy se consuela pensando en muchos otros intelectuales que de una manera u otra fracasaron en la política: Cicerón, Maquiavelo, Edmund Burke, James Madison, Alexis de Tocqueville, John Stuart Mill, Max Weber.
Cardoso entró a la política como parte de las luchas contra la dictadura en la década de los años setenta; fue electo (1982) y reelecto senador (1986), luego designado ministro de relaciones exteriores (1992) y ministro de finanzas (1993) de un presidente débil, Itamar Franco, que debió asumir el mando después de la destitución del presidente electo, Fernando Collor, por cargos de corrupción. En este último cargo le tocó enfrentar una profunda recesión y una aguda crisis hiperinflacionaria; el éxito en esta tarea le permitió llegar a la presidencia. Identificado con ideas de izquierda, le tocó implementar políticas de ajuste fiscal, privatizaciones, reforma del Estado, promoción de la inversión privada, liberalización de mercados. Ciertamente buscó también aumentar el gasto social y el fortalecimiento de las instituciones públicas, consolidar un juego democrático, a diferencia de lo que ocurría en Perú con Fujimori o en Argentina con Menem, en donde las políticas de mercado fueron acompañadas de autoritarismo político.
Como académico, Cardoso buscó fundamentar sus planteamientos en el análisis sin anteojeras de la realidad concreta: denunció la dependencia, pero reconoció que no estaba reñida con el desarrollo; denunció estructuras injustas, pero reconoció la capacidad de las elites y de los liderazgos para construir legitimidad política, por ejemplo. Como político, si bien defendió ideas de izquierda, reconoció que el desarrollo pasaba en el corto plazo por acabar con un Estado ineficaz y por asumir los retos que impone la globalización de la economía. Acaso en esa mirada realista y descarnada está la clave de su éxito académico y político.
El martes 22 la Pontificia Universidad Católica del Perú otorgará el Doctorado Honoris Causa a Fernando Henrique Cardoso.
Como académico, sus contribuciones lo han hecho uno de los más importantes científicos sociales latinoamericanos y mundiales; como político, llegó a ser presidente de Brasil en dos ocasiones, y durante sus gobiernos se dio el cambio que hizo que dejara de ser un país asolado por la inflación y el estancamiento económico, por la inestabilidad y la fragmentación política, y pasara a tener quince años de una excepcional estabilidad y prosperidad, que lo convirtieron en una potencia mundial emergente.
No es común que los intelectuales sean políticos exitosos. Hace poco el historiador canadiense Michael Ignatieff reflexionaba sobre su experiencia de los últimos años; profesor en las universidades de Cambridge, Oxford, Harvard y Toronto, entró a la política en su país, se convirtió en líder del histórico Partido Liberal y lo condujo en las elecciones legislativas de 2011, en las que obtuvo el peor resultado de su historia. Ignatieff volvió a la academia, y hoy se consuela pensando en muchos otros intelectuales que de una manera u otra fracasaron en la política: Cicerón, Maquiavelo, Edmund Burke, James Madison, Alexis de Tocqueville, John Stuart Mill, Max Weber.
Cardoso entró a la política como parte de las luchas contra la dictadura en la década de los años setenta; fue electo (1982) y reelecto senador (1986), luego designado ministro de relaciones exteriores (1992) y ministro de finanzas (1993) de un presidente débil, Itamar Franco, que debió asumir el mando después de la destitución del presidente electo, Fernando Collor, por cargos de corrupción. En este último cargo le tocó enfrentar una profunda recesión y una aguda crisis hiperinflacionaria; el éxito en esta tarea le permitió llegar a la presidencia. Identificado con ideas de izquierda, le tocó implementar políticas de ajuste fiscal, privatizaciones, reforma del Estado, promoción de la inversión privada, liberalización de mercados. Ciertamente buscó también aumentar el gasto social y el fortalecimiento de las instituciones públicas, consolidar un juego democrático, a diferencia de lo que ocurría en Perú con Fujimori o en Argentina con Menem, en donde las políticas de mercado fueron acompañadas de autoritarismo político.
Como académico, Cardoso buscó fundamentar sus planteamientos en el análisis sin anteojeras de la realidad concreta: denunció la dependencia, pero reconoció que no estaba reñida con el desarrollo; denunció estructuras injustas, pero reconoció la capacidad de las elites y de los liderazgos para construir legitimidad política, por ejemplo. Como político, si bien defendió ideas de izquierda, reconoció que el desarrollo pasaba en el corto plazo por acabar con un Estado ineficaz y por asumir los retos que impone la globalización de la economía. Acaso en esa mirada realista y descarnada está la clave de su éxito académico y político.
lunes, 14 de octubre de 2013
Las alternativas al neoliberalismo
Artículo publicado en La República, domingo 13 de octubre de 2013
Cierro esta semana, por el momento, la discusión sobre el neoliberalismo, comentando algo sobre las alternativas al mismo.
Después de la crisis 1998-2002, del “giro a la izquierda” ocurrido en muchos países de la región, y de la crisis financiera de 2007-2008, me parece claro que predicar la libertad irrestricta de los mercados y la minimización del papel del Estado suena descabellado. Lo interesante es que en esto coinciden, en lo teórico, tanto derechas como izquierdas. De un lado puede verse el libro de John Williamson y nuestro conocido Pedro Pablo Kuczynski (eds.), Después del Consenso de Washington. Relanzando el crecimiento y las reformas en América Latina (Lima, UPC, 2003). Allí se sostiene que las reformas centradas en la liberalización de los mercados y en la promoción del crecimiento eran apenas una primera y parcial etapa de un proceso más ambicioso de reformas, que deberían consolidarse con una segunda fase, con énfasis en la equidad, mejoras en la distribución del ingreso y el fortalecimiento de las instituciones. Para esto resultarían claves la reforma del servicio civil, la descentralización, la reforma del poder judicial, de la educación, de la salud, del sistema político.
Desde la izquierda, lo que se busca es cambiar de lógica, recuperando espacio para la planificación, el control y la iniciativa del Estado, especialmente en áreas “estratégicas”. Es justo resaltar que por lo general no se plantea un retorno al pasado populista, sino que ese renovado protagonismo estatal se ubica dentro de los márgenes de la disciplina fiscal y de los equilibrios macroeconómicos, es decir, parcialmente dentro del canon del “Consenso de Washington”. El plan de gobierno de Ollanta Humala de 2010, “La gran transformación” podría ser un ejemplo de esto. Dentro de este marco general, una parte de la izquierda busca “recuperar” para el Estado el control de los recursos naturales para promover políticas de redistribución y diversificación productiva, mientras que otros piensan que debería abandonarse un modelo “extractivista” y buscar otras formas de desarrollo. Esto explica la división de las izquierdas frente a gobiernos como los de Evo Morales y Rafael Correa, por ejemplo.
En lo personal me parece importante resaltar dos cosas. Primero, que desde la derecha parece tenerse más que decir respecto a temas que interesan mucho a la ciudadanía, como la mejora en los servicios que debe dar el Estado en cuanto a seguridad, acceso a la justicia, a la educación y la salud. Desde la izquierda el énfasis está puesto en conseguir recursos para esas áreas (impuestos directos, por ejemplo) con fines distributivos, pero no tanto en cómo usarlos de manera eficiente. Segundo, acaso lo mejor para el desarrollo de los países sea una alternancia entre políticas con énfasis en el crecimiento y en la distribución, pero donde prime la continuidad y el fortalecimiento progresivo de las instituciones, antes que lógicas “refundacionales”.
VER TAMBIÉN:
Más allá del Consenso de Washington: una agenda de desarrollo para América Latina
José Antonio Ocampo (2005)
DEMOCRACIA Y DESARROLLO: UN ENFOQUE “PARTIDISTA”
Adolfo Garcé y Mauricio Armellini (2008)
Resumen: Durante muchos años los estudiosos han procurado encontrar la clave mágica del desarrollo latinoamericano en el plano de las ideas económicas y en las instituciones económicas. En este artículo se presenta un enfoque diferente. Se propone que, en el largo plazo, la rotación de partidos de izquierda y partidos de derecha es el escenario que más favorece el desarrollo de las naciones. Se asume que el desarrollo es un proceso que combina crecimiento y aumento del bienestar social, que los partidos de derecha priorizan el crecimiento y que los partidos de izquierda enfatizan la redistribución del ingreso, y que existe en el largo plazo un trade off entre crecimiento y distribución del ingreso. Esta hipótesis es sometida a un análisis estadístico con una muestra de 122 países, usando el IDH calculado por Naciones Unidas como Proxy de desarrollo.
ACTUALIZACIÓN, 26 de octubre
Neoliberalismo y Republicanismo: Réplica Final
Fëlix Jiménez
La Primera, 26 de octubre de 2013
Cierro esta semana, por el momento, la discusión sobre el neoliberalismo, comentando algo sobre las alternativas al mismo.
Después de la crisis 1998-2002, del “giro a la izquierda” ocurrido en muchos países de la región, y de la crisis financiera de 2007-2008, me parece claro que predicar la libertad irrestricta de los mercados y la minimización del papel del Estado suena descabellado. Lo interesante es que en esto coinciden, en lo teórico, tanto derechas como izquierdas. De un lado puede verse el libro de John Williamson y nuestro conocido Pedro Pablo Kuczynski (eds.), Después del Consenso de Washington. Relanzando el crecimiento y las reformas en América Latina (Lima, UPC, 2003). Allí se sostiene que las reformas centradas en la liberalización de los mercados y en la promoción del crecimiento eran apenas una primera y parcial etapa de un proceso más ambicioso de reformas, que deberían consolidarse con una segunda fase, con énfasis en la equidad, mejoras en la distribución del ingreso y el fortalecimiento de las instituciones. Para esto resultarían claves la reforma del servicio civil, la descentralización, la reforma del poder judicial, de la educación, de la salud, del sistema político.
Desde la izquierda, lo que se busca es cambiar de lógica, recuperando espacio para la planificación, el control y la iniciativa del Estado, especialmente en áreas “estratégicas”. Es justo resaltar que por lo general no se plantea un retorno al pasado populista, sino que ese renovado protagonismo estatal se ubica dentro de los márgenes de la disciplina fiscal y de los equilibrios macroeconómicos, es decir, parcialmente dentro del canon del “Consenso de Washington”. El plan de gobierno de Ollanta Humala de 2010, “La gran transformación” podría ser un ejemplo de esto. Dentro de este marco general, una parte de la izquierda busca “recuperar” para el Estado el control de los recursos naturales para promover políticas de redistribución y diversificación productiva, mientras que otros piensan que debería abandonarse un modelo “extractivista” y buscar otras formas de desarrollo. Esto explica la división de las izquierdas frente a gobiernos como los de Evo Morales y Rafael Correa, por ejemplo.
En lo personal me parece importante resaltar dos cosas. Primero, que desde la derecha parece tenerse más que decir respecto a temas que interesan mucho a la ciudadanía, como la mejora en los servicios que debe dar el Estado en cuanto a seguridad, acceso a la justicia, a la educación y la salud. Desde la izquierda el énfasis está puesto en conseguir recursos para esas áreas (impuestos directos, por ejemplo) con fines distributivos, pero no tanto en cómo usarlos de manera eficiente. Segundo, acaso lo mejor para el desarrollo de los países sea una alternancia entre políticas con énfasis en el crecimiento y en la distribución, pero donde prime la continuidad y el fortalecimiento progresivo de las instituciones, antes que lógicas “refundacionales”.
VER TAMBIÉN:
Más allá del Consenso de Washington: una agenda de desarrollo para América Latina
José Antonio Ocampo (2005)
DEMOCRACIA Y DESARROLLO: UN ENFOQUE “PARTIDISTA”
Adolfo Garcé y Mauricio Armellini (2008)
Resumen: Durante muchos años los estudiosos han procurado encontrar la clave mágica del desarrollo latinoamericano en el plano de las ideas económicas y en las instituciones económicas. En este artículo se presenta un enfoque diferente. Se propone que, en el largo plazo, la rotación de partidos de izquierda y partidos de derecha es el escenario que más favorece el desarrollo de las naciones. Se asume que el desarrollo es un proceso que combina crecimiento y aumento del bienestar social, que los partidos de derecha priorizan el crecimiento y que los partidos de izquierda enfatizan la redistribución del ingreso, y que existe en el largo plazo un trade off entre crecimiento y distribución del ingreso. Esta hipótesis es sometida a un análisis estadístico con una muestra de 122 países, usando el IDH calculado por Naciones Unidas como Proxy de desarrollo.
ACTUALIZACIÓN, 26 de octubre
Neoliberalismo y Republicanismo: Réplica Final
Fëlix Jiménez
La Primera, 26 de octubre de 2013
lunes, 7 de octubre de 2013
Neoliberalismo y republicanismo (2)
Artículo publicado en La República, domingo 6 de octubre de 2013
La semana pasada resumí los puntos de debate que planteó recientemente el colega Félix Jiménez: critica los supuestos logros del neoliberalismo, sostiene que el republicanismo es incompatible con aquél, y plantea la necesidad de un desarrollo más diversificado.
El término “neoliberalismo” se presta a malos entendidos. Por lo general, se le atribuyen sentidos intrínsecamente negativos, y esto tiene cierta razón de ser: muchos gobiernos neoliberales han sido muy corruptos e ineficientes, en particular el fujimorismo ha ayudado a crear la asociación neoliberalismo = autoritarismo = corrupción. Desde este ángulo, el neoliberalismo es incompatible con el desarrollo de la ciudadanía y los valores republicanos. Sin embargo, hay muchos gobiernos que pueden considerarse ilustraciones emblemáticas del neoliberalismo que no han sido autoritarios ni particularmente corruptos (Chile en los últimos años, Brasil con Cardoso, Colombia con Gaviria, etc.). Más todavía, podría decirse que ellos implementaron reformas fundamentales para el logro de un crecimiento sostenido, reducciones importantes de pobreza, fortalecimiento de instituciones; incluso, de políticas de desarrollo que buscan la diversificación productiva y menor dependencia de recursos naturales.
Me parece que la mejor manera de entender el neoliberalismo es relacionarlo con el llamado “Consenso de Washington”, término acuñado por John Williamson para referirse a políticas que enfatizan la estabilidad macroeconómica, la apertura comercial, el estímulo a la inversión privada y a la acción de las fuerzas del mercado. Williamson, Joseph Stiglitz y muchos muchos han señalado que el problema no estaría tanto en esas políticas, sino en el “fundamentalismo” o irresponsabilidad en su implementación, siguiendo presiones o modelos importados sin considerar los intereses y contextos específicos de los países. Vistas las cosas así, me parece que en Perú el neoliberalismo ha tenido éxitos evidentes (crecimiento, reducción de la pobreza, sin aumento de la desigualdad), que han permitido que muchos peruanos sean más ciudadanos (concientes de sus derechos y deberes), aunque su aplicación haya sido escamoteada por sus componentes autoritarios y corruptos, y ciertamente también por la debilidad de nuestras instituciones y valores republicanos. Esto implicaría, me parece, que la izquierda debería dejar de pelearse tanto con “el modelo” en abstracto (pedir la renuncia de Castilla), para concentrarse en hacer propuestas específicas en lo tributario, fiscal, monetario, institucional, en políticas sociales, etc.
Finalmente, es muy importante que desde la izquierda se reivindique el republicanismo. Si miramos alrededor (Venezuela, Nicaragua, Ecuador, Bolivia, Argentina) encontraremos que son los gobiernos de izquierda los que suelen atentar contra las instituciones republicanas (respecto a la ley, independencia de los poderes del Estado), en nombre de un mayoritarismo plebiscitario.
ACTUALIZACIÓN, 10 de octubre
Ver también:
(r)Evolución. ¿Neoliberalismo?
Por Paul Maquet
ACTUALIZACIÓN, 12 de octubre
Neoliberalismo y Republicanismo: Réplica (1)
Félix Jiménez
ACTUALIZACIÓN, 19 de octubre
Neoliberalismo y republicanismo: réplica (2)
Félix Jiménez
La semana pasada resumí los puntos de debate que planteó recientemente el colega Félix Jiménez: critica los supuestos logros del neoliberalismo, sostiene que el republicanismo es incompatible con aquél, y plantea la necesidad de un desarrollo más diversificado.
El término “neoliberalismo” se presta a malos entendidos. Por lo general, se le atribuyen sentidos intrínsecamente negativos, y esto tiene cierta razón de ser: muchos gobiernos neoliberales han sido muy corruptos e ineficientes, en particular el fujimorismo ha ayudado a crear la asociación neoliberalismo = autoritarismo = corrupción. Desde este ángulo, el neoliberalismo es incompatible con el desarrollo de la ciudadanía y los valores republicanos. Sin embargo, hay muchos gobiernos que pueden considerarse ilustraciones emblemáticas del neoliberalismo que no han sido autoritarios ni particularmente corruptos (Chile en los últimos años, Brasil con Cardoso, Colombia con Gaviria, etc.). Más todavía, podría decirse que ellos implementaron reformas fundamentales para el logro de un crecimiento sostenido, reducciones importantes de pobreza, fortalecimiento de instituciones; incluso, de políticas de desarrollo que buscan la diversificación productiva y menor dependencia de recursos naturales.
Me parece que la mejor manera de entender el neoliberalismo es relacionarlo con el llamado “Consenso de Washington”, término acuñado por John Williamson para referirse a políticas que enfatizan la estabilidad macroeconómica, la apertura comercial, el estímulo a la inversión privada y a la acción de las fuerzas del mercado. Williamson, Joseph Stiglitz y muchos muchos han señalado que el problema no estaría tanto en esas políticas, sino en el “fundamentalismo” o irresponsabilidad en su implementación, siguiendo presiones o modelos importados sin considerar los intereses y contextos específicos de los países. Vistas las cosas así, me parece que en Perú el neoliberalismo ha tenido éxitos evidentes (crecimiento, reducción de la pobreza, sin aumento de la desigualdad), que han permitido que muchos peruanos sean más ciudadanos (concientes de sus derechos y deberes), aunque su aplicación haya sido escamoteada por sus componentes autoritarios y corruptos, y ciertamente también por la debilidad de nuestras instituciones y valores republicanos. Esto implicaría, me parece, que la izquierda debería dejar de pelearse tanto con “el modelo” en abstracto (pedir la renuncia de Castilla), para concentrarse en hacer propuestas específicas en lo tributario, fiscal, monetario, institucional, en políticas sociales, etc.
Finalmente, es muy importante que desde la izquierda se reivindique el republicanismo. Si miramos alrededor (Venezuela, Nicaragua, Ecuador, Bolivia, Argentina) encontraremos que son los gobiernos de izquierda los que suelen atentar contra las instituciones republicanas (respecto a la ley, independencia de los poderes del Estado), en nombre de un mayoritarismo plebiscitario.
ACTUALIZACIÓN, 10 de octubre
Ver también:
(r)Evolución. ¿Neoliberalismo?
Por Paul Maquet
ACTUALIZACIÓN, 12 de octubre
Neoliberalismo y Republicanismo: Réplica (1)
Félix Jiménez
ACTUALIZACIÓN, 19 de octubre
Neoliberalismo y republicanismo: réplica (2)
Félix Jiménez
sábado, 5 de octubre de 2013
Argumentos, año 7, n° 4, setiembre 2013
En este número...
COYUNTURA
¿Podremos salir de nuestras rutinas de pensamiento? Sobre la insistencia acerca de la falta de encuentro entre Estado, política y sociedad,
Romeo Grompone p. 3
Los orígenes de la repartija. Balance de la selección de magistrados del Tribunal Constitucional,
Pamela Loayza p. 9
A DIEZ AÑOS DEL INFORME DE LA CVR
Las ambigüedades del IF de la CVR en la explicación de las causas y dinámica del conflicto armado interno,
Martín Tanaka p. 19
“Tú podrás engañarme, pero Lima te va a observar, te va a evaluar. Lima decide”. Una mirada etnográfica al Programa Integral de Reparaciones,
María Eugenia Ulfe, Vera Lucía Ríos y Ximena Málaga p. 33
De Medios e imaginarios: baches en el abordaje de la violencia en el Perú
Jacqueline Fowks p. 40
A diez años de la presentación del Informe final de la CVR, ¿hemos avanzado?
Sofía Macher p. 46
Los historiadores y el Informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (Perú, 2003-2013),
José Ragas p. 51
El gobierno de la clase. Una aproximación al radicalismo en el magisterio peruano, Julio Vargas p. 59
Patrimonio cultural y memoria: luego de diez años, una nueva mirada a los testimonios de la Comisión de la Verdad y Reconciliación,
Adriana Arista p. 65
Oir y contarla violencia desde adentro. Una conversación con Kimberly Theidon y Edith Del Pino,
Vera Lucía Ríos y Sebastián Muñoz-Nájar, 71
ACTUALIZACIÓN, 21 de noviembre de 2013.
Ver también:
"La reconciliación derrotó a Sendero"
Jaime de Althaus
El Comercio, 8 de noviembre de 2013
jueves, 3 de octubre de 2013
Juan Linz, 1926-2013
Falleció Juan Linz, a los 87 años, activo hasta el final de sus días. Una muestra accesible en la web de sus últimos trabajos es el artículo escrito con Alfred Stepan y Yohendra Yadav, "The Rise of State-Nations", aparecido en el Journal of Democracy, vol, 21, n° 3, de julio de 2010 (p. 50-68).
Pueden escuchar y ver a Linz aquí hablando de su trayectoria intelectual y cómo ve la ciencia política actual, un mensaje desde su casa en New Haven enviado al XXII Congreso Mundial de la International Political Science Association (IPSA) celebrado en Madrid el año pasado. Acaso el mejor retrato suyo puede sacarse de la entrevista que le hicieron Gerardo Munck y Richard Snyder en el libro Passion, Craft, and Method in Comparative Politics (Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 2007), "Juan J. Linz: Political Regimes and the Quest for Knowledge" (p. 150-209). Es muy completo también el Laudatio de José Ramón Montero, de 2005, con ocasión del otorgamiento del Premio Nacional de Ciencia Política y Sociología, concedido por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) de España.
Es realmente un motivo de pena para todos los politólogos. Linz es uno de los "founding fathers" de la ciencia política. Su producción sale de España, llega a los Estados Unidos, pasa por toda América Latina, vuela nuevamente por Europa occidental y oriental, últimamente llegó hasta la India. Sus temas partieron del análisis de los autoritarismos, siguieron por la preocupación por las quiebras de las democracias, luego por las transiciones y los problemas de consolidación de las mismas; se interesó en las formas de régimen, en los problemas del presidencialismo y de los Estados nacionales. En este recorrido, lo propiamente "linziano" no es tanto la existencia de una "gran teoría" o de proposiciones generalizables, sino más bien un tipo de aproximación a los problemas: una perspectiva comparada basada en un conocimiento profundo de los países, atención a sus particularidades históricas, sociales, económicas, institucionales. Una aproximación en la que las grandes estructuras son el punto de partida del análisis, donde el ámbito institucional constituye una mediación fundamental, pero donde también intervienen el azar, la contingencia, las posibilidades contrafácticas, el liderazgo político.
No tuve la suerte de conocerlo, más allá de lograr estrecharle la mano en el pasillo al salir de una conferencia, pero me declaré linziano en alguno de mis trabajos, específicamente en “Peru 1980-2000: Chronicle of a Death Foretold? Determinism, Political Decisions and Open Outcomes” (en: Frances Hagopian y Scott Mainwaring, eds.: The Third Wave of Democratization in Latin America. Advances and Setbacks. Cambridge, Cambridge University Press, 2005, p. 261-288). "Peru is a revealing case for assessing the advances and setbacks of democratization in Latin America because it challenges conventional interpretations, questions the role of structural variables or social prerequisites in explaining the different routes the countries in the region have followed in their democratic histories, and illustrates the importance of decisions taken by political actors. In theoretical terms, my analysis of the Peruvian experience follows the line of reasoning set out by Juan Linz in analyzing the breakdown of democracies and by O’Donnell and Schmitter in analyzing the transitions from authoritarian rule".
Se le extrañará: el trabajo académico basado en un conocimiento profundo de un número importante de países, considerando variables histórico-sociales, institucionales, pero en el que también tenía cabida el liderazgo y la contingencia, parece cada vez más escaso últimamente. Como que oscilamos entre el provincianismo y los trabajos de "N grande" pero con conclusiones triviales, o tenemos trabajos comparativos históricos en los que los casos parecen acomodarse a los esquemas conceptuales, dejando escaso espacio para la agencia política. Repito, lo extrañaremos.
Foto tomada de aquí.
miércoles, 2 de octubre de 2013
Neoliberalismo y republicanismo
Artículo publicado en La República, domingo 29 de septiembre de 2013
Mi estimado colega Félix Jiménez, en su columna sabatina de hace dos semanas en el diario La Primera, critica tanto al reciente libro de Alberto Vergara, Ciudadanos sin república, como a la breve reseña que escribí del mismo en este espacio a inicios de este mes, por supuestamente compartir su diagnóstico, según el cual “Mientras que el neoliberalismo dio lugar a un inédito crecimiento económico, la precariedad del republicanismo pone en riesgo lo avanzado”. Creo que discutir sobre los temas que plantea Jiménez puede ser de interés para los lectores.
Primero, el balance sobre el neoliberalismo. Para Jiménez, sus supuestos “éxitos” no serían tales. Una mirada amplia vería que, por ejemplo, entre 1959 y 1967 (sin neoliberalismo, por supuesto) hubo tasas de crecimiento aún mayores a las de los últimos años; el crecimiento neoliberal siempre habría sido frágil, como lo demostraría la crisis del periodo 1998-2002. Finalmente, parte de sus supuestos “éxitos” serían consecuencia de iniciativas planteadas por “economistas críticos con el neoliberalismo” entre 2001 y 2003, con lo cual Jiménez reivindica su participación como funcionario dentro del gobierno de Alejandro Toledo.
Segundo, cómo construir una alternativa al neoliberalismo. Para Jiménez, el crecimiento 1959-67 sería más “sano” porque fue liderado por el sector manufacturero y estuvo acompañado de mejoras en los ingresos de los trabajadores, mientras que el reciente se basa en sectores extractivos con ingresos laborales estancados. ¿Qué hacer? Cuando Jiménez se refiere a las decisiones implementadas entre 2001 y 2003 habla de reformas que, entre otras cosas, “recuperaron el papel del tipo de cambio como instrumento de diversificación productiva”. Más adelante, lamenta que durante el gobierno de García “se dejó caer el tipo de cambio real, afectando a la producción manufacturera”. En la línea de lo propuesto en el documento “La Gran Transformación”, se apunta a promover un crecimiento más diversificado en general y la industrialización en particular.
Tercero, la relación entre neoliberalismo y republicanismo. Para Jiménez, no sería cierto que el neoliberalismo haya “ampliado la ciudadanía”; más bien, durante los veinte años de gobiernos neoliberales habríamos visto impostura y corrupción, envilecimiento de la política, alianza entre poder político y poder económico en contra de la voluntad ciudadana; el neoliberalismo “ha sido y es responsable de la pérdida de virtud cívica, de la pérdida de la conciencia civil de los electores que los ha llevado a aceptar prácticas clientelares y corruptas como forma de gobierno”. Desde este ángulo, pedir que el republicanismo acompañe al neoliberalismo es pedir “la cuadratura del círculo”. Para Jiménez, rescatar los valores republicanos implica necesariamente construir una alternativa al neoliberalismo.
Creo que Jiménez acierta en algunas cosas, confunde otras, pero plantea temas muy pertinentes. Seguiré la próxima semana.
Mi estimado colega Félix Jiménez, en su columna sabatina de hace dos semanas en el diario La Primera, critica tanto al reciente libro de Alberto Vergara, Ciudadanos sin república, como a la breve reseña que escribí del mismo en este espacio a inicios de este mes, por supuestamente compartir su diagnóstico, según el cual “Mientras que el neoliberalismo dio lugar a un inédito crecimiento económico, la precariedad del republicanismo pone en riesgo lo avanzado”. Creo que discutir sobre los temas que plantea Jiménez puede ser de interés para los lectores.
Primero, el balance sobre el neoliberalismo. Para Jiménez, sus supuestos “éxitos” no serían tales. Una mirada amplia vería que, por ejemplo, entre 1959 y 1967 (sin neoliberalismo, por supuesto) hubo tasas de crecimiento aún mayores a las de los últimos años; el crecimiento neoliberal siempre habría sido frágil, como lo demostraría la crisis del periodo 1998-2002. Finalmente, parte de sus supuestos “éxitos” serían consecuencia de iniciativas planteadas por “economistas críticos con el neoliberalismo” entre 2001 y 2003, con lo cual Jiménez reivindica su participación como funcionario dentro del gobierno de Alejandro Toledo.
Segundo, cómo construir una alternativa al neoliberalismo. Para Jiménez, el crecimiento 1959-67 sería más “sano” porque fue liderado por el sector manufacturero y estuvo acompañado de mejoras en los ingresos de los trabajadores, mientras que el reciente se basa en sectores extractivos con ingresos laborales estancados. ¿Qué hacer? Cuando Jiménez se refiere a las decisiones implementadas entre 2001 y 2003 habla de reformas que, entre otras cosas, “recuperaron el papel del tipo de cambio como instrumento de diversificación productiva”. Más adelante, lamenta que durante el gobierno de García “se dejó caer el tipo de cambio real, afectando a la producción manufacturera”. En la línea de lo propuesto en el documento “La Gran Transformación”, se apunta a promover un crecimiento más diversificado en general y la industrialización en particular.
Tercero, la relación entre neoliberalismo y republicanismo. Para Jiménez, no sería cierto que el neoliberalismo haya “ampliado la ciudadanía”; más bien, durante los veinte años de gobiernos neoliberales habríamos visto impostura y corrupción, envilecimiento de la política, alianza entre poder político y poder económico en contra de la voluntad ciudadana; el neoliberalismo “ha sido y es responsable de la pérdida de virtud cívica, de la pérdida de la conciencia civil de los electores que los ha llevado a aceptar prácticas clientelares y corruptas como forma de gobierno”. Desde este ángulo, pedir que el republicanismo acompañe al neoliberalismo es pedir “la cuadratura del círculo”. Para Jiménez, rescatar los valores republicanos implica necesariamente construir una alternativa al neoliberalismo.
Creo que Jiménez acierta en algunas cosas, confunde otras, pero plantea temas muy pertinentes. Seguiré la próxima semana.
sábado, 28 de septiembre de 2013
Calistenia electoral
Artículo publicado en La República, domingo 22 de setiembre de 2013
En las últimas semanas, con los procesos judiciales en los que se pueden ven involucrados, y con los cuestionamientos políticos que reciben los expresidentes Toledo y García, se empieza a discutir sobre sobre cómo se configurará el escenario electoral del 2016. Se suele mencionar adicionalmente el hecho de que el expresidente Fujimori está en prisión, con lo que la conclusión pareciera ser que el paso por la presidencia resultaría un gran pasivo político. No solo esto: también el haber sido candidato en elecciones pasadas (construcción de una imagen de “perdedor”), por lo que las oportunidades de los candidatos “conocidos” serían menores que las de los “nuevos” (de allí la resistencia de Lourdes Flores a volver a ser candidata).
Sin embargo, se puede hacer también el argumento exactamente contrario. El hecho de que García haya sido un contrincante importante en 2001 y que ganara en 2006 lo sugería, así como las posibilidades de triunfo que tenía Toledo para la elección de 2011. Además, se ha señalado que, si miramos los últimos procesos electorales, quien quedó segundo en la elección anterior, ganó la siguiente: Toledo en 2000 y 2001, García en 2001 y 2006, Humala en 2006 y 2011. Extrapolando, la segunda vuelta en 2016 se daría entre Keiko Fujimori y algún candidato que de alguna manera se presente como alternativo al orden establecido. En este esquema, haber sido presidente o candidato es un capital valioso: eres conocido, tienes una red de contactos que puedes movilizar, proyectas una imagen de viabilidad que otros no pueden lograr.
La clave es hasta qué punto logras conservar tu capital político entre elección y elección, para intentar después ampliarlo en una campaña electoral. De alguna manera, los protagonistas de las tres últimas elecciones (Toledo, García, Lourdes Flores, luego Humala) lo lograron. En 2011, los candidatos más votados después de Humala fueron Keiko Fujimori y Pedro Pablo Kuczynski. Ninguno de los dos aparece especialmente magullado, y han logrado evitar que los problemas de sus bancadas en el Congreso los efecten de manera directa; esto también podría decirse de Lourdes Flores. Obviamente generan mucha resistencia entre quienes no votaron ni votarían por ellos, pero para estos lo importante es no alejarse de sus votantes de 2011, y parecen estarlo logrando. Algo parecido podría decirse de García, quien no parece lejos de quienes terminaron aprobando su gestión en 2011. Quien sí se ve sumamente complicado es Toledo, porque su actuación reciente parece haber liquidado su posibilidad de encarnar lo que Steven Levitsky llama “coalición paniagüista”.
En suma, los acontecimientos de las últimas semanas, me parece, no modifican en lo sustancial las posibilidades de los candidatos esperables en 2016: K. Fujimori, Kuczynski, Flores; García todavía tiene que jugar el partido de las investigaciones en su contra. ¿Quién jugará el papel del candidato emergente?
En las últimas semanas, con los procesos judiciales en los que se pueden ven involucrados, y con los cuestionamientos políticos que reciben los expresidentes Toledo y García, se empieza a discutir sobre sobre cómo se configurará el escenario electoral del 2016. Se suele mencionar adicionalmente el hecho de que el expresidente Fujimori está en prisión, con lo que la conclusión pareciera ser que el paso por la presidencia resultaría un gran pasivo político. No solo esto: también el haber sido candidato en elecciones pasadas (construcción de una imagen de “perdedor”), por lo que las oportunidades de los candidatos “conocidos” serían menores que las de los “nuevos” (de allí la resistencia de Lourdes Flores a volver a ser candidata).
Sin embargo, se puede hacer también el argumento exactamente contrario. El hecho de que García haya sido un contrincante importante en 2001 y que ganara en 2006 lo sugería, así como las posibilidades de triunfo que tenía Toledo para la elección de 2011. Además, se ha señalado que, si miramos los últimos procesos electorales, quien quedó segundo en la elección anterior, ganó la siguiente: Toledo en 2000 y 2001, García en 2001 y 2006, Humala en 2006 y 2011. Extrapolando, la segunda vuelta en 2016 se daría entre Keiko Fujimori y algún candidato que de alguna manera se presente como alternativo al orden establecido. En este esquema, haber sido presidente o candidato es un capital valioso: eres conocido, tienes una red de contactos que puedes movilizar, proyectas una imagen de viabilidad que otros no pueden lograr.
La clave es hasta qué punto logras conservar tu capital político entre elección y elección, para intentar después ampliarlo en una campaña electoral. De alguna manera, los protagonistas de las tres últimas elecciones (Toledo, García, Lourdes Flores, luego Humala) lo lograron. En 2011, los candidatos más votados después de Humala fueron Keiko Fujimori y Pedro Pablo Kuczynski. Ninguno de los dos aparece especialmente magullado, y han logrado evitar que los problemas de sus bancadas en el Congreso los efecten de manera directa; esto también podría decirse de Lourdes Flores. Obviamente generan mucha resistencia entre quienes no votaron ni votarían por ellos, pero para estos lo importante es no alejarse de sus votantes de 2011, y parecen estarlo logrando. Algo parecido podría decirse de García, quien no parece lejos de quienes terminaron aprobando su gestión en 2011. Quien sí se ve sumamente complicado es Toledo, porque su actuación reciente parece haber liquidado su posibilidad de encarnar lo que Steven Levitsky llama “coalición paniagüista”.
En suma, los acontecimientos de las últimas semanas, me parece, no modifican en lo sustancial las posibilidades de los candidatos esperables en 2016: K. Fujimori, Kuczynski, Flores; García todavía tiene que jugar el partido de las investigaciones en su contra. ¿Quién jugará el papel del candidato emergente?
lunes, 16 de septiembre de 2013
Elecciones en Chile
Artículo publicado en La República, domingo 15 de setiembre de 2013
En noviembre de este año se celebrará la elección presidencial en Chile. Esta semana se conmemoraron los cuarenta años del golpe de Estado de Augusto Pinochet, que derrocó al gobierno de Salvador Allende, y que instauró una dictadura de más de 16 años. El presidente Piñera señaló que “la actual generación no debe traspasar a sus hijos y nietos los mismos odios y querellas”, y que el mejor legado que puede dejarles es “un país reconciliado y en paz”. “Estoy seguro (de) que la inmensa mayoría de los chilenos siente (…) que llegó el tiempo, no de olvidar, sino de superar los traumas del pasado”.
Cuán complicado resulta esto se expresa elocuentemente en el hecho de que las dos candidatas presidenciales principales, la expresidenta Michelle Bachelet, de la Concertación de Partidos para la Democracia, y Evelyn Matthei, de la Coalición por el Cambio, tienen historias personales inseparables de este pasado traumático. Los padres de ambas eran amigos y oficiales de la Fuerza Aérea. Fernando Matthei apoyó el golpe de Pinochet y Alberto Bachelet no, por lo que fue acusado de traición, encarcelado y torturado, y falleció en prisión. Matthei era formalmente director de la Academia de Guerra de la Aviación, donde ocurrieron estos hechos. Según éste, su cargo era formal, porque sus instalaciones habíando sido tomadas por la Fiscalía de Aviación después del golpe, y convertidas en centro de detención y local para consejos de guerra, por lo que no es responsable por lo que ocurrió en su interior.
Años después, Matthei, quien llegó a ser Comandante en Jefe de la Fuerza Aérea intercedió para terminar con el exilio de la familia Bachelet; y fue uno de los primeros oficiales en reconocer los resultados del Plebiscito de 1988, que iniciaron la transición a la democracia. Hoy Fernando Matthei enfrenta acusaciones de violación a los derechos humanos, y se cuenta a Alberto Bachelet entre sus víctimas, pero la familia de éste no responsabiliza a aquél por los sucesos...
El presidente Piñera también dijo que “para poder reconciliar a nuestro país vamos a tener que seguir avanzando por los caminos de la verdad, de la justicia, porque sin verdad y justicia toda reconciliación se construye no sobre roca sino sobre arena”. Como puede verse, en Chile, con matices, el discurso público de derecha y de izquierda parte de asumir la necesidad de verdad, justicia, y reparación como paso imprescindible para pensar en el futuro. Un futuro que ciertamente marcará la decisión electoral de noviembre: no se votará por quien estuvo a favor o en contra de Allende o de Pinochet, sino por quien encarne las aspiraciones de una sociedad percibida como estancada y con altos niveles de insatisfacción. Cabe mencionar que dos de los líderes de las protestas estudiantiles que conmocionaron a Chile hace unos años han decidido postular al Congreso como diputados: Camila Vallejo será candidata dentro de la alianza que encabeza Bachelet, y Giorgio Jackson, como independiente.
En noviembre de este año se celebrará la elección presidencial en Chile. Esta semana se conmemoraron los cuarenta años del golpe de Estado de Augusto Pinochet, que derrocó al gobierno de Salvador Allende, y que instauró una dictadura de más de 16 años. El presidente Piñera señaló que “la actual generación no debe traspasar a sus hijos y nietos los mismos odios y querellas”, y que el mejor legado que puede dejarles es “un país reconciliado y en paz”. “Estoy seguro (de) que la inmensa mayoría de los chilenos siente (…) que llegó el tiempo, no de olvidar, sino de superar los traumas del pasado”.
Cuán complicado resulta esto se expresa elocuentemente en el hecho de que las dos candidatas presidenciales principales, la expresidenta Michelle Bachelet, de la Concertación de Partidos para la Democracia, y Evelyn Matthei, de la Coalición por el Cambio, tienen historias personales inseparables de este pasado traumático. Los padres de ambas eran amigos y oficiales de la Fuerza Aérea. Fernando Matthei apoyó el golpe de Pinochet y Alberto Bachelet no, por lo que fue acusado de traición, encarcelado y torturado, y falleció en prisión. Matthei era formalmente director de la Academia de Guerra de la Aviación, donde ocurrieron estos hechos. Según éste, su cargo era formal, porque sus instalaciones habíando sido tomadas por la Fiscalía de Aviación después del golpe, y convertidas en centro de detención y local para consejos de guerra, por lo que no es responsable por lo que ocurrió en su interior.
Años después, Matthei, quien llegó a ser Comandante en Jefe de la Fuerza Aérea intercedió para terminar con el exilio de la familia Bachelet; y fue uno de los primeros oficiales en reconocer los resultados del Plebiscito de 1988, que iniciaron la transición a la democracia. Hoy Fernando Matthei enfrenta acusaciones de violación a los derechos humanos, y se cuenta a Alberto Bachelet entre sus víctimas, pero la familia de éste no responsabiliza a aquél por los sucesos...
El presidente Piñera también dijo que “para poder reconciliar a nuestro país vamos a tener que seguir avanzando por los caminos de la verdad, de la justicia, porque sin verdad y justicia toda reconciliación se construye no sobre roca sino sobre arena”. Como puede verse, en Chile, con matices, el discurso público de derecha y de izquierda parte de asumir la necesidad de verdad, justicia, y reparación como paso imprescindible para pensar en el futuro. Un futuro que ciertamente marcará la decisión electoral de noviembre: no se votará por quien estuvo a favor o en contra de Allende o de Pinochet, sino por quien encarne las aspiraciones de una sociedad percibida como estancada y con altos niveles de insatisfacción. Cabe mencionar que dos de los líderes de las protestas estudiantiles que conmocionaron a Chile hace unos años han decidido postular al Congreso como diputados: Camila Vallejo será candidata dentro de la alianza que encabeza Bachelet, y Giorgio Jackson, como independiente.
sábado, 14 de septiembre de 2013
La música del Voyager 1
Varios de mi generación (y muchos otros, por supuesto), habrán leído con emoción la noticia de que el Voyager 1, sonda lanzada al espacio en 1977, es el primer objeto humano en aventurarse en el espacio interestelar, alejándose de la influencia de nuestro sol.
El Voyager 1 ha cumplido y cumplirá varias
misiones, pero como sabrán la más impresionante es la de enviar un mensaje de saludo a alguna inteligencia extraterrestre, contenido principalmente en un disco de cobre enchapado en oro. Si cumple su misión, en 40,000 años pasará cerca de un sistema planetario, alrededor de la estrella Gliese 445. No hay evidencia que haga suponer que este sistema solar pueda albergar vida, pero la idea es que tal vez "alguien" pueda recibir el mensaje en alguna parte del camino.
Un grupo de expertos, presididos por Carl Sagan, se encargaron de hacer la selección de los contenidos del disco, que busca "retratar la diversidad de la vida y de la cultura en la tierra". El disco contiene mensajes de saludo en 55 idiomas, diferentes sonidos, imágenes y una selección musical, que vale la pena escuchar. Nuestro país tiene 2 de las 26 piezas:
- Peru, panpipes and drum, collected by Casa de la Cultura, Lima. 0:52
- Peru, wedding song, recorded by John Cohen. 0:38
La música del disco puede escucharse aquí.
Si quieren descifrar las instrucciones del disco, ver aquí.
Por último, en la conferencia de prensa de esta semana en la NASA,
"Dr. John Grunsfeld stepped to the podium accompanied by the [Star Trek] Original Series theme music. He then proceeded to put a Voyager 1 spin on the iconic opening dialogue, saying: "Space: The final frontier. These are the voyages of the starship Voyager. Its 36-year mission… to explore strange new worlds, to seek out anomalous cosmic rays and new plasmas, to boldly go where no probe has gone before. Those words from Star Trek, of course, have inspired so many of us and I think are characteristic of the excitement and the discoveries we're going to talk about today. Voyager, like the ancient mariners, is pushing out into new territory… Someday humans will leave our cocoon in the solar system to explore beyond our home system. Voyager will have led the way".
Por supuesto, todos los trekkies recordamos esto:
viernes, 13 de septiembre de 2013
Ciudadanos sin república
Artículo publicado en La República, domingo 1 de septiembre de 2013
Hace tres semanas dejé inconclusa una discusión sobre la reciente “reconsideración del ideal republicano como clave no solo para entender mejor (…) nuestros problemas históricos y actuales, también para pensar en sus soluciones”. En esta línea vale comentar la reciente aparición del libro de Alberto Vergara, Ciudadanos sin república. ¿Cómo sobrevivir en la jungla política peruana? (Lima, Planeta, 2013). Se trata de una recopilación de artículos publicados en los últimos cinco años, pero como señala el autor, animados por la pregunta de fondo de qué define la época actual.
Para Vergara, la respuesta está en la tensión entre las “promesas cumplidas” del neoliberalismo y la frustración por el fracaso de la “promesa republicana”. Mientras que el neoliberalismo dio lugar a un inédito crecimiento económico y una masiva reducción de la pobreza, la precariedad del republicanismo pone en riesgo lo avanzado. El republicanismo sería tan antiguo como el país, pero su tradición se habría perdido en el siglo XIX, entre el caudillismo y el autoritarismo, y luego en medio de la retórica de las clases sociales y de la revolución social, y luego del neoliberalismo. La promesa republicana, para Vergara, tiene tres grandes componentes: la igualdad de los ciudadanos; el imperio de la ley y de instituciones legítimas; y algún sentido de fraternidad y confianza entre los ciudadanos.
Si bien las promesas socialista y corporativista habrían perdido vigencia, la republicana, a pesar de sus límites, se mantendría, sostenida por la existencia, como nunca antes, tanto de una economía de mercado como de una extendida ciudadanía; ciudadanía cuya presencia justificaría caracterizar el Perú de hoy no como Alberto Flores Galindo, quien habló de una “república sin ciudadanos”; hoy mas bien tendríamos “ciudadanos sin república”. De lo que se trata es de “construir las instituciones que permitan dotar de vida política a esa construcción primaria y precaria de ciudadanos en el Perú contemporáneo” (p. 27). El desafío es construir instituciones, un “republicanismo popular”, que evite una frustración más en nuestra historia.
Intentos de rescate del republicanismo como los de Vergara y otros acaso sean la otra cara de nuestra profunda crisis de representación: ya que no creemos en los actores políticos y sus proyectos, apostamos por igualdad, instituciones y ciudadanos; al punto que “nos va a dar igual si la plataforma que lo encarne está, en términos económicos, un poquito más a la derecha o un poquito más a la izquierda”. Para Vergara, existiría cierta base político-electoral que podría hacer viable este republicanismo, cercano a un cuarto del país, a pesar de que desde la izquierda las instituciones solo contarían para atacar al fujimorismo o defender a Susana Villarán, y de que para la derecha hablar de instituciones es “caviar” y de derechos humanos, “terruco”. El asunto es que “alguien debe convertir esa necesidad [republicana] en posibilidad”.
Hace tres semanas dejé inconclusa una discusión sobre la reciente “reconsideración del ideal republicano como clave no solo para entender mejor (…) nuestros problemas históricos y actuales, también para pensar en sus soluciones”. En esta línea vale comentar la reciente aparición del libro de Alberto Vergara, Ciudadanos sin república. ¿Cómo sobrevivir en la jungla política peruana? (Lima, Planeta, 2013). Se trata de una recopilación de artículos publicados en los últimos cinco años, pero como señala el autor, animados por la pregunta de fondo de qué define la época actual.
Para Vergara, la respuesta está en la tensión entre las “promesas cumplidas” del neoliberalismo y la frustración por el fracaso de la “promesa republicana”. Mientras que el neoliberalismo dio lugar a un inédito crecimiento económico y una masiva reducción de la pobreza, la precariedad del republicanismo pone en riesgo lo avanzado. El republicanismo sería tan antiguo como el país, pero su tradición se habría perdido en el siglo XIX, entre el caudillismo y el autoritarismo, y luego en medio de la retórica de las clases sociales y de la revolución social, y luego del neoliberalismo. La promesa republicana, para Vergara, tiene tres grandes componentes: la igualdad de los ciudadanos; el imperio de la ley y de instituciones legítimas; y algún sentido de fraternidad y confianza entre los ciudadanos.
Si bien las promesas socialista y corporativista habrían perdido vigencia, la republicana, a pesar de sus límites, se mantendría, sostenida por la existencia, como nunca antes, tanto de una economía de mercado como de una extendida ciudadanía; ciudadanía cuya presencia justificaría caracterizar el Perú de hoy no como Alberto Flores Galindo, quien habló de una “república sin ciudadanos”; hoy mas bien tendríamos “ciudadanos sin república”. De lo que se trata es de “construir las instituciones que permitan dotar de vida política a esa construcción primaria y precaria de ciudadanos en el Perú contemporáneo” (p. 27). El desafío es construir instituciones, un “republicanismo popular”, que evite una frustración más en nuestra historia.
Intentos de rescate del republicanismo como los de Vergara y otros acaso sean la otra cara de nuestra profunda crisis de representación: ya que no creemos en los actores políticos y sus proyectos, apostamos por igualdad, instituciones y ciudadanos; al punto que “nos va a dar igual si la plataforma que lo encarne está, en términos económicos, un poquito más a la derecha o un poquito más a la izquierda”. Para Vergara, existiría cierta base político-electoral que podría hacer viable este republicanismo, cercano a un cuarto del país, a pesar de que desde la izquierda las instituciones solo contarían para atacar al fujimorismo o defender a Susana Villarán, y de que para la derecha hablar de instituciones es “caviar” y de derechos humanos, “terruco”. El asunto es que “alguien debe convertir esa necesidad [republicana] en posibilidad”.
lunes, 9 de septiembre de 2013
Quinientos años de El Príncipe
Artículo publicado en La República, domingo 8 de setiembre de 2013
Sabemos por una carta que Nicolás Maquiavelo (1469-1527) terminó de escribir su libro El Príncipe en 1513, hace quinientos años. Esta modesta columna se llama Virtù e Fortuna en homenaje a Maquiavelo, aludiendo a dos de sus conceptos fundamentales, desarrollados en este y otros de sus libros. En nuestro medio, Hugo Neira se ha ocupado también de este importante aniversario.
En esa carta dice que acaba de terminar de escribir un libro sobre los principados, en el que discute “qué es un principado, qué tipos hay, cómo son ganados, cómo son mantenidos, y cómo son perdidos”. De hecho, en los primeros capítulos del libro Maquiavelo dice que “todos los Estados… han sido o son repúblicas o principados”. Añade que no hablará allí de las repúblicas, porque de ellas ha escrito en otro lugar, refiriéndose a su libro Discursos sobre la primera década de Tito Livio, cuya escritura habría empezado también en 1513. Y de los principados, dice Maquiavelo que son hereditarios o nuevos, y que lo que le interesa estudiar son estos últimos. Los primeros se mantienen sobre la base de la tradición, los que son problemáticos son los nuevos: allí los hombres tienen expectativas de mejora con el cambio que luego los lleva a la desilusión y al final “tienes como enemigos a los que has ofendido al ocupar el principado, y no puedes mantener la amistad de los que te introdujeron en él”. ¿Cómo mantenerse entonces en el poder? El libro siempre ha generado controversia y escándalo, por tener respuestas a esta pregunta que parecen fundamentar la noción de que “el fin justifica los medios”.
Para entender El Príncipe hay que saber que en 1513 Maquiavelo, de 44 años, está exiliado y viviendo en la pobreza, dedicado a cazar zorzales y cortar leña. Maquiavelo había sido Secretario de la Cancillería de Florencia, cargo al que llegó a los 29 años, y que ejerció hasta 1512. Maquivelo fue funcionario de una república, y cayó en desgracia con ella. Acusado de conspirador, fue encarcelado, torturado y exiliado. Maquiavelo escribe El Príncipe, como un intento de acercarse, congraciarse nuevamente con el poder, dando consejos útiles para los nuevos gobernantes, para reinstaurar un Estado florentino o italiano. Maquiavelo fracasa, el libro no genera las reacciones que espera, y en 1514 en una carta dice que “continuaré entre mis piojos sin encontrar quién se acuerde de mis servicios o que crea que yo pueda servir para algo”. Maquiavelo murió en 1527, y El Príncipe recién fue publicado póstumamente, en 1531.
Quinientos años después de escrito, El Príncipe se mantiene como una de las obras cumbres del pensamiento político universal. En nuestro medio, nos llama la atención sobre la importancia de tener líderes con principios republicanos; pero que para llevarlos a la práctica, estos deben tener la astucia de los zorros y la fuerza de los leones. Lo que solemos tener es políticos astutos o fuertes sin principios, o principistas ingenuos y voluntaristas.
Sabemos por una carta que Nicolás Maquiavelo (1469-1527) terminó de escribir su libro El Príncipe en 1513, hace quinientos años. Esta modesta columna se llama Virtù e Fortuna en homenaje a Maquiavelo, aludiendo a dos de sus conceptos fundamentales, desarrollados en este y otros de sus libros. En nuestro medio, Hugo Neira se ha ocupado también de este importante aniversario.
En esa carta dice que acaba de terminar de escribir un libro sobre los principados, en el que discute “qué es un principado, qué tipos hay, cómo son ganados, cómo son mantenidos, y cómo son perdidos”. De hecho, en los primeros capítulos del libro Maquiavelo dice que “todos los Estados… han sido o son repúblicas o principados”. Añade que no hablará allí de las repúblicas, porque de ellas ha escrito en otro lugar, refiriéndose a su libro Discursos sobre la primera década de Tito Livio, cuya escritura habría empezado también en 1513. Y de los principados, dice Maquiavelo que son hereditarios o nuevos, y que lo que le interesa estudiar son estos últimos. Los primeros se mantienen sobre la base de la tradición, los que son problemáticos son los nuevos: allí los hombres tienen expectativas de mejora con el cambio que luego los lleva a la desilusión y al final “tienes como enemigos a los que has ofendido al ocupar el principado, y no puedes mantener la amistad de los que te introdujeron en él”. ¿Cómo mantenerse entonces en el poder? El libro siempre ha generado controversia y escándalo, por tener respuestas a esta pregunta que parecen fundamentar la noción de que “el fin justifica los medios”.
Para entender El Príncipe hay que saber que en 1513 Maquiavelo, de 44 años, está exiliado y viviendo en la pobreza, dedicado a cazar zorzales y cortar leña. Maquiavelo había sido Secretario de la Cancillería de Florencia, cargo al que llegó a los 29 años, y que ejerció hasta 1512. Maquivelo fue funcionario de una república, y cayó en desgracia con ella. Acusado de conspirador, fue encarcelado, torturado y exiliado. Maquiavelo escribe El Príncipe, como un intento de acercarse, congraciarse nuevamente con el poder, dando consejos útiles para los nuevos gobernantes, para reinstaurar un Estado florentino o italiano. Maquiavelo fracasa, el libro no genera las reacciones que espera, y en 1514 en una carta dice que “continuaré entre mis piojos sin encontrar quién se acuerde de mis servicios o que crea que yo pueda servir para algo”. Maquiavelo murió en 1527, y El Príncipe recién fue publicado póstumamente, en 1531.
Quinientos años después de escrito, El Príncipe se mantiene como una de las obras cumbres del pensamiento político universal. En nuestro medio, nos llama la atención sobre la importancia de tener líderes con principios republicanos; pero que para llevarlos a la práctica, estos deben tener la astucia de los zorros y la fuerza de los leones. Lo que solemos tener es políticos astutos o fuertes sin principios, o principistas ingenuos y voluntaristas.
miércoles, 28 de agosto de 2013
CVR + 10 (2)
Artículo publicado en el diario La República, domingo 25 de agosto de 2013
¿Cómo mantener vivo el “espíritu” de la Comisión de la Verdad y Reconciliación diez años después de entregado su Informe Final?
En primer lugar, hay una agenda obvia e inmediata que seguirá vigente por muchos años: la referida a las exhumaciones de los miles de sitios de entierro registrados, al enjuiciamiento y sanción de violadores de derechos humanos, a la implementación del Plan Integral de Reparaciones a las comunidades e individuos afectados por la violencia. Acá el desafío precisamente es que esta agenda no se haga eterna: qué tal si nos proponemos cerrar definitivamente todos los asuntos pendientes antes del Bicentenario de la República. Para esto se requiere de un amplio consenso político, institucional, social: ¿qué tal si el gobierno actual y el Acuerdo Nacional toman la iniciativa?
Segundo, en términos institucionales, acaso la institución más directamente vinculada a mantener vivo el legado de la CVR deberá ser el Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social. Al respecto, me parece muy atinada la idea, propuesta recientemente por Sofía Macher y por Gonzalo Zegarra, desde orillas diferentes, de que este debe sin duda tomar como referencia central el trabajo de la CVR, pero que debe ir mucho más allá de esta, promoviendo actividades de investigación, reflexión y propuesta para que los hechos ocurridos no se repitan, y que profundizarán, complementarán y contradecirán a la CVR.
Tercero, podría decirse que en la agenda de recomendaciones del IF de la CVR tenemos muchas que ya están en proceso de implementación; muchas otras hoy se muestran como relevantes, pero que no aparecen en el informe (piénsese en la situación del VRAEM, en la militancia etnocacerista y otros); y luego, hay también una suerte de discurso utópico que parece postular que el mensaje de la CVR solo será “cumplido” cuando en el país no exista discriminación y racismo. Vistas las cosas con este maximalismo, es difícil lograr avances. Más sensato es plantearse metas de corto, mediano y largo plazo, que acaso empiecen con ordenanzas municipales en contra de la discriminación y muchas otras medidas concretas, como las que promueve con mucha eficiencia Wilfredo Ardito desde hace varios años.
Finalmente, mantener vivo el espíritu de la CVR implica lograr que su discurso general siga teniendo vigencia práctica. Podría decirse que aquella parte de su discurso que denuncia la situación de exclusión compite con el discurso estatal de inclusión social, que precisamente prioriza la focalización del gasto público en la población más pobre y vulnerable del país. Otra gran parte de su discurso, que hablaba de una escuela pública y de una izquierda con valores autoritarios y dogmáticos, que sirvió de caldo de cultivo y plataforma al Senderismo, en parte está siendo asumida por el Ministerio de Educación. En lo que ciertamente necesitamos avanzar mucho más es en la promoción de la tolerancia y el respeto mutuo dentro de nuestra comunidad política.
¿Cómo mantener vivo el “espíritu” de la Comisión de la Verdad y Reconciliación diez años después de entregado su Informe Final?
En primer lugar, hay una agenda obvia e inmediata que seguirá vigente por muchos años: la referida a las exhumaciones de los miles de sitios de entierro registrados, al enjuiciamiento y sanción de violadores de derechos humanos, a la implementación del Plan Integral de Reparaciones a las comunidades e individuos afectados por la violencia. Acá el desafío precisamente es que esta agenda no se haga eterna: qué tal si nos proponemos cerrar definitivamente todos los asuntos pendientes antes del Bicentenario de la República. Para esto se requiere de un amplio consenso político, institucional, social: ¿qué tal si el gobierno actual y el Acuerdo Nacional toman la iniciativa?
Segundo, en términos institucionales, acaso la institución más directamente vinculada a mantener vivo el legado de la CVR deberá ser el Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social. Al respecto, me parece muy atinada la idea, propuesta recientemente por Sofía Macher y por Gonzalo Zegarra, desde orillas diferentes, de que este debe sin duda tomar como referencia central el trabajo de la CVR, pero que debe ir mucho más allá de esta, promoviendo actividades de investigación, reflexión y propuesta para que los hechos ocurridos no se repitan, y que profundizarán, complementarán y contradecirán a la CVR.
Tercero, podría decirse que en la agenda de recomendaciones del IF de la CVR tenemos muchas que ya están en proceso de implementación; muchas otras hoy se muestran como relevantes, pero que no aparecen en el informe (piénsese en la situación del VRAEM, en la militancia etnocacerista y otros); y luego, hay también una suerte de discurso utópico que parece postular que el mensaje de la CVR solo será “cumplido” cuando en el país no exista discriminación y racismo. Vistas las cosas con este maximalismo, es difícil lograr avances. Más sensato es plantearse metas de corto, mediano y largo plazo, que acaso empiecen con ordenanzas municipales en contra de la discriminación y muchas otras medidas concretas, como las que promueve con mucha eficiencia Wilfredo Ardito desde hace varios años.
Finalmente, mantener vivo el espíritu de la CVR implica lograr que su discurso general siga teniendo vigencia práctica. Podría decirse que aquella parte de su discurso que denuncia la situación de exclusión compite con el discurso estatal de inclusión social, que precisamente prioriza la focalización del gasto público en la población más pobre y vulnerable del país. Otra gran parte de su discurso, que hablaba de una escuela pública y de una izquierda con valores autoritarios y dogmáticos, que sirvió de caldo de cultivo y plataforma al Senderismo, en parte está siendo asumida por el Ministerio de Educación. En lo que ciertamente necesitamos avanzar mucho más es en la promoción de la tolerancia y el respeto mutuo dentro de nuestra comunidad política.
martes, 20 de agosto de 2013
CVR + 10
Artículo publicado en el diario La República, domingo 18 de agosto de 2013
La semana que comienza diversos seminarios y actividades recuerdan los diez años de la entrega del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR).
Tres años después del informe, la excomisionada Sofía Macher realizó una evaluación del cumplimiento de sus 85 recomendaciones (Recomendaciones y realidades: avances y desafíos en el post- CVR Perú. Lima, IDL, 2007), y el panorama se mostraba matizado, a pesar de cierta “impresión pesimista” que la autora cuestionaba. De hecho, Macher presidió el Consejo de Reparaciones del Ministerio de Justicia hasta hace poco, y resaltaba que el gobierno actual había destinado importantes recursos para políticas de reparaciones individuales y colectivas.
La CVR presentó propuestas en seis grandes áreas: “Reformas institucionales necesarias para hacer real el Estado de derecho y prevenir la violencia (53); Reparaciones integrales a las víctimas (22); Plan Nacional de Sitios de Entierro (1); Mecanismos de seguimiento (1); Memoria (2); y Judicialización de las violaciones a los derechos humanos (6). En cuanto a las reformas institucionales, ellas se subdividen en propuestas de reforma del Estado, de la Defensa y del Orden Interno, de la Administración de Justicia, y de la Educación. Podría decirse que de esas seis áreas, la primera buscaría evitar que los sucesos ocurridos se repitan, mientras que todas las demás giran en torno a temas de reparación y justicia. Si tuviéramos que hacer un ejercicio de evaluación equivalente al que hizo Macher en 2007, creo que podríamos llegar a también a una conclusión matizada: avances en reformas institucionales y en el Plan de Reparaciones, relativo estancamiento en cuanto a exhumaciones en los más de 4000 sitios de entierro registrados, y en cuanto a la judicialización de casos de violaciones a los derechos humanos.
Pero el asunto ahora no es mirar las 85 recomendaciones una por una y evaluar cuánto se han cumplido, sino evaluar su pertinencia en el momento actual. Ciertamente, aquellas referidas a asuntos como reparaciones, justicia y memoria se mantienen vigentes y lo seguirán estando por muchos años. El tema es preguntarnos cómo se ubica la narrativa general de la CVR en el debate político actual. Ella llama la atención sobre asuntos que van desde la necesidad de “respetar la Constitución y el pluralismo democrático”, pasan por desterrar de la escuela pública “visiones simplistas y distorsionadas de la historia y la realidad peruana” que llevan a una “proclividad a la violencia”; y que llegan hasta la necesidad de acabar con la discriminación étnica, racial y de la mujer, la pobreza y el abandono. Moviéndose en un registro tan amplio, el discurso de la CVR hoy pierde especificidad y relevancia frente a otros. Mantener vivo el “espíritu” de la CVR implica pensar en una nueva agenda, que no es más la del propio Informe, y también desarrollar y ampliar su narrativa, de manera que sea más incluyente y no patrimonio de un pequeño círculo de activistas.
La semana que comienza diversos seminarios y actividades recuerdan los diez años de la entrega del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR).
Tres años después del informe, la excomisionada Sofía Macher realizó una evaluación del cumplimiento de sus 85 recomendaciones (Recomendaciones y realidades: avances y desafíos en el post- CVR Perú. Lima, IDL, 2007), y el panorama se mostraba matizado, a pesar de cierta “impresión pesimista” que la autora cuestionaba. De hecho, Macher presidió el Consejo de Reparaciones del Ministerio de Justicia hasta hace poco, y resaltaba que el gobierno actual había destinado importantes recursos para políticas de reparaciones individuales y colectivas.
La CVR presentó propuestas en seis grandes áreas: “Reformas institucionales necesarias para hacer real el Estado de derecho y prevenir la violencia (53); Reparaciones integrales a las víctimas (22); Plan Nacional de Sitios de Entierro (1); Mecanismos de seguimiento (1); Memoria (2); y Judicialización de las violaciones a los derechos humanos (6). En cuanto a las reformas institucionales, ellas se subdividen en propuestas de reforma del Estado, de la Defensa y del Orden Interno, de la Administración de Justicia, y de la Educación. Podría decirse que de esas seis áreas, la primera buscaría evitar que los sucesos ocurridos se repitan, mientras que todas las demás giran en torno a temas de reparación y justicia. Si tuviéramos que hacer un ejercicio de evaluación equivalente al que hizo Macher en 2007, creo que podríamos llegar a también a una conclusión matizada: avances en reformas institucionales y en el Plan de Reparaciones, relativo estancamiento en cuanto a exhumaciones en los más de 4000 sitios de entierro registrados, y en cuanto a la judicialización de casos de violaciones a los derechos humanos.
Pero el asunto ahora no es mirar las 85 recomendaciones una por una y evaluar cuánto se han cumplido, sino evaluar su pertinencia en el momento actual. Ciertamente, aquellas referidas a asuntos como reparaciones, justicia y memoria se mantienen vigentes y lo seguirán estando por muchos años. El tema es preguntarnos cómo se ubica la narrativa general de la CVR en el debate político actual. Ella llama la atención sobre asuntos que van desde la necesidad de “respetar la Constitución y el pluralismo democrático”, pasan por desterrar de la escuela pública “visiones simplistas y distorsionadas de la historia y la realidad peruana” que llevan a una “proclividad a la violencia”; y que llegan hasta la necesidad de acabar con la discriminación étnica, racial y de la mujer, la pobreza y el abandono. Moviéndose en un registro tan amplio, el discurso de la CVR hoy pierde especificidad y relevancia frente a otros. Mantener vivo el “espíritu” de la CVR implica pensar en una nueva agenda, que no es más la del propio Informe, y también desarrollar y ampliar su narrativa, de manera que sea más incluyente y no patrimonio de un pequeño círculo de activistas.
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