Artículo publicado en El Comercio, martes 15 de diciembre de 2020
Quienes comentamos los sucesos políticos, para dar sustento a nuestros análisis, solemos relacionarlos con tendencias estructurales; de esta manera, no se trataría de sucesos anecdóticos, sino expresión de fuerzas más profundas, veríamos “la punta de un iceberg”. El problema es que la coyuntura peruana es muy cambiante y contradictoria, entonces la apelación a lo estructural hace que parezca que habláramos de países diferentes. En realidad, la estructura no cambia tanto, lo que pasa es que solemos errar en nuestros juicios, ya sea por subestimar o sobreestimar algunas tendencias.
Algunos ejemplos: entre agosto y septiembre, durante las peores semanas de la emergencia sanitaria, para explicar por qué el Covid-19 nos había golpeado tan duro, muchos apelaban al hecho de que décadas de neoliberalismo habían generado un sentido común individualista, poco solidario, desapegado de los asuntos públicos, rasgos especialmente notorios en los jóvenes urbanos. Pero después de las masivas movilizaciones de noviembre, decimos por el contrario que se trata de una generación con interés y ansias de participar en los asuntos públicos, con un alto sentido crítico, del que cabría esperar una renovación en el liderazgo político futuro.
Otro ejemplo: durante años dijimos que en Perú los altos niveles de informalidad, debilidad del mundo gremial y organizado en general hacían que nuestro país no fuera comparable a sus vecinos, países en los que las movilizaciones sociales llegaron a tener grandes impactos políticos, originando incluso la caída de gobiernos y el logro de demandas como nuevos procesos constituyentes. Ahora, después de las movilizaciones de noviembre y la derogatoria de la ley de promoción agraria, parecería que estuviéramos ante una suerte de “despertar” de la movilización y protesta ciudadana, con una capacidad de organización y acción colectiva que no reconocíamos antes.
Un último ejemplo, más de la esfera política. Durante años dijimos que la debilidad de los partidos, su personalismo y cortoplacismo, su desdén por asuntos programáticos y por políticas públicas específicas, habían generado un espacio para que tecnócratas y redes de expertos lograran tener inesperada influencia en la toma de decisiones en algunas áreas. Ahora, esa misma debilidad partidaria explica lo contrario: la mezcla de “buenas intenciones” con desconocimiento o desdén por las razones tecnocráticas por parte de los grupos representados en el Congreso han abierto la puerta a un desborde populista.
En realidad, no deberíamos dejarnos llevar tan fácilmente por lo que aparece novedoso, pero sí habría que reconocer señales de cambio; por supuesto, esto es fácil de decir, difícil de hacer. Así, no creo que estemos ante un cambio sustantivo en la dinámica del conflicto y la protesta social. En realidad, en los últimos veinte años hemos convivido con grandes pero episódicos y relativamente focalizados eventos de protesta, capaces de ejercer cierta capacidad de veto frente a algunas políticas públicas. Toledo tuvo su “arequipazo”, García su “baguazo”, Humala su Conga, por ejemplo. Respecto a las movilizaciones de noviembre, de las más grandes que registre la historia reciente, cabe preguntarse si podrían repetirse fácilmente la constelación de factores que la hicieron posible y que alimentaron su masividad y contundencia. Esto no significa que una experiencia tan significativa como esta no deje huella en cuanto a nuevas formas de organización y expresión de las protestas sociales.
En lo político sí podríamos estar ante cambios más de fondo. No es novedad que haya partidos con plataformas populistas; pero es cierto que después de la crisis política del periodo 2018-2019 esa audiencia parece haber crecido; además, la gran novedad es que partidos que en el pasado eran guardianes de la ortodoxia, o que expresaban formas moderadas de populismo, ahora abrazan abiertamente estas posturas, como Fuerza Popular o Acción Popular. También es nuevo que, en el campo de la derecha, un sector importante haya tenido un giro profundamente conservador, por el cual no teme aliarse con sectores populistas y de izquierda en su crítica a presidentes moderados como Vizcarra o Sagasti. Seguiré con el tema.
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