Artículo publicado en La República, domingo 26 de mayo de 2013
Permítanme comentar, por su importancia, una de las últimas publicaciones del Instituto de Estudios Peruanos, en coedición con el Instituto de Defensa Legal: Historia de la corrupción en el Perú, del historiador Alfonso Quiroz (1956-2013). Para Quiroz, la corrupción es una de las principales causas del atraso del país: según sus cálculos, el promedio anual de dinero “desviado” o mal asignado equivaldría al 30-40% de los gastos del presupuesto, algo cercano al 3-4% del producto en nuestra historia republicana; así, “el Perú perdió o distribuyó mal el equivalente al 40-50% de sus posibilidades de desarrollo”.
La corupción aparece como una constante en la historia del país. Los periodos con muy altos niveles de corrupción, según el autor, coinciden con regímenes autoritarios: el virreynato tardío (1800-1821), los primeros caudillos (1822-1839), la década de la consolidación de la deuda (1850), la tardía era del guano (1869-1872), el militarismo de la postguerra (1885-1895), el oncenio de Leguía (década de 1920), el docenio militar (1968-1980) y el fujimorato (década de 1990). Quiroz cuestiona el papel jugado en diferentes momentos y circunstancias, por Manuel Amat y Junyent, Agustín Gamarra, Antonio Gutiérrez de la Fuente, Juan Crisóstomo Torrico, José Rufino Echenique, Nicolás de Piérola, Andrés Avelino Cáceres, Augusto B. Leguía, Manuel Prado, Victor Raúl Haya de la Torre, Manuel Odría, Juan Velasco Alvarado, Alan García y Alberto Fujimori, ya sea por beneficiarse de la corrupción como por haber permitido su proliferación o por pactar con grupos corruptos. Pero al mismo tiempo rescata el papel “moralizador” de personajes como Antonio Ulloa, Domingo Elías, Francisco García Calderón, Manuel González Prada, Jorge Basadre, Héctor Vargas Haya y Mario Vargas Llosa, entre otros. En otras palabras, la corrupción debe y puede combatirse.
La corrupción a lo largo de nuestra historia sería consecuencia de un presidencialismo sin controles, patrimonialista. Me permito añadir la existencia de una lógica rentista en el Estado (la riqueza no se crea, sino que se obtiene por medio del acceso a las rentas que controla el Estado), problema exacerbado en épocas de bonanza económica.
El antídoto parece claro: más controles y contrapesos, más vigilancia ciudadana, instituciones más fuertes. Esta es la razón por la cual la corrupción disminuye en contextos democráticos. Hoy, nuestra democracia se ve también amenazada por la corrupción: si no se le enfrenta decididamente, la democracia se vacía de contenido. En la actualidad existe un Plan Nacional Anticorrupción que debe ser apoyado, y las actuales denuncias que afectan a dos de nuestros expresidentes, deben ser investigadas a fondo, mediante procesos justos, que fortalezcan nuestras instituciones y den señales claras tanto a la ciudadanía como a los funcionarios públicos. No solo por las pérdidas económicas, también por el grave efecto que la corrupción genera sobre la moral pública.
VER TAMBIÉN:
Martín Tanaka: “La estructura de oportunidad política de la corrupción en el Perú: algunas hipótesis de trabajo”. En: Felipe Portocarrero, ed., El pacto infame. Estudios sobre la corrupción en el Perú. Lima, Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2005 (p. 355-375).
lunes, 27 de mayo de 2013
lunes, 20 de mayo de 2013
Percepciones y “realidades”
Artículo publicado en La República, domingo 19 de mayo de 2013
Las últimas semanas han sido muy confusas para el análisis de la política peruana: desde la izquierda, se percibe que la salida del canciller Roncagliolo es consecuencia de presiones de la derecha, por haber defendido una posición independiente, como parte de UNASUR a propósito de los sucesos en Venezuela; desde la derecha, ella se piensa como consecuencia de presiones del gobierno de ese país, como una represalia por la invocación al diálogo con sectores de la oposición. Para la izquierda la decisión de no comprar REPSOL es expresión del poder omnímodo de la derecha e ilustración del carácter sumiso del gobierno de Humala; mientras que para la derecha la reciente promulgación de la ley de “Promoción de la alimentación saludable” es muestra de que el gobierno de Humala tiene una esencia peligrosamente “intervencionista”. Para la izquierda, la renuncia del viceministro de asuntos indígenas es consecuencia de que el gobierno pretende imponer proyectos mineros sin consulta previa a las comunidades indígenas, mientras que para la derecha el gobierno no muestra ninguna decisión de impulsar esos mismos proyectos, con lo que se pierden enormes oportunidades de desarrollo. En suma, para la izquierda el gobierno de Humala aparece como un pequeño que sufre del bullying de la derecha, mientras que para la derecha el humalismo es la actual encarnación de un Estado que demostró su alcoholismo en la década de los años ochenta, por lo que ahora no debe beber ni un sorbo de cerveza.
Así, desde la izquierda, la derecha lo controla todo, pero es tan rapaz y mezquina que nunca está satisfecha, y va siempre por más. Desde la derecha, este es un gobierno muy poco confiable, cuya esencia es la “gran transformación”, siendo la “hoja de ruta” es una mera concesión táctica. Dependiendo de qué lugar ocupe uno en el espectro político, unas posiciones parecerán sensatas o descabelladas.
¿Cómo entender entonces la situación política? Sigo creyendo que uno entiende mejor al gobierno de Humala si parte de considerarlo como uno que “viene” de la izquierda, que busca legitimarse con acciones distributivas y recuperando márgenes de acción estatal, pero que está seriamente limitado por su gran precariedad, escasez de cuadros y de recursos políticos. La compra de REPSOL fue una iniciativa sin ninguna estrategia detrás, y la propia izquierda ha llamado correctamente la atención sobre la ausencia de una política coherente en materia de hidrocarburos después de la salida de Carlos Herrera y Humberto Campodónico, por lo que no debería sorprenderse de lo ocurrido. Por eso, otras acciones, más trabajadas, llegan eventualmente a mejor puerto. Al mismo tiempo, la derecha con razón se siente insegura, porque en realidad no gobierna: solamente administra, por default, a través de redes tecnocráticas. Pero eso podría cambiar. El momento actual es de tensión porque en estas semanas se está definiendo cómo planea Humala enfrentar la segunda parte de su gobierno.
Las últimas semanas han sido muy confusas para el análisis de la política peruana: desde la izquierda, se percibe que la salida del canciller Roncagliolo es consecuencia de presiones de la derecha, por haber defendido una posición independiente, como parte de UNASUR a propósito de los sucesos en Venezuela; desde la derecha, ella se piensa como consecuencia de presiones del gobierno de ese país, como una represalia por la invocación al diálogo con sectores de la oposición. Para la izquierda la decisión de no comprar REPSOL es expresión del poder omnímodo de la derecha e ilustración del carácter sumiso del gobierno de Humala; mientras que para la derecha la reciente promulgación de la ley de “Promoción de la alimentación saludable” es muestra de que el gobierno de Humala tiene una esencia peligrosamente “intervencionista”. Para la izquierda, la renuncia del viceministro de asuntos indígenas es consecuencia de que el gobierno pretende imponer proyectos mineros sin consulta previa a las comunidades indígenas, mientras que para la derecha el gobierno no muestra ninguna decisión de impulsar esos mismos proyectos, con lo que se pierden enormes oportunidades de desarrollo. En suma, para la izquierda el gobierno de Humala aparece como un pequeño que sufre del bullying de la derecha, mientras que para la derecha el humalismo es la actual encarnación de un Estado que demostró su alcoholismo en la década de los años ochenta, por lo que ahora no debe beber ni un sorbo de cerveza.
Así, desde la izquierda, la derecha lo controla todo, pero es tan rapaz y mezquina que nunca está satisfecha, y va siempre por más. Desde la derecha, este es un gobierno muy poco confiable, cuya esencia es la “gran transformación”, siendo la “hoja de ruta” es una mera concesión táctica. Dependiendo de qué lugar ocupe uno en el espectro político, unas posiciones parecerán sensatas o descabelladas.
¿Cómo entender entonces la situación política? Sigo creyendo que uno entiende mejor al gobierno de Humala si parte de considerarlo como uno que “viene” de la izquierda, que busca legitimarse con acciones distributivas y recuperando márgenes de acción estatal, pero que está seriamente limitado por su gran precariedad, escasez de cuadros y de recursos políticos. La compra de REPSOL fue una iniciativa sin ninguna estrategia detrás, y la propia izquierda ha llamado correctamente la atención sobre la ausencia de una política coherente en materia de hidrocarburos después de la salida de Carlos Herrera y Humberto Campodónico, por lo que no debería sorprenderse de lo ocurrido. Por eso, otras acciones, más trabajadas, llegan eventualmente a mejor puerto. Al mismo tiempo, la derecha con razón se siente insegura, porque en realidad no gobierna: solamente administra, por default, a través de redes tecnocráticas. Pero eso podría cambiar. El momento actual es de tensión porque en estas semanas se está definiendo cómo planea Humala enfrentar la segunda parte de su gobierno.
lunes, 13 de mayo de 2013
Villanueva y Diez Canseco
Artículo publicado en La República, domingo 12 de mayo de 2013
El pasado 14 de abril falleció don Armando Villanueva (1915-2013); el 4 de este mes, Javier Diez Canseco (1948-2013). Villanueva se formó en el APRA insurreccional enfrentado a la oligarquía, y sufrió persecusión, cárcel, destierro. Muerto Haya de la Torre en 1979, le tocó expresar la incertidumbre de un partido sin rumbo claro en las elecciones de 1980, y luego seguir al liderazgo de Alan García, que si bien llegó al gobierno, rápidamente se estrelló contra los límites del voluntarismo político. Villanueva asumió gran parte de este pasivo asumiendo la presidencia del consejo de ministros en 1988 y el ministerio del interior en 1989, los momentos más críticos, a los 73 años. Después de esa experiencia, Villanueva asumió el papel de conciencia histórica crítica, de representante del “ala izquierda” del aprismo, pero tendiendo puentes entre diferentes sectores y manteniendo admirablemente su lealtad al partido por encima de todo. Su muerte por ello despertó la congoja de todos los apristas, pero también de todos los sectores del país.
Diez Canseco fue el más claro representante de la “nueva” izquierda formada en la década de los años sesenta, alejada de la ortodoxia comunista soviética, marcada por la revolución cubana y por el maoísmo, y que le tocó enfrentar a un gobierno militar que había abierto la puerta a una gran movilización sindical y campesina. Se formó en una lógica principista, confrontacional, basista, de núcleos disciplinados pero cerrados. El paradigma del revolucionario puro, pero por lo mismo intransigente, excepcional, pero distante. Le tocó vivir el fracaso de ese modo de hacer política con la división de la izquierda en 1989. Diez Canseco retomó el liderazgo en la lucha contra el autoritarismo fujimorista, donde el coraje y el principismo eran imprescindibles. Esto le ganó por primera vez un reconocimiento más allá de sus fronteras partidarias.
A diferencia de Villanueva, que con los años asumió el papel de patriarca y de conciencia crítica, Diez Canseco no llegó a ubicarse del todo en el nuevo escenario político; ganó amplio reconocimiento como tribuno republicano, antes que como el revolucionario que se sentía. El tiempo lamentablemente nos privó de ver su futura evolución política. En los últimos días diversos comentaristas han llamado la atención sobre sus muchas contradicciones y las polémicas que despertó. A propósito creo justo recordar el poema de Bertold Brecht, “A nuestros sucesores”: “piensa también cuando hables de nuestras debilidades / en la época sombría de la cual has escapado / Pasamos, cambiando de patria más a menudo que de zapatos, / a través de la guerra de las clases, perplejos / cuando sólo había injusticia y no indignación / Y, sin embargo, sabemos: el odio, hasta contra la degradación, deforma las facciones. / La ira, hasta contra la injusticia, enronquece la voz / Oh, nosotros, que queríamos preparar el terreno para la amabilidad / no podríamos ser amables”.
El pasado 14 de abril falleció don Armando Villanueva (1915-2013); el 4 de este mes, Javier Diez Canseco (1948-2013). Villanueva se formó en el APRA insurreccional enfrentado a la oligarquía, y sufrió persecusión, cárcel, destierro. Muerto Haya de la Torre en 1979, le tocó expresar la incertidumbre de un partido sin rumbo claro en las elecciones de 1980, y luego seguir al liderazgo de Alan García, que si bien llegó al gobierno, rápidamente se estrelló contra los límites del voluntarismo político. Villanueva asumió gran parte de este pasivo asumiendo la presidencia del consejo de ministros en 1988 y el ministerio del interior en 1989, los momentos más críticos, a los 73 años. Después de esa experiencia, Villanueva asumió el papel de conciencia histórica crítica, de representante del “ala izquierda” del aprismo, pero tendiendo puentes entre diferentes sectores y manteniendo admirablemente su lealtad al partido por encima de todo. Su muerte por ello despertó la congoja de todos los apristas, pero también de todos los sectores del país.
Diez Canseco fue el más claro representante de la “nueva” izquierda formada en la década de los años sesenta, alejada de la ortodoxia comunista soviética, marcada por la revolución cubana y por el maoísmo, y que le tocó enfrentar a un gobierno militar que había abierto la puerta a una gran movilización sindical y campesina. Se formó en una lógica principista, confrontacional, basista, de núcleos disciplinados pero cerrados. El paradigma del revolucionario puro, pero por lo mismo intransigente, excepcional, pero distante. Le tocó vivir el fracaso de ese modo de hacer política con la división de la izquierda en 1989. Diez Canseco retomó el liderazgo en la lucha contra el autoritarismo fujimorista, donde el coraje y el principismo eran imprescindibles. Esto le ganó por primera vez un reconocimiento más allá de sus fronteras partidarias.
A diferencia de Villanueva, que con los años asumió el papel de patriarca y de conciencia crítica, Diez Canseco no llegó a ubicarse del todo en el nuevo escenario político; ganó amplio reconocimiento como tribuno republicano, antes que como el revolucionario que se sentía. El tiempo lamentablemente nos privó de ver su futura evolución política. En los últimos días diversos comentaristas han llamado la atención sobre sus muchas contradicciones y las polémicas que despertó. A propósito creo justo recordar el poema de Bertold Brecht, “A nuestros sucesores”: “piensa también cuando hables de nuestras debilidades / en la época sombría de la cual has escapado / Pasamos, cambiando de patria más a menudo que de zapatos, / a través de la guerra de las clases, perplejos / cuando sólo había injusticia y no indignación / Y, sin embargo, sabemos: el odio, hasta contra la degradación, deforma las facciones. / La ira, hasta contra la injusticia, enronquece la voz / Oh, nosotros, que queríamos preparar el terreno para la amabilidad / no podríamos ser amables”.
lunes, 6 de mayo de 2013
La ciudadanía corporativa
Artículo publicado en La República, domingo 5 de mayo de 2013
Acaba de aparecer La ciudadanía corporativa. Política, constituciones y sufragio en el Perú (1821-1896) de Alicia del Aguila (Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 2013). Sin ser especialista, como interesado en la historia, mi opinión es que se trata de libro fundamental para la comprensión política del siglo XIX.
El libro recorre la evolución de la condición de ciudadanía en el siglo XIX a través de sus constituciones, centrándose en el derecho al sufragio de la población indígena. La tesis central llama la atención sobre una paradoja: hubo una persistencia de tradiciones corporativas provenientes de la colonia durante la república, que dio mayores oportunidades para la participación electoral de los indígenas; por el contrario, la introducción de criterios liberales en los que la ciudadanía se asoció con la condición de alfabeto o con la posesión de rentas limitó su participación.
El libro plantea muchos temas ricos de discusión. Primero, Del Aguila se suma a varios autores que, en términos generales, llaman la atención sobre la riqueza y complejidad del siglo XIX, que no puede verse como un “siglo a la deriva”, para retomar el título de un libro de Heraclio Bonilla. Segundo, el libro cuestiona una visión esquemática según la cual todo aquello vinculado a lo colonial aparece como algo negativo, y todo aquello relacionado a lo republicano como algo positivo.
Tercero, se sugiere que la postergación de la población indígena no es tanto una herencia colonial y del siglo XIX, periodo en el que, mal que bien, los indígenas tenían a su disposición diversos mecanismos para hacer sentir sus intereses. Más bien sería a finales del siglo XIX y durante el XX, que lo indígena perdería espacio, hipótesis trabajada también por Cecilia Méndez y otros. Es recién entonces cuando se consolida un Estado centralista, con un mayor peso de Lima, con un progresivo declive demográfico de la sierra sur, cuando se consolida un predominio económico de la costa. Así, a finales del siglo XIX coincidieron liberalismo, ideas positivistas y racistas, la centralidad del poder limeño frente a los poderes regionales, y todo ello marcó una suerte de retroceso para la población indígena, de modo tal que Perú fue el último país con Brasil en aceptar el voto de los analfabetos. Así, en el siglo XX, con la “república aristocrática” se acentuaría el carácter elitista del régimen político, cuestión que sería contestada por el leguiísmo primero, y por el APRA después, pero eso ya es otra historia.
Cuarto, el texto muestra también cómo el orden constitucional y legal no es irrelevante: aunque tengamos una tradición según la cual las leyes “se acatan pero no se cumplen”, sí abren puertas y posibilidades para complejos procesos de negociación y movilización. Hoy por ejemplo, que se discute la implementación de la ley de consulta previa para las poblaciones indígenas, vemos cómo la legislación abre oportunidades para la politización y reivindicación de derechos.
Acaba de aparecer La ciudadanía corporativa. Política, constituciones y sufragio en el Perú (1821-1896) de Alicia del Aguila (Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 2013). Sin ser especialista, como interesado en la historia, mi opinión es que se trata de libro fundamental para la comprensión política del siglo XIX.
El libro recorre la evolución de la condición de ciudadanía en el siglo XIX a través de sus constituciones, centrándose en el derecho al sufragio de la población indígena. La tesis central llama la atención sobre una paradoja: hubo una persistencia de tradiciones corporativas provenientes de la colonia durante la república, que dio mayores oportunidades para la participación electoral de los indígenas; por el contrario, la introducción de criterios liberales en los que la ciudadanía se asoció con la condición de alfabeto o con la posesión de rentas limitó su participación.
El libro plantea muchos temas ricos de discusión. Primero, Del Aguila se suma a varios autores que, en términos generales, llaman la atención sobre la riqueza y complejidad del siglo XIX, que no puede verse como un “siglo a la deriva”, para retomar el título de un libro de Heraclio Bonilla. Segundo, el libro cuestiona una visión esquemática según la cual todo aquello vinculado a lo colonial aparece como algo negativo, y todo aquello relacionado a lo republicano como algo positivo.
Tercero, se sugiere que la postergación de la población indígena no es tanto una herencia colonial y del siglo XIX, periodo en el que, mal que bien, los indígenas tenían a su disposición diversos mecanismos para hacer sentir sus intereses. Más bien sería a finales del siglo XIX y durante el XX, que lo indígena perdería espacio, hipótesis trabajada también por Cecilia Méndez y otros. Es recién entonces cuando se consolida un Estado centralista, con un mayor peso de Lima, con un progresivo declive demográfico de la sierra sur, cuando se consolida un predominio económico de la costa. Así, a finales del siglo XIX coincidieron liberalismo, ideas positivistas y racistas, la centralidad del poder limeño frente a los poderes regionales, y todo ello marcó una suerte de retroceso para la población indígena, de modo tal que Perú fue el último país con Brasil en aceptar el voto de los analfabetos. Así, en el siglo XX, con la “república aristocrática” se acentuaría el carácter elitista del régimen político, cuestión que sería contestada por el leguiísmo primero, y por el APRA después, pero eso ya es otra historia.
Cuarto, el texto muestra también cómo el orden constitucional y legal no es irrelevante: aunque tengamos una tradición según la cual las leyes “se acatan pero no se cumplen”, sí abren puertas y posibilidades para complejos procesos de negociación y movilización. Hoy por ejemplo, que se discute la implementación de la ley de consulta previa para las poblaciones indígenas, vemos cómo la legislación abre oportunidades para la politización y reivindicación de derechos.
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