Artículo publicado en El Comercio, martes 8 de diciembre de 2020
La semana pasada comentaba que vivimos un dramático problema de
representación política: los 24 partidos actuales no nos entusiasman, sentimos
que el Congreso que elegimos apenas en enero no nos representa. Y tampoco hay partidos
en búsqueda de inscripción que veamos con entusiasmo, a pesar de que según la
ONPE en 2019 hubo 96 organizaciones políticas que compraron “kits” electorales
para intentar su inscripción (en 2018 hubo 108, en 2017 120, y así
sucesivamente).
Si la respuesta no está en los partidos con inscripción vigente ni en quienes están buscando inscripción, ¿qué hacer? Habría que, para empezar, moderar nuestras expectativas: ninguna opción nos satisfacerá del todo, pero por lo menos en algunas podría darse un proceso de renovación. Segundo, deberían consolidarse las nuevas reglas de juego: las barreras de entrada a la competencia política son más bajas ahora (para favorecer la renovación), pero los requisitos para mantenerse dentro deben ser exigentes (no más partidos cascarón). Para incentivar la militancia debe asegurarse la democracia interna tanto para elegir autoridades partidarias como a los postulantes a cargos de elección (mediante elecciones primarias abiertas a la ciudadanía, con votación por candidaturas individuales que luego elimine el voto preferencial). Se limita un poco el oportunismo al establecer un año de militancia para poder participar en las elecciones primarias. Y finalmente, los costos de la acción política se han rebajado con la prohibición de la publicidad política privada en medios masivos. Como he señalado antes, las elecciones de 2021 deberían marcar un reset del sistema político, pero para ello es necesario persistir en la reforma política a partir del próximo Congreso. Quedaron muchos temas pendientes, entre ellos la vuelta a un sistema bicameral (que implica cambios en los distritos electorales, relaciones entre cámaras y entre ejecutivo y legislativo) y reformas del sistema político en los niveles regional y local.
Pero, la gravedad de la crisis de representación política, ¿no nos llama la atención sobre un problema más profundo, que implica las relaciones más amplias entre política y sociedad? En efecto, a lo largo de los años los actores políticos se han separado de la sociedad. Estos surgen cada vez menos de posiciones de liderazgo en gremios, organizaciones sociales, universidades, experiencias de gestión en el sector público o privado. Me corrijo: el problema es aún peor. El drama es que así como los partidos levitan por encima de la sociedad sin tener mayores vínculos con ella, el mundo de las organizaciones sociales atraviesa también serios problemas de representación. Colegios profesionales, cámaras, sindicatos y federaciones, frentes de defensa, asociaciones de todo tipo, parecen también copados por intereses particularistas. Acabamos de pasar por la mala experiencia del Consejo Nacional de la Magistratura, p.e.: incluimos a los colegios de abogados y las facultades de derecho en esquemas abiertos a la participación de la sociedad civil, y tampoco funcionó. Las últimas protestas en Ica, y muchos episodios de protesta previos, muestran lo difícil que es la negociación, precisamente, porque no existen liderazgos sociales fuertes, y así como hay desconfianza en la autoridad, también la hay entre representantes sociales y sus bases, y entre segmentos de las mismas. Y así como hay políticos que desarrollan carreras saltando entre partidos, también hay activistas sociales o brokers que encabezan circunstancialmente protestas sin representarlas propiamente (por eso es que los actos de protestas difícilmente pueden ser “manipulados” por alguien). Una historia común posterior a la convocatoria de grandes movilizaciones o expresiones de protesta es la división y fragmentación de los liderazgos. En suma, la crisis de representación es política, pero también lo es, en igual medida, social.
Surgen así tareas para todos: cada uno debe interesarse e involucrarse más en lo público: desde el barrio, el trabajo, el centro de estudios, el gremio, la asociación. Y por qué no, en el servicio público y la política. Afortunadamente, parece estar agotándose el discurso antipolítico predominante en los últimos treinta años.
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