Artículo publicado en La República, domingo 11 de setiembre de 2016
Hasta hace muy poco, las izquierdas parecían estar a la ofensiva en el mundo. Después de la euforia neoliberal de las décadas de los años ochenta y noventa, la crisis del periodo 1997-2002 y luego la del 2007-2009 llamaron la atención sobre la vulnerabilidad de las economías a los excesos del capitalismo financiero, y sobre la necesidad de mayor regulación estatal.
En América Latina, desde la llegada al poder de Hugo Chávez en 1999, vivimos el llamado “giro a la izquierda”. En la mayoría de países de la región, organizaciones políticas de izquierda llegaron al poder o aumentaron significativamente sus votaciones. Así, tuvimos a Chávez y Maduro en Venezuela, a Morales en Bolivia, a Correa en Ecuador, a Ortega en Nicaragua, todos con retóricas bastante radicales; mientras que en Chile con los socialistas Lagos y Bachelet, en Argentina con los Kirchner, en Brasil con Lula y Rousseff, en Uruguay con Vásquez y Mujica, Paraguay con Lugo, El Salvador con Funes y Sánchez, Perú con Humala, tuvimos propuestas más moderadas. Y en México o Colombia las izquierdas no llegaron al poder, pero estuvieron cerca, o cuando menos aumentaron sus votaciones.
Dentro de esta “ola” hubo dos grandes tipos de izquierdas. La más radical cuestionó no solo al neoliberalismo, también al capitalismo: en Bolivia y Ecuador se habló del suma qamaña y del sumak kawsay (“buen vivir”), y en Venezuela de un modelo cooperativista como alternativas de desarrollo. También se cuestionó al régimen democrático-liberal: Correa por ejemplo dijo que la alternancia en el poder es una “tontería de la oligarquía”, y en general en Argentina, Bolivia y Venezuela se apeló a la noción de soberanía popular, encarnada en el líder, para pasar por encima de restricciones institucionales. Estas izquierdas mostraron rápidamente problemas: en lo económico se volvió en lo esencial al viejo modelo populista de control estatal de recursos naturales, y en lo político, las críticas a la democracia liberal encubrieron viejos caudillismo y hasta problemas de corrupción.
En la otra orilla izquierda, la izquierda revolucionaria había finalmente encontrado el camino de la socialdemocracia. Se asumieron plenamente las reglas del juego democrático, y no se trataba ya de acabar con el capitalismo, sino de controlar los excesos de los mercados. En Brasil, Uruguay y Chile, con gobiernos de izquierda, en democracia, hubo crecimiento económico, y reducción de la pobreza y de la desigualdad. Pero hoy vemos en Brasil que Rousseff acaba de ser destituída en medio de graves escándalos de corrupción que involucran directamente al PT, y en Chile, Bachelet tiene los niveles de aprobación ciudadana más bajos de los últimos quince años, pagando el precio de escándalos asociados a conflictos de interés y asociaciones indebidas entre poder político y financiamiento privado.
¿Qué hacer? Un sector hace una crítica a la izquierda desde la izquierda, denunciando la “traición” de Maduro, Correa o Morales (o Humala), planteando retomar el camino “original”, que ya tenía serias limitaciones. De otro lado, un camino interesante, pero todavía por construirse, es el apostar no solo por democracia y crecimiento con redistribución, sino también por incorporar una agenda de carácter “republicano”: revalorar el interés, el espacio y la ética pública, la transparencia y la participación, llamar la atención sobre el ejercicio de derechos, pero también en el cumplimiento de deberes. Se trata de una agenda cada vez más relevante para los ciudadanos, frente a la cual las izquierdas han tenido muy poco que decir, todavía.
miércoles, 14 de septiembre de 2016
La destitución de Rousseff
Artículo publicado en La República, domingo 4 de setiembre de 2016
En Brasil, el pasado miércoles la presidenta Dilma Rousseff fue destituída por el senado, por encontrársele responsabilidad política en el manejo de las cuentas fiscales, una operación que pretendía “maquillar” los niveles de déficit. Es claro que el Congreso decidió la destitución con una lógica política, y este fue el pretexto para consumarla. Se trata de una infracción administrativa, practicada por los presidentes anteriores y por la mayoría de gobernadores en ejercicio. No fue un golpe de Estado en sentido estricto porque los procedimientos fueron respetados en lo formal por el Congreso y avalados por la Corte Suprema de Justicia, pero es evidente que Rousseff es el chivo expiatorio que la oposición ofrece a la ciudadanía en medio de una de las crisis económicas más severas de la historia brasileña y de gravísimos escándalos de corrupción que afectan a todo el sistema político. Se trata de la desnaturalización de las reglas formales del régimen político como una salida ante el cambio en la composición de las alianzas en contextos de crisis. Esto ya ha pasado en nuestros países en los últimos años, en Ecuador o Paraguay, por ejemplo.
Desde los años de la presidencia de Cardoso, la construcción de coaliciones fue la solución al problema de tener un presidente sin mayoría en un Congreso fragmentado. Esto tenía por supuesto costos: cuotas partidarias en la designación de cargos públicos, afianzamiento de prácticas clientelísticas. Y esos costos fueron aumentando con el paso del tiempo. Durante el gobierno de Lula estalló el escándalo de un esquema de pagos mensuales de sobornos a un grupo de diputados para que aprueben las iniciativas legislativas gubernamentales. Es pertinente recordar que muchas de las inicitivas de este gobierno dieron a Brasil una gran prosperidad en el contexto del boom de los precios de nuestras materias primas, y que permitieron la implementación de políticas sociales que redujeron sustancialmente la pobreza. En tanto los escándalos no afectaron directamente el presidente, Lula continuó siendo popular y el Partido de los Trabajores logró la elección de Rousseff.
Pero los problemas siguieron: durante el gobierno de Rousseff estalló el escándalo que desnudó un esquema por el cual funcionarios de empresas públicas cobraban cupos a empresas privadas para ganar licitaciones y contratos; funcionarios que no solo obtenían beneficios personales, también eran parte de un esquema de financiación de sus partidos políticos y de sus redes clientelísticas. Estos esquemas dieron “viabilidad” a las coaliciones y permitieron que Rousseff lograra ser reelegida en 2014, estableciendo una continuidad de gobiernos del PT desde 2003. Pero la crisis internacional desde 2013 desnudó la vulnerabilidad de la política económica, y los escándalos de corrupción hicieron insostenible el esquema. Los opositores, marginados del poder por más de diez años, arrecieron sus críticas, y los aliados, sin mayores posibilidades de seguir obteniendo beneficios, se apartaron, dejando a la presidenta sola.
La situación actual es muy precaria, y lo que es peor, no se ven claras salidas en el futuro. ¿Significa que la construcción de coaliciones en contextos de fragmentación política fueron un error, o que intentar políticas redistributivas era una ilusión? En realidad, la respuesta que se necesita, que ojalá resulte estimulada por la misma gravedad de la crisis, es construir coaliciones sobre la base de programas, no prebendas, encaminadas a resolver las necesidades de la ciudadanía, no engordar los bolsillos de funcionarios y empresas mercantilistas.
En Brasil, el pasado miércoles la presidenta Dilma Rousseff fue destituída por el senado, por encontrársele responsabilidad política en el manejo de las cuentas fiscales, una operación que pretendía “maquillar” los niveles de déficit. Es claro que el Congreso decidió la destitución con una lógica política, y este fue el pretexto para consumarla. Se trata de una infracción administrativa, practicada por los presidentes anteriores y por la mayoría de gobernadores en ejercicio. No fue un golpe de Estado en sentido estricto porque los procedimientos fueron respetados en lo formal por el Congreso y avalados por la Corte Suprema de Justicia, pero es evidente que Rousseff es el chivo expiatorio que la oposición ofrece a la ciudadanía en medio de una de las crisis económicas más severas de la historia brasileña y de gravísimos escándalos de corrupción que afectan a todo el sistema político. Se trata de la desnaturalización de las reglas formales del régimen político como una salida ante el cambio en la composición de las alianzas en contextos de crisis. Esto ya ha pasado en nuestros países en los últimos años, en Ecuador o Paraguay, por ejemplo.
Desde los años de la presidencia de Cardoso, la construcción de coaliciones fue la solución al problema de tener un presidente sin mayoría en un Congreso fragmentado. Esto tenía por supuesto costos: cuotas partidarias en la designación de cargos públicos, afianzamiento de prácticas clientelísticas. Y esos costos fueron aumentando con el paso del tiempo. Durante el gobierno de Lula estalló el escándalo de un esquema de pagos mensuales de sobornos a un grupo de diputados para que aprueben las iniciativas legislativas gubernamentales. Es pertinente recordar que muchas de las inicitivas de este gobierno dieron a Brasil una gran prosperidad en el contexto del boom de los precios de nuestras materias primas, y que permitieron la implementación de políticas sociales que redujeron sustancialmente la pobreza. En tanto los escándalos no afectaron directamente el presidente, Lula continuó siendo popular y el Partido de los Trabajores logró la elección de Rousseff.
Pero los problemas siguieron: durante el gobierno de Rousseff estalló el escándalo que desnudó un esquema por el cual funcionarios de empresas públicas cobraban cupos a empresas privadas para ganar licitaciones y contratos; funcionarios que no solo obtenían beneficios personales, también eran parte de un esquema de financiación de sus partidos políticos y de sus redes clientelísticas. Estos esquemas dieron “viabilidad” a las coaliciones y permitieron que Rousseff lograra ser reelegida en 2014, estableciendo una continuidad de gobiernos del PT desde 2003. Pero la crisis internacional desde 2013 desnudó la vulnerabilidad de la política económica, y los escándalos de corrupción hicieron insostenible el esquema. Los opositores, marginados del poder por más de diez años, arrecieron sus críticas, y los aliados, sin mayores posibilidades de seguir obteniendo beneficios, se apartaron, dejando a la presidenta sola.
La situación actual es muy precaria, y lo que es peor, no se ven claras salidas en el futuro. ¿Significa que la construcción de coaliciones en contextos de fragmentación política fueron un error, o que intentar políticas redistributivas era una ilusión? En realidad, la respuesta que se necesita, que ojalá resulte estimulada por la misma gravedad de la crisis, es construir coaliciones sobre la base de programas, no prebendas, encaminadas a resolver las necesidades de la ciudadanía, no engordar los bolsillos de funcionarios y empresas mercantilistas.
Caminos inesperados
Artículo publicado en La República, domingo 28 de agosto de 2016
El gobierno del presidente Kuczynski cumple su primer mes, y algunos patrones parecen irse perfilando. Todo por supuesto es muy inicial y tentativo, pero conviene advertir problemas que pueden agravarse y registrar potencialidades que todavía no concitan la atención que merecerían.
La gestión de Kuczynski podría seguir un camino inesperado, como suele ocurrir en nuestro país. En los últimos años, ni Toledo resultó tan “institucionalista” como se esperaba, ni García tan populista o Humala tan de izquierda como se temía. En el camino intentaron labrar, con variado éxito, una nueva identidad. El atractivo de Toledo no estaba destinado a ser el del solemne presidente republicano, sino el de presentarse como el accesible hombre común; García no repitió al exaltado populista de su primer gobierno, e intentó presentarse como poco más que un eficiente constructor de obras; Humala dejó el “polo rojo”, y terminó siendo involuntariamente algo así como el impulsor de la institucionalidad social del Estado.
Por sus antecedentes, Kuczynski se anunciaba como un candidato claramente proempresarial; su eventual presidencia parecía encaminaba a “destrabar” inversiones, mejorar el clima de negocios. Se percibía con la experiencia, contactos, relaciones, necesarias para ello. Sin embargo, el enfrentamiento con el fujimorismo, con sus antecedentes autoritarios en lo político y su discurso populista en lo social, lo acercó a una orilla institucional y lo alejó un poco de su perfil empresarial. Y el tecnócrata con manejo y experiencia terminó apareciendo como el político con mejor buena estrella de los últimos tiempos, que llegó a la presidencia gracias a una sucesión de accidentes, antes que fruto de una cuidadosa planificación.
Una vez electo, la constatación de la rigidez de las restricciones presupuestales que enfrenta, los efectos de un entorno internacional desfavorable, la extrema cautela del sector privado, parecen determinar que, cuando menos en los primeros años, el nuevo presidente no podrá legitimarse por las buenas cifras macroeconómicas. E inesperadamente, en las primeras semanas de gobierno, los gestos más prometedores y que más entusiasmo despiertan provienen de ministros, o más precisamente ministras, convocadas en las semanas previas a la juramentación del 28 de julio: la lucha contra la violencia y la discriminación en contra de las mujeres, en el Ministerio de la Mujer; el derecho de estas al acceso público a la píldora del día siguiente en el Ministerio de Salud; el impulso a las procuradurías de Estado, la política de registro de personas desaparecidas en el Ministerio de Justicia, por ejemplo. Este podría terminar siendo un gobierno liberal, sí, pero no tanto por su connotación económica, sino por su impulso a la reivindicación de derechos ciudadanos básicos. Las ministras “respondonas” podrían ser una inesperada fuente de legitimidad y activos políticos fundamentales para el gobierno.
También creo que de manera inesperada, han aparecido fuentes potenciales de problemas y conflictos que conviene atender. El propio presidente ha incurrido en inesperados gazapos que por el momento han sido tomados con paciencia, pero que rápidamente pueden crear irritación y ser fuente de cuestionamientos más serios. Y ministros clave para el éxito del gobierno, como el de Interior, de quien se esperaba mostrara sensibilidad política para manejar las expectativas ciudadanas y saber elegir qué batallas vale la pena librar, ha salido innecesariamente magullado con la investigación sobre la existencia de un presunto “escuadrón de la muerte” en la policía.
El gobierno del presidente Kuczynski cumple su primer mes, y algunos patrones parecen irse perfilando. Todo por supuesto es muy inicial y tentativo, pero conviene advertir problemas que pueden agravarse y registrar potencialidades que todavía no concitan la atención que merecerían.
La gestión de Kuczynski podría seguir un camino inesperado, como suele ocurrir en nuestro país. En los últimos años, ni Toledo resultó tan “institucionalista” como se esperaba, ni García tan populista o Humala tan de izquierda como se temía. En el camino intentaron labrar, con variado éxito, una nueva identidad. El atractivo de Toledo no estaba destinado a ser el del solemne presidente republicano, sino el de presentarse como el accesible hombre común; García no repitió al exaltado populista de su primer gobierno, e intentó presentarse como poco más que un eficiente constructor de obras; Humala dejó el “polo rojo”, y terminó siendo involuntariamente algo así como el impulsor de la institucionalidad social del Estado.
Por sus antecedentes, Kuczynski se anunciaba como un candidato claramente proempresarial; su eventual presidencia parecía encaminaba a “destrabar” inversiones, mejorar el clima de negocios. Se percibía con la experiencia, contactos, relaciones, necesarias para ello. Sin embargo, el enfrentamiento con el fujimorismo, con sus antecedentes autoritarios en lo político y su discurso populista en lo social, lo acercó a una orilla institucional y lo alejó un poco de su perfil empresarial. Y el tecnócrata con manejo y experiencia terminó apareciendo como el político con mejor buena estrella de los últimos tiempos, que llegó a la presidencia gracias a una sucesión de accidentes, antes que fruto de una cuidadosa planificación.
Una vez electo, la constatación de la rigidez de las restricciones presupuestales que enfrenta, los efectos de un entorno internacional desfavorable, la extrema cautela del sector privado, parecen determinar que, cuando menos en los primeros años, el nuevo presidente no podrá legitimarse por las buenas cifras macroeconómicas. E inesperadamente, en las primeras semanas de gobierno, los gestos más prometedores y que más entusiasmo despiertan provienen de ministros, o más precisamente ministras, convocadas en las semanas previas a la juramentación del 28 de julio: la lucha contra la violencia y la discriminación en contra de las mujeres, en el Ministerio de la Mujer; el derecho de estas al acceso público a la píldora del día siguiente en el Ministerio de Salud; el impulso a las procuradurías de Estado, la política de registro de personas desaparecidas en el Ministerio de Justicia, por ejemplo. Este podría terminar siendo un gobierno liberal, sí, pero no tanto por su connotación económica, sino por su impulso a la reivindicación de derechos ciudadanos básicos. Las ministras “respondonas” podrían ser una inesperada fuente de legitimidad y activos políticos fundamentales para el gobierno.
También creo que de manera inesperada, han aparecido fuentes potenciales de problemas y conflictos que conviene atender. El propio presidente ha incurrido en inesperados gazapos que por el momento han sido tomados con paciencia, pero que rápidamente pueden crear irritación y ser fuente de cuestionamientos más serios. Y ministros clave para el éxito del gobierno, como el de Interior, de quien se esperaba mostrara sensibilidad política para manejar las expectativas ciudadanas y saber elegir qué batallas vale la pena librar, ha salido innecesariamente magullado con la investigación sobre la existencia de un presunto “escuadrón de la muerte” en la policía.
Performance y emociones
Artículo publicado en La República, domingo 21 de agosto de 2016
Durante las más de veintiuna horas que duró el debate para que el presidente del Consejo de Ministros obtenga la confianza del Congreso, asistimos a una escenificación bastante significativa. Todas las bancadas tuvieron ocasión para expresarse, mostrar preocupación, señalar vacíos en el discurso de Fernando Zavala. Tanto Fuerza Popular como el Frente Amplio, las bancadas más grandes, debían presentarse con un perfil opositor: el fujimorismo debía expresar molestia por la posible “continuidad” con un desprestigiado humalismo, y la izquierda por la continuidad del modelo neoliberal. Pero al mismo tiempo, ninguno de los dos podía mostrarse como “obstruccionista” frente a un gobierno que recién empieza. Los congresistas de los diferentes departamentos intervinieron para presentar la agenda de sus regiones, por ello intervinieron en el debate 118 parlamentarios. Del lado del gobierno, el desempeño fue prolijo: el presidente Kuczynski con el Fernando Zavala armaron un gabinete cuya mejor y única defensa descansa en sus competencias profesionales y técnicas, en ampararse en el predominio del sentido común de centro derecha que vive el país desde la década de los años noventa. Zavala encarna muy bien ese espíritu conciliador: saludó a todos, escuchó a todos, respondió a todos. Marcó la necesidad de mantener una continuidad en la que todos han colaborado (Fujimori, Paniagua, Toledo, García, Humala), y llamó a la cooperación. Al final el resultado fue muy bueno para todos: 121 votos a favor, práctica unanimidad, cuando hace unas semanas algunos especulaban con escenarios catastrofistas de censuras ministeriales y de amenazas de cierre del Congreso. El gobierno fortalecido, la oposición satisfecha, el ejecutivo respaldado, el Congreso ejerciendo sus labores de control.
Alguno podría replicar que todo esto no ha sido más que una pérdida de tiempo, porque que la confianza se iba a otorgar de todos modos. Este comentario pierde de vista la importancia de los ritos y de las formalidades en la política, y su función catárquica. En la última campaña electoral se le reclamó a Alfredo Barnechea no comer chicharrón a pesar de no querer hacerlo, como una falta política inexcusable; manteniendo las proporciones, podría decirse que acá no se trató de empujarse un chicharrón, si no de engullirse con elegancia algunos sapos. Y atención que errores coreográficos pueden acabar con el guión, la intervención de algún cabeza caliente podría haber llevado a una votación más ajustada o a poner riesgo la confianza. En esta línea, las disculpas del ministro Basombrío y la aceptación de las mismas por la congresista Alcorta por incidentes ocurridos durante la campaña electoral son un buen ejemplo.
Por supuesto, el partido de cinco años recién empieza, pero al menos ha empezado bien. Confiamos en que este espíritu de colaboración alcance para la aprobación de la ley de presupuesto y el otorgamiento de facultades legislativas delegadas por el parlamento al ejecutivo en las próximas semanas. Por el momento, el riesgo de una confrontación extrema entre ejecutivo y legislativo parece controlado. También, aunque esto no está siendo resaltado suficientemente, el de potenciales conflictos con los gobiernos regionales, mediante pacientes negociaciones de obras y asignaciones presupuestales. Por ahora, la impaciencia o enojo de la calle se insinúa como el desafío principal para este gobierno, de cabeza fría y pericia tecnocrática, pero sin cuerpo, presencia y operadores en el terreno, en todo el territorio. Allí podrían estarse incubando las crisis futuras.
Durante las más de veintiuna horas que duró el debate para que el presidente del Consejo de Ministros obtenga la confianza del Congreso, asistimos a una escenificación bastante significativa. Todas las bancadas tuvieron ocasión para expresarse, mostrar preocupación, señalar vacíos en el discurso de Fernando Zavala. Tanto Fuerza Popular como el Frente Amplio, las bancadas más grandes, debían presentarse con un perfil opositor: el fujimorismo debía expresar molestia por la posible “continuidad” con un desprestigiado humalismo, y la izquierda por la continuidad del modelo neoliberal. Pero al mismo tiempo, ninguno de los dos podía mostrarse como “obstruccionista” frente a un gobierno que recién empieza. Los congresistas de los diferentes departamentos intervinieron para presentar la agenda de sus regiones, por ello intervinieron en el debate 118 parlamentarios. Del lado del gobierno, el desempeño fue prolijo: el presidente Kuczynski con el Fernando Zavala armaron un gabinete cuya mejor y única defensa descansa en sus competencias profesionales y técnicas, en ampararse en el predominio del sentido común de centro derecha que vive el país desde la década de los años noventa. Zavala encarna muy bien ese espíritu conciliador: saludó a todos, escuchó a todos, respondió a todos. Marcó la necesidad de mantener una continuidad en la que todos han colaborado (Fujimori, Paniagua, Toledo, García, Humala), y llamó a la cooperación. Al final el resultado fue muy bueno para todos: 121 votos a favor, práctica unanimidad, cuando hace unas semanas algunos especulaban con escenarios catastrofistas de censuras ministeriales y de amenazas de cierre del Congreso. El gobierno fortalecido, la oposición satisfecha, el ejecutivo respaldado, el Congreso ejerciendo sus labores de control.
Alguno podría replicar que todo esto no ha sido más que una pérdida de tiempo, porque que la confianza se iba a otorgar de todos modos. Este comentario pierde de vista la importancia de los ritos y de las formalidades en la política, y su función catárquica. En la última campaña electoral se le reclamó a Alfredo Barnechea no comer chicharrón a pesar de no querer hacerlo, como una falta política inexcusable; manteniendo las proporciones, podría decirse que acá no se trató de empujarse un chicharrón, si no de engullirse con elegancia algunos sapos. Y atención que errores coreográficos pueden acabar con el guión, la intervención de algún cabeza caliente podría haber llevado a una votación más ajustada o a poner riesgo la confianza. En esta línea, las disculpas del ministro Basombrío y la aceptación de las mismas por la congresista Alcorta por incidentes ocurridos durante la campaña electoral son un buen ejemplo.
Por supuesto, el partido de cinco años recién empieza, pero al menos ha empezado bien. Confiamos en que este espíritu de colaboración alcance para la aprobación de la ley de presupuesto y el otorgamiento de facultades legislativas delegadas por el parlamento al ejecutivo en las próximas semanas. Por el momento, el riesgo de una confrontación extrema entre ejecutivo y legislativo parece controlado. También, aunque esto no está siendo resaltado suficientemente, el de potenciales conflictos con los gobiernos regionales, mediante pacientes negociaciones de obras y asignaciones presupuestales. Por ahora, la impaciencia o enojo de la calle se insinúa como el desafío principal para este gobierno, de cabeza fría y pericia tecnocrática, pero sin cuerpo, presencia y operadores en el terreno, en todo el territorio. Allí podrían estarse incubando las crisis futuras.
Fujimorismo al garete
Artículo publicado en La Repúbica, domingo 14 de agosto de 2016
Keiko Fujimori habría llegado a la conclusión, correcta a mi entender, de que perdió la elección de 2011 porque “la mochila” de la imagen de su padre, si bien era la base de su sustento, era también su límite. Esa elección se perdió por declaraciones de excolaboradores de su padre, intentando justificar algunas de las tropelías ocurridas en la década de los años noventa.
Inició entonces la construcción de un nuevo partido, Fuerza Popular, con bases distintas al simple agrupamiento de las organizaciones anteriores, bajo su conducción personal, buscando liderazgos “emergentes”, no provenientes de los noventa. Se formó un nuevo núcleo dirigencial, muy cercano a la lideresa. Más adelante, esto se confirmó con un cambio discursivo: más moderno, más tolerante, más convocante, marcando distancia con los “errores” del pasado (y con la injerencia de Alberto en las decisiones políticas).
La perspectiva del éxito electoral era el cemento que mantenía unida esa estrategia. Ella le permitió a K. Fujimori incluso poner a un lado a líderes “históricos” del peso de Martha Chávez, abiertamente en contra del pedido expreso y público de su padre. En la primera vuelta de 2016 Fuerza Popular logró 39.87% de los votos (frente al 23.57 de Fuerza 2011), y colocó 73 parlamentarios, frente a los 37 de cinco años atrás. Los resultados parecían legitimar ampliamente la nueva apuesta.
Sin embargo, la elección se perdió nuevamente, a mi juicio como consecuencia de dudas, incongruencias y errores en la segunda vuelta. En esta campaña K. Fujimori regresionó a posiciones más duras y conservadoras, lo que avivó el antifujimorismo (involución que se mantiene hasta ahora, con una injustificable intransigencia y malos modales ante el nuevo gobierno). A pesar de ello, apenas días antes de la elección las encuestas todavía ponían por delante a Fuerza Popular; nuevamente, errores clamorosos en la recta final cambiaron el resultado. El asunto es que esos errores fueron ahora responsabilidad del “renovado” entorno cercano: Ramírez, Chlimper, Figari. Llegó entonces el momento de la revancha: la elección se habría perdido por pretender “desalbertizar” el fujimorismo, o por la soberbia de los recién llegados. En todo caso, aquellos relegados o silenciados por el intento de reconversión recobraron protagonismo. La histórica Luz Salgado es la presidenta del Congreso, Martha Chávez y Luisa María Cuculiza vuelven al parlamento como asesoras, y pese a que el vocero de la bancada de Fuerza Popular es el recién llegado Luis Galarreta, mucho más protagonismo terminan teniendo personajes como Cecilia Chacón, Carlos Tubino o Héctor Becerril. El desafío al liderazgo de Keiko llegó incluso a plantear una movilización y pedido de indulto para su padre, movida encaminada directamente a debilitar aún más su liderazgo.
¿Qué pasará con el fujimorismo? El liderazgo de Keiko se mantiene porque no existe ninguna alternativa creíble, y porque todavía está la perspectiva razonable dentro de sus filas tanto de un buen desempeño en las elecciones regionales y municipales de 2018, como de un triunfo en 2021. Sin embargo, su margen de maniobra está ahora bastante acotado por una constelación muy heterogénea de intereses. Y en cuanto a la estrategia, la nave parece ir al garete, siguiendo la inercia de la lógica de confrontación de segunda vuelta. Parece que se apostara solamente a esperar el desgaste del gobierno y a no dejarle el liderazgo de la oposición al Frente Amplio. Se refuerzan así las inclinaciones al populismo antisistema más ramplón. La lógica de la renovación parece ahora enterrada.
Keiko Fujimori habría llegado a la conclusión, correcta a mi entender, de que perdió la elección de 2011 porque “la mochila” de la imagen de su padre, si bien era la base de su sustento, era también su límite. Esa elección se perdió por declaraciones de excolaboradores de su padre, intentando justificar algunas de las tropelías ocurridas en la década de los años noventa.
Inició entonces la construcción de un nuevo partido, Fuerza Popular, con bases distintas al simple agrupamiento de las organizaciones anteriores, bajo su conducción personal, buscando liderazgos “emergentes”, no provenientes de los noventa. Se formó un nuevo núcleo dirigencial, muy cercano a la lideresa. Más adelante, esto se confirmó con un cambio discursivo: más moderno, más tolerante, más convocante, marcando distancia con los “errores” del pasado (y con la injerencia de Alberto en las decisiones políticas).
La perspectiva del éxito electoral era el cemento que mantenía unida esa estrategia. Ella le permitió a K. Fujimori incluso poner a un lado a líderes “históricos” del peso de Martha Chávez, abiertamente en contra del pedido expreso y público de su padre. En la primera vuelta de 2016 Fuerza Popular logró 39.87% de los votos (frente al 23.57 de Fuerza 2011), y colocó 73 parlamentarios, frente a los 37 de cinco años atrás. Los resultados parecían legitimar ampliamente la nueva apuesta.
Sin embargo, la elección se perdió nuevamente, a mi juicio como consecuencia de dudas, incongruencias y errores en la segunda vuelta. En esta campaña K. Fujimori regresionó a posiciones más duras y conservadoras, lo que avivó el antifujimorismo (involución que se mantiene hasta ahora, con una injustificable intransigencia y malos modales ante el nuevo gobierno). A pesar de ello, apenas días antes de la elección las encuestas todavía ponían por delante a Fuerza Popular; nuevamente, errores clamorosos en la recta final cambiaron el resultado. El asunto es que esos errores fueron ahora responsabilidad del “renovado” entorno cercano: Ramírez, Chlimper, Figari. Llegó entonces el momento de la revancha: la elección se habría perdido por pretender “desalbertizar” el fujimorismo, o por la soberbia de los recién llegados. En todo caso, aquellos relegados o silenciados por el intento de reconversión recobraron protagonismo. La histórica Luz Salgado es la presidenta del Congreso, Martha Chávez y Luisa María Cuculiza vuelven al parlamento como asesoras, y pese a que el vocero de la bancada de Fuerza Popular es el recién llegado Luis Galarreta, mucho más protagonismo terminan teniendo personajes como Cecilia Chacón, Carlos Tubino o Héctor Becerril. El desafío al liderazgo de Keiko llegó incluso a plantear una movilización y pedido de indulto para su padre, movida encaminada directamente a debilitar aún más su liderazgo.
¿Qué pasará con el fujimorismo? El liderazgo de Keiko se mantiene porque no existe ninguna alternativa creíble, y porque todavía está la perspectiva razonable dentro de sus filas tanto de un buen desempeño en las elecciones regionales y municipales de 2018, como de un triunfo en 2021. Sin embargo, su margen de maniobra está ahora bastante acotado por una constelación muy heterogénea de intereses. Y en cuanto a la estrategia, la nave parece ir al garete, siguiendo la inercia de la lógica de confrontación de segunda vuelta. Parece que se apostara solamente a esperar el desgaste del gobierno y a no dejarle el liderazgo de la oposición al Frente Amplio. Se refuerzan así las inclinaciones al populismo antisistema más ramplón. La lógica de la renovación parece ahora enterrada.
¿Technocratic dream team?
Artículo publicado en La República, domingo 7 de agosto de 2016
Empezaron los nombramientos de funcionarios en las diferentes áreas del poder ejecutivo del gobierno del presidente Kuczynski, y podríamos decir que se está armando una suerte de dream team tecnocrático. Es decir, en una proporción notoriamente mayor que en los gobiernos anteriores, el criterio de selección parece estar regido por el principio de buscar “la mejor persona” para el cargo, basado en sus competencias técnico-profesionales, en el prestigio que cuenta entre sus pares; dentro por supuesto de los márgenes de la necesaria confianza política y relativa coherencia que impone un gobierno como el Kuczynski.
Buscar a la “mejor persona” parecería un criterio muy natural, pero no lo es: al designar a los funcionarios, por lo general los gobernantes privilegian criterios políticos, en el sentido de nombrar personas ya sea para fortalecer sus propios partidos y cuadros, o para construir coaliciones, compartiendo el poder con aliados en aras de la gobernabilidad. Cada apuesta tiene riesgos: la excelencia tecnocrática genera mejores buenas ideas, pero sin respaldo o sostén político ellas resultan inviables. Y la lógica política-coalicional fortalece las capacidades de negociación, pero también puede generar clientelismo, ineficacia y hasta corrupción.
En 1994 la politóloga estadounidense Barbara Geddes publicó un libro, “El dilema del político” (Politician’s Dilemma. Building State Capacity in Latin America), en el que señalaba que los políticos enfrentaban un trade-off entre disponer del aparato público para prácticas de patronazgo y clientelismo buscando construir legitimidad política, o seguir lógicas meritocráticas para lograr mayor eficiencia en las políticas públicas. Y apuntaba a que acaso gobiernos con partidos grandes o coaliciones muy amplias privilegiarían lo primero, mientras que partidos más personalistas y débiles privilegiarían lo segundo. En el Perú, el debilitamiento de los partidos políticos desde la década de los años noventa ha hecho que cada vez más los cargos públicos recaigan en expertos independientes, antes que en cuadros partidarios. En más de una ocasión he llamado la atención sobre cómo esto explica la paradoja del crecimiento económico con reducción de pobreza de los últimos años, a pesar de nuestra extrema debilidad política e institucional.
Esta tendencia se ve con mucha mayor claridad en el gobierno de Kuczynski. En la medida en que el partido Peruano por el Kambio es prácticamente inexistente, no hay prácticamente presiones para acceder al aparato público, con lo que una lógica tecnocrática y meritocrática de nombramientos se abre paso casi sin resistencias. Ya sea ha dicho que el gran desafío que tiene este gobierno, esencialmente de tecnócratas independientes, es construir los acuerdos políticos y los consensos y la legitimidad social necesaria para llevar adelante sus propuestas. Es decir, hacer política. Pero para el gobierno de Kuczynski optar por un gabinete político prácticamente no era una opción, porque la construcción de acuerdos políticos pasa necesariamente por lograr una relación de cooperación mínima con el fujimorismo, antes que por construir coaliciones amplias. La única manera de gestar esa cooperación es legitimando socialmente las iniciativas de política, para hacer políticamente costoso al fujimorismo oponerse a las mismas. Prueba de fuego para la capacidad de persuación, argumentación, comunicación del gobierno en general y de los ministros en particular. Hacer de la necesidad virtud podría ser el refrán de este gobierno. ¿Se podrá?
Empezaron los nombramientos de funcionarios en las diferentes áreas del poder ejecutivo del gobierno del presidente Kuczynski, y podríamos decir que se está armando una suerte de dream team tecnocrático. Es decir, en una proporción notoriamente mayor que en los gobiernos anteriores, el criterio de selección parece estar regido por el principio de buscar “la mejor persona” para el cargo, basado en sus competencias técnico-profesionales, en el prestigio que cuenta entre sus pares; dentro por supuesto de los márgenes de la necesaria confianza política y relativa coherencia que impone un gobierno como el Kuczynski.
Buscar a la “mejor persona” parecería un criterio muy natural, pero no lo es: al designar a los funcionarios, por lo general los gobernantes privilegian criterios políticos, en el sentido de nombrar personas ya sea para fortalecer sus propios partidos y cuadros, o para construir coaliciones, compartiendo el poder con aliados en aras de la gobernabilidad. Cada apuesta tiene riesgos: la excelencia tecnocrática genera mejores buenas ideas, pero sin respaldo o sostén político ellas resultan inviables. Y la lógica política-coalicional fortalece las capacidades de negociación, pero también puede generar clientelismo, ineficacia y hasta corrupción.
En 1994 la politóloga estadounidense Barbara Geddes publicó un libro, “El dilema del político” (Politician’s Dilemma. Building State Capacity in Latin America), en el que señalaba que los políticos enfrentaban un trade-off entre disponer del aparato público para prácticas de patronazgo y clientelismo buscando construir legitimidad política, o seguir lógicas meritocráticas para lograr mayor eficiencia en las políticas públicas. Y apuntaba a que acaso gobiernos con partidos grandes o coaliciones muy amplias privilegiarían lo primero, mientras que partidos más personalistas y débiles privilegiarían lo segundo. En el Perú, el debilitamiento de los partidos políticos desde la década de los años noventa ha hecho que cada vez más los cargos públicos recaigan en expertos independientes, antes que en cuadros partidarios. En más de una ocasión he llamado la atención sobre cómo esto explica la paradoja del crecimiento económico con reducción de pobreza de los últimos años, a pesar de nuestra extrema debilidad política e institucional.
Esta tendencia se ve con mucha mayor claridad en el gobierno de Kuczynski. En la medida en que el partido Peruano por el Kambio es prácticamente inexistente, no hay prácticamente presiones para acceder al aparato público, con lo que una lógica tecnocrática y meritocrática de nombramientos se abre paso casi sin resistencias. Ya sea ha dicho que el gran desafío que tiene este gobierno, esencialmente de tecnócratas independientes, es construir los acuerdos políticos y los consensos y la legitimidad social necesaria para llevar adelante sus propuestas. Es decir, hacer política. Pero para el gobierno de Kuczynski optar por un gabinete político prácticamente no era una opción, porque la construcción de acuerdos políticos pasa necesariamente por lograr una relación de cooperación mínima con el fujimorismo, antes que por construir coaliciones amplias. La única manera de gestar esa cooperación es legitimando socialmente las iniciativas de política, para hacer políticamente costoso al fujimorismo oponerse a las mismas. Prueba de fuego para la capacidad de persuación, argumentación, comunicación del gobierno en general y de los ministros en particular. Hacer de la necesidad virtud podría ser el refrán de este gobierno. ¿Se podrá?
Suscribirse a:
Entradas (Atom)