Artículo publicado en El Comercio, martes 27 de octubre de 2020
En noviembre de 2016, el colega Juan Pablo Luna publicó un artículo muy provocador, bajo el título “Perú, ¿el futuro político de Chile?”. Luna proponía romper con la idea de que Chile era un país con una institucionalidad avanzada que a la que los demás países debían aspirar, sino que más bien Chile mostraba signos de descomposición partidaria de los que Perú era la ilustración más clara. A estas alturas, resulta evidente que, en efecto, Chile está atravesando una profunda crisis de representación. Los resultados del plebiscito del domingo cierran simbólicamente una larga etapa, y queda por verse si estaremos ante el inicio de una nueva y superior etapa, o una espiral de creciente desafección, confrontación política y problemas de gobernabilidad.
Pero Perú puede ser visto como una referencia del futuro posible en más de un caso. Recordemos que Perú con Fujimori fue el pionero en la gestación del “autoritarismo competitivo”: no era una dictadura convencional, mantenía en principio las formalidades democráticas, pero en realidad se trataba de un sistema de partido hegemónico, donde los controles democráticos horizontales (autonomía y equilibrio entre poderes del Estado) estaban muy limitados, y la oposición tenía muy limitadas opciones para competir; donde el partido hegemónico (en este caso el fujimorismo) se asentaba en un importante respaldo popular, que le permitía “exponerse” y legitimarse mediante los resultados electorales. La fórmula triunfo electoral – cierre del Congreso - nueva Constitución – consolidación de una nueva forma de régimen, fue iniciada por Fujimori, pero fue seguida, con sus singularidades, por Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador, a pesar de sus notables diferencias ideológicas.
Perú empezó antes, y terminó antes también. El fujimorismo de la década de los años noventa enfrentó el dilema de institucionalizarse, democratizarse y permitir la alternancia, pero optó por jugarse el todo por la reelección en el año 2000, violando la propia Constitución de 1993 y descabezando el Tribunal Constitucional. Si bien logró la reelección, quedó tan deslegitimado en el proceso que Alberto Fujimori terminó renunciando y huyendo del país en ese mismo año. En 2019, Evo Morales también optó por ignorar la propia Constitución de 2009, el referéndum de 2016, y tentar una nueva reelección, que generó una crisis que ya no pudo controlar, y que desencadenó el golpe del año pasado. En otros contextos, el PRI mexicano bloqueó la alternancia hasta el año 1988, pero tuvo que terminar aceptándola en 2000. Rafael Correa también apostó por un sucesor en 2017, y se dio la alternancia con Lenin Moreno. Vistas las cosas desde esta perspectiva, mucho le hubiera Morales evitado a Bolivia si desde 2016 promovía la candidatura del electo Luis Arce.
¿Qué pasa en una democracia después de un partido hegemónico? En nuestro país el fujimorismo parecía desaparecer en 2001, pero luego se reconstituyó en 2006, y llegó hasta la segunda vuelta en 2011 y 2016, incluso logrando en este último año la mayoría absoluta del Congreso. Los años en el poder dejan huella. El PRI volvió al poder en 2012 con Enrique Peña Nieto, no debería sorprendernos tanto el reciente triunfo del MAS, así como la posibilidad de un candidato asociado a Correa en las elecciones de febrero del próximo año. Manteniendo las distancias, el peronismo también volvió al poder en 2019, y ello fue facilitado porque Cristina Fernández entendió que su figura era polarizante y promovió la candidatura de Alberto Fernández. El gran desafío de estas “vueltas” es asumir que se trata de un nuevo contexto, que resulta necesario abandonar lógicas autoritarias y confrontacionales; de lo que se trata es de mantener y consolidar los logros en inclusión y políticas sociales, pero trabajar también en la construcción institucional democrática. Las declaraciones iniciales de Luis Arce en Bolivia marcan una pauta que permite abrigar optimismo.
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