domingo, 3 de noviembre de 2019
¿Crisis del modelo?
Artículo publicado en El Comercio, sábado 2 de noviembre de 2019
A propósito de las protestas en Chile, se discute sobre la “crisis del modelo”. El problema con este debate es que se presta en exceso a respuestas ideológicas: si simpatizas con el mismo, pensarás que debe continuar, y si no, que debe ser cambiado. Además, cada quien parece tener en mente cosas diferentes cuando hablamos del “modelo”; por último, una defensa común es diferenciar “el modelo” abstracto de su aplicación concreta. ¿Cómo evaluar su funcionamiento entonces? ¿Cómo abordar esta discusión de manera productiva?
Partamos de aceptar que todos tenemos simpatías ideológicas válidas, de acuerdo a nuestros valores y preferencias. Pero la discusión debe centrarse en cuáles resultan más útiles, pertinentes, adecuadas para los contextos y las situaciones específicas. Por así decirlo, el periodo 1930-60 era bueno para ser keynesiano y malo para ser monetarista, mientras que los años 1970-80 fueron más bien al revés. Una cosa es buscar reactivar la economía y otra estabilizar graves desequilibrios. Segundo, me parece que la aplicación de un modelo no puede desvincularse de los incentivos que establece. Cuando colapsó la Unión Soviética en la década de los años noventa, defensores del comunismo intentaban defender el modelo distinguiéndolo de su aplicación: quien falló fue Stalin, los burócratas del partido, o la corrupción de un sector del politburó. A estas alturas, entendemos que un modelo de decisión altamente centralizado y vertical de toma de decisiones conduce casi inevitablemente a lógicas autoritarias, a la arbitrariedad, la ineficiencia.
Volviendo a Chile, estamos evaluando el funcionamiento del modelo de economía orientada al mercado. Si miramos el contexto de la región, encontramos que sus principios centrales (equilibrio fiscal, acumulación de reservas internacionales, promoción de la inversión privada), rigen a la gran mayoría de países, incluyendo algunos orientados hacia la izquierda. Puede verse que algunos países que siguen ese camino avanzan en medio de sus dificultades (Panamá, Colombia), y también que los que se han alejado de él tampoco la están pasando bien. Y no solo en los casos extremos como los de Cuba, Venezuela o Nicaragua, también Argentina o Ecuador, países con graves desequilibrios macroeconómicos. El caso boliviano es particularmente interesante, porque buena parte de la prosperidad económica que ha favorecido a Evo Morales tiene que ver con cierta ortodoxia macroeconómica y, pese a los conflictos iniciales, a relativamente buenas relaciones con el capital privado nacional y extranjero. La gran diferencia en ese país estuvo en la negociación de condiciones tributarias mucho más exigentes para empresas en el estratégico sector hidrocarburífero. Pero no se ha resuelto el problema de la sostenibilidad y vulnerabilidad económica frente a las variaciones en el precio del gas.
¿Cuál sería el problema en Chile? Me atrevería a decir que la clave está en la implementación del modelo en un contexto autoritario, que dejó el legado de cierta hegemonía conservadora (que la Concertación no logró revertir), y de un sistema político bastante elitista, que a la larga devino en prácticas de corrupción, en la recurrencia de conflictos de interés y colusión entre las esferas económica y política. Ellas efectaron a todo el espectro político, de allí que hoy asistamos a una grave crisis de representación. No se trata de tirar al bebé con el agua sucia de la bañera, pero enfrentar esta crisis parece requerir de una suerte de refundación política que haga viables las correcciones económicas.
¿Qué está pasando en la región?
Artículo publicado en El Comercio, sábado 26 de octubre de 2019
En las últimas semanas nos han impresionado diferentes sucesos en la región, que generan la percepción de estar viviendo una situación inédita de crisis: las protestas en Chile y en Bolivia, los problemas de seguridad en México (Culiacán), entre otros. Aparece la tentación atribuir una causa o dinámica común a todos estos sucesos. Ciertamente hay factores que recorren a toda la región y que han creado una sensación de malestar generalizado. Según el Barómetro de las Américas de 2019, la satisfacción con el funcionamiento de la democracia en la región ha caído notoriamente: en 2012 un 57.8% de los encuestados declaraba sentirse satisfecho, pero en 2019 apenas un 39.6%.
¿Qué explica ese bajón? En primer lugar, está la caída en las tasas de crecimiento, visible desde 2013. Segundo, ese frenazo se da después de un ciclo espectacular de crecimiento entre 2003 y 2012, que redujo la pobreza y la desigualdad, e hizo crecer a una clase media que amplió sus expectativas y exigencias, pero sin llegar a superar una situación de gran precariedad. En este periodo, además, se formó una nueva generación, más exigente y más conectada a través de nuevas tecnologías, y por lo tanto con mayor capacidad de acción colectiva. Según el Barómetro… un 64.4% de los encuestados en todos los países de América es usuario de WhatsApp y un 56.2% de Facebook, y entre los menores de 25 años, un 80% usa las redes sociales de manera frecuente. También se encuentra que entre los que usan más frecuentemente las redes sociales el nivel de satisfacción con la democracia es más bajo que el de los usuarios poco frecuentes. Tercero, están los problemas de corrupción que han recorrido toda la región: hemos tenido más dinero, con instituciones débiles; que luego han dado lugar a escándalos, como consecuencia de investigaciones judiciales y periodísticas. Y cuarto, está el desafío que enfrenta el Estado de actores ilegales, que también crecieron en el marco del boom del precio de los commodities, que han puesto en el centro de la agenda temas de seguridad ciudadana en muchos países.
Entonces, encontramos algunos países en donde las protestas y el malestar se asocian al freno económico y sus consecuencias. En Ecuador o Argentina, el detonante es la necesidad y al mismo tiempo la inviabilidad política de implementar medidas de ajuste después de políticas fiscales irresponsables. O son consecuencia de intentos problemáticos de cambiar esquemas ineficientes de provisión de servicios (educación, salud), como recientemente en Honduras, y hace algunos años en México (Oaxaca), o Perú o Colombia, expresados en grandes protestas magisteriales. En otros países, el malestar está en la frustración de una nueva clase media, desencantada con la élite política, ante subidas en las tarifas de diversos servicios (transporte, salud): Chile en estos días, antes Brasil con las protestas contra Dilma Rousseff, por ejemplo. En otros países, el problema es enteramente otro: el intento de perpetuarse en el poder por parte de líderes autoritarios que se consolidaron durante los años del boom, como Maduro en Venezuela, Ortega en Nicaragua o Morales en Bolivia.
Finalmente, en otros contextos las fuentes de inestabilidad son consecuencia de la acción de mafias o grupos armados que desafían y hasta se imponen sobre la autoridad del Estado, como en Colombia, México, y varios países de Centroamérica.
Como puede verse, estamos ante circunstancias y desafíos comunes, pero con variantes y respuestas muy diferentes entre los países. Lo que lamentablemente no es nada claro es cuáles son los caminos de salida.
Constitución y equilibrio de poderes (2)
Artículo publicado en El Comercio, sábado 19 de octubre de 2019
La semana pasada comentaba que la disolución del Congreso debía entenderse en el marco de un diseño constitucional presidencialista, pero con incrustaciones propias de los regímenes parlamentarios. Ellos buscan, de un lado, limitar el poder del ejecutivo cuando este tiene mayoría, y del otro, dar una salida institucional al bloqueo que se produce cuando enfrenta una mayoría hostil en el parlamento (en el pasado, esta situación desencadenó golpes de Estado). Para este último caso se creó la posibilidad de disolver el Congreso y convocar a elecciones parlamentarias, si es que se censuran a dos Consejos de Ministros. Ciertamente es una medida extrema que debe evaluarse con mucha prudencia.
Durante el actual periodo de gobierno, hemos visto por primera vez la puesta en práctica de este mecanismo, dado que desde 1993 siempre hemos tenido gobiernos electos que lograron construir mayorías. Y hemos visto una pedido de confianza respaldando la gestión de una ministra en particular bajo amenaza de censura (Fernando Zavala con Marilú Martens), dos pedidos de confianza referidos a la aprobación de diferentes iniciativas legales y reformas constitucionales (con César Villanueva y con Salvador del Solar), y uno referido a un asunto que es competencia del Congreso, la forma de designación de los magistrados del Tribunal Constitucional. De esta manera, lo que en teoría parecía un mecanismo muy poco práctico (¿por qué un Congreso censuraría dos Consejos de Ministros si sabe que lo pueden disolver?) se ha convertido en un mecanismo muy amplio, sin mayores restricciones, consagrado por la sentencia del Tribunal Constitucional de noviembre del año pasado.
Si bien pienso que la disolución del Congreso por parte del Presidente Vizcarra se mueve dentro de los cánones constitucionales, también pienso que sería muy importante que el Tribunal Constitucional establezca parámetros que al mismo tiempo aseguren su viabilidad y aplicación como herramienta del poder ejecutivo, pero también prevengan abusos. Por ejemplo, la Comisión de Venecia recientemente señaló que si bien relacionar una reforma constitucional a una moción de confianza no puede ser definido como inconstitucional, sí expresa preocupación porque las reformas constitucionales requieren amplio debate y consensos, algo que parece reñido con un mecanismo que requiere definiciones inmediatas como la cuestión de confianza. Es una preocupación legítima.
En el corto plazo, considero que sería muy bueno que el Tribunal Constitucional admita a trámite la demanda competencial presentada por el Presidente del Congreso. La decisión del TC debe darse en el mejor clima político posible, por lo cual es un error que el Procurador de la PCM denuncie ante la Fiscalía al Presidente del Congreso por haber presentado la demanda competencial; y es también un gran error que la Comisión Permanente pretenda hacer funcionar a la subcomisión de acusaciones constitucionales. Finalmente, considero que sería un grave error que el Jurado Nacional de Elecciones no defina pronto si es que los congresistas electos en 2016 pueden postular en 2020. Si atendemos al sentido de atar la disolución a la convocatoria de elecciones, deberíamos entender que se deja en manos del ciudadano la definición de quién tuvo razón en el conflicto entre ejecutivo y legislativo; desde este ángulo, debería permitirse que los congresistas disueltos puedan postular. Pero al mismo tiempo, en el referéndum de diciembre pasado, establecimos la no reelección de congresistas. El tema es ambiguo, y corresponde al JNE definirlo pronto.
Constitución y equilibrio de poderes
Artículo publicado en El Comercio, sábado 12 de octubre de 2019
No soy ni pretendo pasar por constitucionalista, pero como politólogo he estudiado los regímenes políticos, las relaciones entre ejecutivo y legislativo y los problemas de gobernabilidad en el contexto del presidencialismo, así que creo que algo podemos aportar a la discusión.
El Perú tiene un diseño constitucional particular: es un régimen presidencialista (el pueblo elije de manera directa al Presidente, quien a su vez es el jefe del gobierno, durante un periodo fijo) pero, dada la desconfianza (fundada) que tenemos por el caudillismo y el autoritarismo, hemos buscado limitar su poder: prohibiendo la reelección inmediata, estableciendo mayorías calificadas para aprobar algunos asuntos clave o estipulando que el Congreso pueda pasar por encima de la observación de una ley por parte del Presidente con solo más de la mitad del número legal de sus miembros. Y además, insertando elementos de sistemas parlamentarios, en los que el Congreso elige al Jefe de Gobierno. Así, hemos creado la necesidad de que el Consejo de Ministros obtenga la confianza del Congreso, las interpelaciones y censuras a los Ministros y al Consejo de Ministros. Esto hace que, visto en perspectiva comparada, y contra el sentido común de muchos, nuestro presidencialismo sea uno de los más débiles frente al poder de control del parlamento.
De la debilidad del ejecutivo frente al parlamento no nos hemos dado cuenta porque tenemos la idea errónea de que la Constitución de 1993 es fuertemente presidencialista y porque los Presidentes lograron construir mayorías en el Congreso en todos los gobiernos, desde entonces hasta 2016. Surge entonces un tema de amplia discusión en la ciencia política: la gobernabilidad de regímenes presidencialistas con Congresos con mayoría opositora beligerante. Perú sufrió esta situación en el primer gobierno de Belaunde (1963-1968), por lo que la Constitución de 1979, y aún más la de 1993, buscaron equilibrar la situación, dándole al ejecutivo la posibilidad de disolver el Congreso si este niega la confianza a dos Consejos de Ministros.
La disolución del Congreso abre la posibilidad para una salida institucional, propia de los regímenes parlamentarios, para solucionar el bloqueo que condujo en nuestro país a golpes de Estado en 1948 (Bustamante), 1968 (Belaunde) ó 1992 (Fujimori). Mi opinión es que nuestro camino constitucional no es tan malo: en todo caso, no me parece peor que las alternativas: hacer más presidencialista nuestro régimen (muy peligroso), o pasar a un régimen parlamentario (del que no tenemos ninguna experiencia, y puede resultar fatal con partidos tan débiles). Hasta hace poco, la disolución parecía un mecanismo poco práctico, hasta que el Tribunal Constitucional, en su sentencia de noviembre del año pasado, hizo explícito que la cuestión de confianza debía entenderse de manera abierta, sin mayores restricciones, incluyendo la aprobación de normas y procedimientos legislativos.
Así, opino que la reciente disolución se ajusta a los cánones constitucionales, al haber sido desaprobada en los hechos una iniciativa del Presidente del Consejo de Ministros por la que hizo cuestión de confianza, y al haberse acompañado de la convocatoria a elecciones. Lo que sí me parece altamente cuestionable es haberla presentado súbitamente por un asunto (la selección de los magistrados del TC) que solo apareció en la agenda una vez que fracasó la propuesta de adelanto de elecciones. Y también pienso que, dado el carácter altamente controversial de la disolución, sería muy conveniente que merezca un pronunciamiento del Tribunal Constitucional.
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