Artículo publicado en La República, domingo 25 de enero de 2015
Quienes siguen esta columna saben que trabajo en el Instituto de Estudios Peruanos, por lo que intento comentar lo menos posible las muchas publicaciones que editamos. De vez en cuando no puedo evitarlo, como en este caso. A finales del año pasado fue publicado un libro que no debe pasar desapercibido: Alasitas. Discursos, prácticas y símbolos de un “liberalismo aymara altiplánico” entre la población de origen migrante en Lima, de Jürgen Golte y Doris León Gabriel. Cabe destacar que se trata de un esfuerzo editorial del Instituto de Estudios Peruanos, del Centro Bartolomé de las Casas del Cusco y la Universidad Nacional de Juliaca.
Los autores describen con lujo de detalles la expansión de las ferias de alasitas, del comercio de diferentes miniaturas, objetos simbólicos, parte de prácticas, ideas, y ritos de origen altiplánico – aymara, “destinados a la acumulación de riqueza y bienestar familiar”. Ellas van desde los populares ekekos hasta autos, casas, y títulos universitarios, y el libro sigue su expansión desde Puno, pasando por Cusco y terminando en Lima. El libro tiene un gran interés antropológico, por supuesto, pero su mayor interés está a mi juicio en la audaz tesis que proponen los autores: que estas prácticas de origen altiplánico – aymara se habrían expandido en los últimos años en el contexto del neoliberalismo, llegando a otros sectores de origen migrante y a las ciudades; que los rituales y símbolos aymaras expresados en la dinámica de las alasitas son comparables a lo que Max Weber veía al estudiar La ética protestante y el espíritu del capitalismo, es decir, “la relación entre trabajo, divinidad y realización de los deseos de bienestar”. Desde esta base, los autores se terminan preguntando si podríamos estar ante el surgimiento de una particular “burguesía nacional” de orígenes provincianos.
En este argumento, los autores toman distancia de cierta tradición intelectual que tiende a asumir que los ciudadanos de origen migrante en las ciudades tendrían que tener orientaciones políticas de izquierda; más bien parecen afines al liberalismo. Pero de otro lado, esta búsqueda de progreso material a través de mecanismos de mercado se hace cuestionando implícitamente un estableshment criollo percibido como oligárquico, excluyente. Se trata de un emprendedurismo, por así decirlo, que se ha desarrollado al margen y hasta en contraposición tanto con el Estado como con sus elites sociales, económicas, políticas, culturales. Esto tanto por su origen popular y provinciano, como porque en sus prácticas suelen entremezclarse actividades formales e informales, legales e ilegales, por lo que se trata de un desarrollo capitalista bastante disruptivo y en cierto modo, paradójicamente, antisistema.
Los temas que plantea el libro tienen una gran actualidad, hoy que el Estado peruano intenta al mismo tiempo legitimar un programa neoliberal más allá de las elites, pero también imponiendo un mínimo de orden y de respeto a la legalidad. ¿Será posible?
miércoles, 28 de enero de 2015
Cambio de rumbo
Artículo publicado en La República, domingo 18 de enero de 2015
Los últimos días están marcados por el protagonismo del Ministro del Interior Daniel Urresti como avanzada política del gobierno: no solo lanzando iniciativas impresionistas en materia de seguridad ciudadana, también como vocero político justificando decisiones, atacando opositores, definiendo los temas de agenda y discusión ante la opinión pública. Esto le ha valido ser por el momento el ministro mejor evaluado y potencial candidato presidencial oficialista con mayor intención de voto.
A mi juicio, entender la cultura política en el Perú implica reconocer que hay dos grandes clivajes o líneas de división que rayan la arena política: uno es ideológico-programático y va de la derecha a la izquierda; el otro separa a “los de arriba y los de abajo”, y más cultural y de sensibilidades. El estilo de Urresti resulta chocante para los estándares políticamente correctos, pero ha sido eficaz en ubicarse en el espacio ideal: en el centro ideológico (con sus críticas simultáneas a los activistas de izquierda, al fujimorismo y al APRA) y en representante de “los de abajo”, con sus modales desprolijos y estilo campechano, por decirlo de algún modo. A un gobierno que empieza el año arrinconado, aislado, desconcertado, Urresti le proporciona oxígeno e iniciativa. La apuesta por la tecnocracia reformista ha quedado arrinconada con las protestas de los jóvenes y la desaceleración económica (Ghezzi y Segura) y sus buenos modales y razones han sido desplazados por las “pechadas” de Urresti.
Pero el Presidente debe darse cuenta de que las ganancias de corto plazo pueden ser grandes pérdidas a mediano y largo plazo. Las mismas razones que explican la popularidad de Urresti llevan al declive en la aprobación del Presidente; el activismo y achoramiento antipolítico que hace popular a Urresti son los mismos que hacer ver al presidente débil y arrinconado. La apuesta por Urresti resultaría altamente beneficiosa para él, pero muy mala para el gobierno y el nacionalismo. Para el primero porque ha desdibujado el funcionamiento del Consejo de Ministros, y porque de él no saldrá ninguna inicitiva de política pública relevante y no se puede mantener la atención del público solo con fuegos artificiales; para el segundo porque no es posible que represente los variados intereses del humalismo. Urresti construye una carrera personal, no un proyecto partidario. Se parece más a Edwin Donayre que a Oscar Valdés, por decirlo de alguna manera. Seguir por este camino de confrontación inútil solo llevará a liquidar las posibilidades del nacionalismo en 2016.
Urge un cambio de rumbo, porque el actual lleva tarde o temprano a un callejón sin salida. Es difícil para el gobierno retroceder, pero todavía está a tiempo: para esto se necesita abrir espacios de diálogo, tender puentes, hacer gestos significativos: la salida de Urresti, la derogatoria de la ley de promoción del empleo juvenil, el fortalecimiento del papel de Ana Jara, fijar una nueva agenda, serían parte del camino a seguir.
Los últimos días están marcados por el protagonismo del Ministro del Interior Daniel Urresti como avanzada política del gobierno: no solo lanzando iniciativas impresionistas en materia de seguridad ciudadana, también como vocero político justificando decisiones, atacando opositores, definiendo los temas de agenda y discusión ante la opinión pública. Esto le ha valido ser por el momento el ministro mejor evaluado y potencial candidato presidencial oficialista con mayor intención de voto.
A mi juicio, entender la cultura política en el Perú implica reconocer que hay dos grandes clivajes o líneas de división que rayan la arena política: uno es ideológico-programático y va de la derecha a la izquierda; el otro separa a “los de arriba y los de abajo”, y más cultural y de sensibilidades. El estilo de Urresti resulta chocante para los estándares políticamente correctos, pero ha sido eficaz en ubicarse en el espacio ideal: en el centro ideológico (con sus críticas simultáneas a los activistas de izquierda, al fujimorismo y al APRA) y en representante de “los de abajo”, con sus modales desprolijos y estilo campechano, por decirlo de algún modo. A un gobierno que empieza el año arrinconado, aislado, desconcertado, Urresti le proporciona oxígeno e iniciativa. La apuesta por la tecnocracia reformista ha quedado arrinconada con las protestas de los jóvenes y la desaceleración económica (Ghezzi y Segura) y sus buenos modales y razones han sido desplazados por las “pechadas” de Urresti.
Pero el Presidente debe darse cuenta de que las ganancias de corto plazo pueden ser grandes pérdidas a mediano y largo plazo. Las mismas razones que explican la popularidad de Urresti llevan al declive en la aprobación del Presidente; el activismo y achoramiento antipolítico que hace popular a Urresti son los mismos que hacer ver al presidente débil y arrinconado. La apuesta por Urresti resultaría altamente beneficiosa para él, pero muy mala para el gobierno y el nacionalismo. Para el primero porque ha desdibujado el funcionamiento del Consejo de Ministros, y porque de él no saldrá ninguna inicitiva de política pública relevante y no se puede mantener la atención del público solo con fuegos artificiales; para el segundo porque no es posible que represente los variados intereses del humalismo. Urresti construye una carrera personal, no un proyecto partidario. Se parece más a Edwin Donayre que a Oscar Valdés, por decirlo de alguna manera. Seguir por este camino de confrontación inútil solo llevará a liquidar las posibilidades del nacionalismo en 2016.
Urge un cambio de rumbo, porque el actual lleva tarde o temprano a un callejón sin salida. Es difícil para el gobierno retroceder, pero todavía está a tiempo: para esto se necesita abrir espacios de diálogo, tender puentes, hacer gestos significativos: la salida de Urresti, la derogatoria de la ley de promoción del empleo juvenil, el fortalecimiento del papel de Ana Jara, fijar una nueva agenda, serían parte del camino a seguir.
Los claroscuros del conflicto armado
Artículo publicado en La República, domingo 11 de enero de 2015
A finales del año pasado salió publicado el notable último número del Boletín del Instituto Francés de Estudios Andinos (vol. 43, n° 2, 2014), dedicado a “los claroscuros del conflicto armado y sus representaciones”. Este y otros textos nos ubican claramente en un nuevo momento de discusión, posterior al Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003). Como señala Nathalie Koc-Menard en su artículo (“Sufrimiento humano y representación de víctimas. El caso de Chungui en la posguerra peruana”), estos artículos toman distancia del Informe de la CVR, ciertamente reconociendo su valor, pero ubicándolo en su “contexto político e histórico particular, en el cual ciertas afirmaciones no podían hacerse”. En general, como señalan Ricardo Caro y Valérie Robin en la introducción, se busca salir de las dicotomías “dominantes en el discurso normativo de la justicia transicional”. Un discurso en el cual los campesinos aparecen como víctimas pasivas, “atrapadas entre dos fuegos”, ubicados en espacios violentos, “al margen del Estado”, en cierto modo “exotizados” y “ajenos”. Lo que el conjunto de trabajos nos presenta son las lógicas de los actores dentro del escenario general de la insurrección senderista y la respuesta de las fuerzas del orden, en donde caben todo tipo de estrategias, que nos resultan “desconcertantes e incómodas”, que alteran las fronteras “entre víctimas y victimarios, héroes y villanos” a decir de Robin.
Así, Koc-Menard se pregunta en qué medida la representación que hizo la CVR y el trabajo de Edilberto Jiménez (Chungui. Violencia y trazos de memoria. Lima, IEP, 2009) sobre Chungui, valiosos como denuncia de la violencia y de los padecimientos de esa comunidad, no ha contribuido involuntariamente a la consolidación de la imagen de una “tierra de nadie y de salvajes” que por supuesto los chunguinos rechazan. En esa línea, el trabajo de Dorothée Delacoix (“ ‘Somos peruanos y limpios’. Discursos y prácticas en torno al monumento ‘El ojo que llora’ de Llinque, Apurímac”) muestra cómo los comuneros de Llinque se esfuerzan en rechazar una identificación como “zona roja… india” para reclamarse “peruanos y limpios”, creando una narrativa despolitizada, funcional para sus intentos de conseguir reparación y participación en proyectos de desarrollo.
De otro lado, Robin y Caro exploran las ambigüedades de dos trayectorias personales: la primera la un líder campesino del distrito de Ocros (Huamanga), líder de tomas de tierras en los años setenta, luego líder de rondas campesinas contrasubversivas, pero que en el camino se “barbarizó”; y el segundo, la de un dirigente campesino de izquierda en Huancavelica, que terminó militando en Sendero Luminoso. Trayectorias que rompen el molde del héroe campesino y el de una izquierda que habría optado por el camino legal y seguido un camino muy distinto al senderista.
La tarea de entender bien las razones que dieron lugar al conflicto que vivimos y qué hacer para que no se repita sigue vigente.
A finales del año pasado salió publicado el notable último número del Boletín del Instituto Francés de Estudios Andinos (vol. 43, n° 2, 2014), dedicado a “los claroscuros del conflicto armado y sus representaciones”. Este y otros textos nos ubican claramente en un nuevo momento de discusión, posterior al Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003). Como señala Nathalie Koc-Menard en su artículo (“Sufrimiento humano y representación de víctimas. El caso de Chungui en la posguerra peruana”), estos artículos toman distancia del Informe de la CVR, ciertamente reconociendo su valor, pero ubicándolo en su “contexto político e histórico particular, en el cual ciertas afirmaciones no podían hacerse”. En general, como señalan Ricardo Caro y Valérie Robin en la introducción, se busca salir de las dicotomías “dominantes en el discurso normativo de la justicia transicional”. Un discurso en el cual los campesinos aparecen como víctimas pasivas, “atrapadas entre dos fuegos”, ubicados en espacios violentos, “al margen del Estado”, en cierto modo “exotizados” y “ajenos”. Lo que el conjunto de trabajos nos presenta son las lógicas de los actores dentro del escenario general de la insurrección senderista y la respuesta de las fuerzas del orden, en donde caben todo tipo de estrategias, que nos resultan “desconcertantes e incómodas”, que alteran las fronteras “entre víctimas y victimarios, héroes y villanos” a decir de Robin.
Así, Koc-Menard se pregunta en qué medida la representación que hizo la CVR y el trabajo de Edilberto Jiménez (Chungui. Violencia y trazos de memoria. Lima, IEP, 2009) sobre Chungui, valiosos como denuncia de la violencia y de los padecimientos de esa comunidad, no ha contribuido involuntariamente a la consolidación de la imagen de una “tierra de nadie y de salvajes” que por supuesto los chunguinos rechazan. En esa línea, el trabajo de Dorothée Delacoix (“ ‘Somos peruanos y limpios’. Discursos y prácticas en torno al monumento ‘El ojo que llora’ de Llinque, Apurímac”) muestra cómo los comuneros de Llinque se esfuerzan en rechazar una identificación como “zona roja… india” para reclamarse “peruanos y limpios”, creando una narrativa despolitizada, funcional para sus intentos de conseguir reparación y participación en proyectos de desarrollo.
De otro lado, Robin y Caro exploran las ambigüedades de dos trayectorias personales: la primera la un líder campesino del distrito de Ocros (Huamanga), líder de tomas de tierras en los años setenta, luego líder de rondas campesinas contrasubversivas, pero que en el camino se “barbarizó”; y el segundo, la de un dirigente campesino de izquierda en Huancavelica, que terminó militando en Sendero Luminoso. Trayectorias que rompen el molde del héroe campesino y el de una izquierda que habría optado por el camino legal y seguido un camino muy distinto al senderista.
La tarea de entender bien las razones que dieron lugar al conflicto que vivimos y qué hacer para que no se repita sigue vigente.
sábado, 10 de enero de 2015
¿Seguirá la derecha?
Artículo publicado en La República, domingo 4 de enero de 2015
La imagen de la juramentación del nuevo alcalde de Lima Luis Castañeda acompañado por el Cardenal y Arzobispo de Lima Juan Luis Cipriani y un disminuído presidente Humala resulta muy poderosa. Más todavía imaginar a los dos primeros personajes en ceremonias oficiales el próximo año junto a Keiko Fujimori, Alan García o Pedro Pablo Kuczynski, por mencionar a quienes por el momento lideran las encuestas de intención de voto.
Desde inicios de siglo, en casi toda América Latina se registró el llamado “giro a la izquierda”; Perú no lo tuvo en 2000-2001. Ni Alberto Andrade, ni Luis Castañeda, ni Alejandro Toledo, tenían un discurso contrario al neoliberalismo. En 2006 sí se dio un giro parcial hacia la izquierda, con la presencia de un contestatario Ollanta Humala en la segunda vuelta. La importante votación de Humala expresaba un descontento con el neoliberalismo, pero su derrota también la relativa fortaleza y legitimidad de este. Ella no solo permitió el triunfo de García, también marcó su conversión ideológica. En 2011 el neoliberalismo podía proclamar que no solo había generado crecimiento, también reducción de la pobreza, a diferencia de 2006; por ello en esa elección el propio Humala entendió que para ganar era necesario un desplazamiento hacia el centro político en su enfrentamiento con Keiko Fujimori.
Esta vez, nos aproximamos a las elecciones de 2016 bajo las sombras de la desaceleración económica: sin embargo, el cambio de modelo no parece estar en agenda como tema central. Sí asuntos como la inseguridad ciudadana o la recuperación del orden público, agendas más propiamente conservadoras (no olvidemos que Elidio Espinoza ganó la alcaldía de Trujillo y Daniel Urresti empieza a aparecer como un candidato creíble). Por su lado, la izquierda llega muy desgastada por el fracaso de su apuesta inicial en Ollanta Humala y en Susana Villarán; y con un reelecto, pero en prisión Gregorio Santos, y sin mayores posibilidades de trascender el espacio regional.
Para un país como en nuestro, tan desigual, diverso, y con tantas fuentes potenciales de conflictividad, la posibilidad de una aún mayor derechización del país, esta vez más “orgánica”, si se quiere, no es en absoluto una perspectiva promisoria. Frente a un congestionado espacio de derecha, un espacio de centro-izquierda parecería relativamente desatendido; el problema es que por el momento no tiene discurso, ni rostro reconocible. Aunque suene contrario al sentido común de estos días, en los que prosperan retóricas fuertemente confrontacionales con el gobierno, acaso una suerte de recomposición de la alianza que llevó a Humala a la presidencia (alrededor de la “Hoja de Ruta”) sea la base para empezar a construir una alternativa, lo que por supuesto incluye al Partido Nacionalista, o cuando menos a una buena parte de este. Pero para esto quienes hoy se ven como adversarios deberían ser capaces de empezar a reconocerse como aliados, y de darse cuenta de en qué sentido se mueven las mareas.
La imagen de la juramentación del nuevo alcalde de Lima Luis Castañeda acompañado por el Cardenal y Arzobispo de Lima Juan Luis Cipriani y un disminuído presidente Humala resulta muy poderosa. Más todavía imaginar a los dos primeros personajes en ceremonias oficiales el próximo año junto a Keiko Fujimori, Alan García o Pedro Pablo Kuczynski, por mencionar a quienes por el momento lideran las encuestas de intención de voto.
Desde inicios de siglo, en casi toda América Latina se registró el llamado “giro a la izquierda”; Perú no lo tuvo en 2000-2001. Ni Alberto Andrade, ni Luis Castañeda, ni Alejandro Toledo, tenían un discurso contrario al neoliberalismo. En 2006 sí se dio un giro parcial hacia la izquierda, con la presencia de un contestatario Ollanta Humala en la segunda vuelta. La importante votación de Humala expresaba un descontento con el neoliberalismo, pero su derrota también la relativa fortaleza y legitimidad de este. Ella no solo permitió el triunfo de García, también marcó su conversión ideológica. En 2011 el neoliberalismo podía proclamar que no solo había generado crecimiento, también reducción de la pobreza, a diferencia de 2006; por ello en esa elección el propio Humala entendió que para ganar era necesario un desplazamiento hacia el centro político en su enfrentamiento con Keiko Fujimori.
Esta vez, nos aproximamos a las elecciones de 2016 bajo las sombras de la desaceleración económica: sin embargo, el cambio de modelo no parece estar en agenda como tema central. Sí asuntos como la inseguridad ciudadana o la recuperación del orden público, agendas más propiamente conservadoras (no olvidemos que Elidio Espinoza ganó la alcaldía de Trujillo y Daniel Urresti empieza a aparecer como un candidato creíble). Por su lado, la izquierda llega muy desgastada por el fracaso de su apuesta inicial en Ollanta Humala y en Susana Villarán; y con un reelecto, pero en prisión Gregorio Santos, y sin mayores posibilidades de trascender el espacio regional.
Para un país como en nuestro, tan desigual, diverso, y con tantas fuentes potenciales de conflictividad, la posibilidad de una aún mayor derechización del país, esta vez más “orgánica”, si se quiere, no es en absoluto una perspectiva promisoria. Frente a un congestionado espacio de derecha, un espacio de centro-izquierda parecería relativamente desatendido; el problema es que por el momento no tiene discurso, ni rostro reconocible. Aunque suene contrario al sentido común de estos días, en los que prosperan retóricas fuertemente confrontacionales con el gobierno, acaso una suerte de recomposición de la alianza que llevó a Humala a la presidencia (alrededor de la “Hoja de Ruta”) sea la base para empezar a construir una alternativa, lo que por supuesto incluye al Partido Nacionalista, o cuando menos a una buena parte de este. Pero para esto quienes hoy se ven como adversarios deberían ser capaces de empezar a reconocerse como aliados, y de darse cuenta de en qué sentido se mueven las mareas.
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