Artículo publicado en El Comercio, martes 1 de septiembre de 2020
Con razón se suele cuestionar la conducta de presidentes como Trump, Bolsonaro u Ortega, por mencionar algunos, quienes de diferentes maneras muestran desdeñar el conocimiento científico. Con razón debemos alarmarnos por la proliferación de ideas sin fundamento en el espacio público, basadas exclusivamente en especulaciones, consideraciones ideológicas o paranoias conspirativas. Ciertamente, una gran lección de la pandemia debe ser la importancia de la inversión en ciencia y tecnología, que es la que nos permite desarrollar pruebas para hacer diagnósticos, vacunas, respiradores, y fundamentar decisiones de política pública.
Precisamente, la semana pasada un conjunto de reputados científicos publicó una carta abierta al Presidente de la República en la que reclaman “cambios esenciales de estrategia”, para lo cual habría que “utilizar en mayor grado los conocimientos y recursos científicos existentes”. En resumen, plantean “diseñar un sistema de vigilancia epidemiológica… con indicadores clave que permitan conocer la evidencia para las decisiones del Gobierno”; aumentar el número de pruebas moleculares y el rastreo de contactos; implementar “políticas de aislamiento realistas”; “una política de información y comunicación masiva orientada al cambio de comportamiento del ciudadano”; y potenciar respuestas económicas (bonos, empleo temporal).
Como puede verse, en realidad no están pidiendo cambios radicales, sino hacer más y mejor de lo que se está haciendo, pedido que compartimos todos. La pregunta es por qué un gobierno que no parece desdeñar el conocimiento científico, y que cuenta con la colaboración de otros científicos y técnicos tan destacados como los firmantes de la carta, no actúa en la línea de lo sugerido. Acaso las cosas se entenderían mejor si llamáramos a la conversación a los funcionarios públicos, a los implementadores de las políticas que se reclaman. Los científicos, expertos, periodistas, lanzamos sugerencias, los políticos toman decisiones, pero quienes tienen que llevar las ideas a la práctica son los funcionarios que tienen que lidiar con los enmarañados problemas de implementación práctica, y que suelen no opinar dada su posición subordinada a las autoridades para las que trabajan.
Probablemente ellos señalarían que, así como la capacidad hospitalaria está sobrepasada, también lo está la capacidad operativa de buena parte del sector público. Todos queremos mejores datos y diseñar mejores sistemas, pero apenas somos capaces de actualizar la información disponible. Necesitamos ampliar y mejorar el rastreo de contactos, pero apenas si podemos cubrir el personal necesario para la atención hospitalaria; queremos atender prioritariamente las provincias en las que la epidemia empieza a descontrolarse, pero nos topamos con los problemas de coordinación con autoridades regionales y locales. A esto debemos sumar la escasa posibilidad o voluntad de la ciudadanía para colaborar con las medidas de aislamiento; para ello se invoca una mayor participación de las organizaciones de base, las mismas que hace no mucho caracterizábamos como marcadas por lógicas corporativas y clientelísticas. En suma, no siempre querer es poder. Esto no significa resignarse pasivamente a la situación actual, cuando hay tantísimo terreno por mejorar, pero sí entender de que no hay “balas de plata” cuando se tienen que atender múltiples frentes de manera simultánea, y cuando en todos tenemos problemas.
Hablando de los funcionarios, ayudaría respaldar y fortalecer su trabajo. En este diario Jonathan Castro ha informado sobre la alta rotación e inestabilidad en cargos clave como Viceministerios, Secretarías y Direcciones Generales; un ejemplo es la Secretaría de Comunicación Social de la PCM, clave para el desarrollo de las tan reclamadas estrategias comunicacionales, cuya tardanza se explica precisamente por esa inestabilidad. Acaso un buen ejemplo de lo que intento decir: la reciente campaña “No seamos cómplices” es necesaria, pero no es ninguna solución por sí misma; además, ya desató un intenso debate entre los expertos en comunicaciones y ciencias del comportamiento, con posiciones a favor y en contra, como es natural en estos menesteres. En realidad, las políticas públicas, si bien deben alimentarse de consideraciones científicas y técnicas, responden a decisiones políticas, y se resuelven en el terreno político.
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