Artículo publicado en El Comercio, sábado 26 de octubre de 2019
En las últimas semanas nos han impresionado diferentes sucesos en la región, que generan la percepción de estar viviendo una situación inédita de crisis: las protestas en Chile y en Bolivia, los problemas de seguridad en México (Culiacán), entre otros. Aparece la tentación atribuir una causa o dinámica común a todos estos sucesos. Ciertamente hay factores que recorren a toda la región y que han creado una sensación de malestar generalizado. Según el
Barómetro de las Américas de 2019, la satisfacción con el funcionamiento de la democracia en la región ha caído notoriamente: en 2012 un 57.8% de los encuestados declaraba sentirse satisfecho, pero en 2019 apenas un 39.6%.
¿Qué explica ese bajón? En primer lugar, está la caída en las tasas de crecimiento, visible desde 2013. Segundo, ese frenazo se da después de un ciclo espectacular de crecimiento entre 2003 y 2012, que redujo la pobreza y la desigualdad, e hizo crecer a una clase media que amplió sus expectativas y exigencias, pero sin llegar a superar una situación de gran precariedad. En este periodo, además, se formó una nueva generación, más exigente y más conectada a través de nuevas tecnologías, y por lo tanto con mayor capacidad de acción colectiva. Según el
Barómetro… un 64.4% de los encuestados en todos los países de América es usuario de WhatsApp y un 56.2% de Facebook, y entre los menores de 25 años, un 80% usa las redes sociales de manera frecuente. También se encuentra que entre los que usan más frecuentemente las redes sociales el nivel de satisfacción con la democracia es más bajo que el de los usuarios poco frecuentes. Tercero, están los problemas de corrupción que han recorrido toda la región: hemos tenido más dinero, con instituciones débiles; que luego han dado lugar a escándalos, como consecuencia de investigaciones judiciales y periodísticas. Y cuarto, está el desafío que enfrenta el Estado de actores ilegales, que también crecieron en el marco del boom del precio de los
commodities, que han puesto en el centro de la agenda temas de seguridad ciudadana en muchos países.
Entonces, encontramos algunos países en donde las protestas y el malestar se asocian al freno económico y sus consecuencias. En Ecuador o Argentina, el detonante es la necesidad y al mismo tiempo la inviabilidad política de implementar medidas de ajuste después de políticas fiscales irresponsables. O son consecuencia de intentos problemáticos de cambiar esquemas ineficientes de provisión de servicios (educación, salud), como recientemente en Honduras, y hace algunos años en México (Oaxaca), o Perú o Colombia, expresados en grandes protestas magisteriales. En otros países, el malestar está en la frustración de una nueva clase media, desencantada con la élite política, ante subidas en las tarifas de diversos servicios (transporte, salud): Chile en estos días, antes Brasil con las protestas contra Dilma Rousseff, por ejemplo. En otros países, el problema es enteramente otro: el intento de perpetuarse en el poder por parte de líderes autoritarios que se consolidaron durante los años del boom, como Maduro en Venezuela, Ortega en Nicaragua o Morales en Bolivia.
Finalmente, en otros contextos las fuentes de inestabilidad son consecuencia de la acción de mafias o grupos armados que desafían y hasta se imponen sobre la autoridad del Estado, como en Colombia, México, y varios países de Centroamérica.
Como puede verse, estamos ante circunstancias y desafíos comunes, pero con variantes y respuestas muy diferentes entre los países. Lo que lamentablemente no es nada claro es cuáles son los caminos de salida.