Artículo publicado en El Comercio, sábado 19 de octubre de 2019
La semana pasada comentaba que la disolución del Congreso debía entenderse en el marco de un diseño constitucional presidencialista, pero con incrustaciones propias de los regímenes parlamentarios. Ellos buscan, de un lado, limitar el poder del ejecutivo cuando este tiene mayoría, y del otro, dar una salida institucional al bloqueo que se produce cuando enfrenta una mayoría hostil en el parlamento (en el pasado, esta situación desencadenó golpes de Estado). Para este último caso se creó la posibilidad de disolver el Congreso y convocar a elecciones parlamentarias, si es que se censuran a dos Consejos de Ministros. Ciertamente es una medida extrema que debe evaluarse con mucha prudencia.
Durante el actual periodo de gobierno, hemos visto por primera vez la puesta en práctica de este mecanismo, dado que desde 1993 siempre hemos tenido gobiernos electos que lograron construir mayorías. Y hemos visto una pedido de confianza respaldando la gestión de una ministra en particular bajo amenaza de censura (Fernando Zavala con Marilú Martens), dos pedidos de confianza referidos a la aprobación de diferentes iniciativas legales y reformas constitucionales (con César Villanueva y con Salvador del Solar), y uno referido a un asunto que es competencia del Congreso, la forma de designación de los magistrados del Tribunal Constitucional. De esta manera, lo que en teoría parecía un mecanismo muy poco práctico (¿por qué un Congreso censuraría dos Consejos de Ministros si sabe que lo pueden disolver?) se ha convertido en un mecanismo muy amplio, sin mayores restricciones, consagrado por la sentencia del Tribunal Constitucional de noviembre del año pasado.
Si bien pienso que la disolución del Congreso por parte del Presidente Vizcarra se mueve dentro de los cánones constitucionales, también pienso que sería muy importante que el Tribunal Constitucional establezca parámetros que al mismo tiempo aseguren su viabilidad y aplicación como herramienta del poder ejecutivo, pero también prevengan abusos. Por ejemplo, la Comisión de Venecia recientemente señaló que si bien relacionar una reforma constitucional a una moción de confianza no puede ser definido como inconstitucional, sí expresa preocupación porque las reformas constitucionales requieren amplio debate y consensos, algo que parece reñido con un mecanismo que requiere definiciones inmediatas como la cuestión de confianza. Es una preocupación legítima.
En el corto plazo, considero que sería muy bueno que el Tribunal Constitucional admita a trámite la demanda competencial presentada por el Presidente del Congreso. La decisión del TC debe darse en el mejor clima político posible, por lo cual es un error que el Procurador de la PCM denuncie ante la Fiscalía al Presidente del Congreso por haber presentado la demanda competencial; y es también un gran error que la Comisión Permanente pretenda hacer funcionar a la subcomisión de acusaciones constitucionales. Finalmente, considero que sería un grave error que el Jurado Nacional de Elecciones no defina pronto si es que los congresistas electos en 2016 pueden postular en 2020. Si atendemos al sentido de atar la disolución a la convocatoria de elecciones, deberíamos entender que se deja en manos del ciudadano la definición de quién tuvo razón en el conflicto entre ejecutivo y legislativo; desde este ángulo, debería permitirse que los congresistas disueltos puedan postular. Pero al mismo tiempo, en el referéndum de diciembre pasado, establecimos la no reelección de congresistas. El tema es ambiguo, y corresponde al JNE definirlo pronto.
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