Artículo publicado en El Comercio, sábado 17 de agosto de 2019
Mirando la gestión del presidente Vizcarra, podría decirse que ha tenido dos grandes etapas: entre marzo y julio del año pasado, el presidente era percibido como débil, relativamente controlado por la mayoría congresal, sin un norte político claro. Parecía sometido a las fuerzas que llevaron a la renuncia del presidente Kuczynski, pero sin ser propiamente un aliado de estas; es decir, sin el apoyo ni del fujimorismo ni del antifujimorismo, y sin una orientación propia, se veía como un globo desinflándose aceleradamente. Pero desde julio del año pasado, la lucha contra la corrupción y la necesidad de una reforma institucional le gobierno sintonizar con la indignación de la opinión pública, arrinconar a un Congreso desprestigiado, y amalgamar un amplio frente en el que convergía tanto el antifujimorismo como sectores liberales institucionalistas, por así decirlo.
Entre agosto y diciembre esta estrategia pareció funcionar muy bien, pero empezó a mostrar signos de erosión desde enero de este año. Llegando a julio, el presidente Vizcarra pareció reconocer el agotamiento de este juego, e hizo una oferta implícita de tablas, como dirían los ajedrecistas. Nos vamos todos, recorte de mandato tanto congresal como presidencial. En las últimas semanas, sin embargo, lo que parecía la salida menos costosa y decorosa para todos los actores políticos, que fracasaron en construir una relación mínimamente viable, se ha debilitado sustancialmente. El factor Tía María ha sido la clave.
Buena parte del agotamiento de la estrategia iniciada en julio del año pasado tiene que ver con la creciente insatisfacción que genera el enfriamiento de la economía; en este marco, para sectores de derecha la promoción y puesta en funcionamiento de los grandes proyectos de inversión privada resulta siendo un objetivo estratégico. Independientemente de qué pensemos de ese proyecto específico, es claro que el asunto fue muy mal manejado: llegó la fecha en la que había que otorgar la licencia de funcionamiento, pero la dimensión política y social del proyecto no había sido atendida. La complicada salida fue el otorgamiento de la licencia pero logrando el acuerdo con la empresa de no iniciar operaciones hasta no conseguir un clima social y político adecuado. Hasta allí, sectores de derecha que hasta entonces habían acompañado al presidente esperaban un gran esfuerzo de convencimiento, persuasión e inversión de capital político para sacar adelante el proyecto; lo que encontraron fue, por el contrario, a un presidente sin convicción en torno a un asunto estratégico.
Esto puede marcar un punto de inflexión significativo. El Presidente corre el riesgo de desarmar la coalición de intereses que lo había sostenido hasta el momento: perder el respaldo de la derecha liberal, pero sin ganar un aliado confiable o con respaldo suficiente por el flanco izquierdo. El debilitamiento de la coalición que lideraba el Presidente le da oxígeno a la oposición en un momento clave, el de la discusión de la propuesta de adelanto de elecciones. En este contexto, se hace menos verosímil un allanamiento del Congreso. ¿Cuál será el siguiente paso del presidente? Todo parece apuntar a un escalamiento en la conflagración, que finalmente parece conducir a callejones sin salida. Se aleja el escenario de una transición ordenada, y el costo a pagar para el país empieza a sonar excesivamente alto. Acaso haya llegado el momento de pensar en una nueva agenda y una nueva estrategia, que permita un mínimo de certidumbre política y económica. Se requieren gestos e iniciativas de todos los lados.
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