Artículo publicado en El Comercio, sábado 31 de agosto de 2019
En una negociación, es por supuesto importante apelar a la
buena voluntad, al sentido de la responsabilidad y a la búsqueda del bien
colectivo. Pero si una de las partes siente que está en una posición de fuerza,
y el oponente de debilidad, es muy probable que busque imponerse. ¿Cómo llegar a una solución consensuada en la que se privilegie el beneficio común? Ayuda
que ambas partes perciban que continuar en una lógica de enfrentamiento implica
riesgos o costos excesivos para cada uno. Respecto a las relaciones entre
ejecutivo y parlamento, ¿cómo estamos?
El poder ejecutivo ha puesto sobre la mesa la propuesta de
adelanto de elecciones, mediante una reforma constitucional que acorta el
mandato iniciado en 2016, y que luego debe ser sometida a referéndum. ¿Por qué
el Congreso tendría que aprobarla y aceptar una derrota? El presidente llega a la mesa de negociación un poco debilitado, después de los sucesos de Tía María
y el inicio de las investigaciones fiscales sobre el tema Chinchero.
Si el Congreso no acepta la propuesta, ¿cómo puede responder
el ejecutivo? El presidente ya adelantó que podría recurrir a una nueva moción
de confianza para forzar su aprobación. Anticipándose a este escenario, el presidente
del Congreso ya inició consultas que buscan poner en cuestión la constitucionalidad de una moción de confianza para una reforma constitucional.
Es un tema polémico, que probablemente termine con un pronunciamiento del
Tribunal Constitucional, que necesita cinco votos de siete para declarar
inconstitucional una propuesta de ley. Así, la propuesta del presidente es riesgosa,
con costos potenciales muy altos; el escenario de un gobierno debilitado y acosado hasta el final. Y en el último año de gobierno no es posible disolver
el Congreso, con lo que el arma de la cuestión de confianza deja de funcionar. Así,
el presidente no parece tener más alternativa que usar esa arma mientras pueda.
Pero aún si gana, y logra disolver el Congreso, recordemos que tendríamos
nuevas elecciones para elegir un Congreso que solo llegaría a julio 2021, fecha
en la cual tendríamos elecciones generales. En un escenario sin reelección
parlamentaria, ¿quiénes se presentarían a esas elecciones? El escenario sería
altamente incierto y caótico.
¿Y si se presentara una cuestión de confianza sobre algún
asunto que no implique una reforma constitucional? Puede ser, el problema es
que el presidente aparecería como buscando cualquier pretexto antojadizo para
disolver el Congreso, lo que perjudicaría su imagen y deslegitimaría sus intenciones; además, un Congreso consciente de que lo que se busca es
disolverlo, muy difícilmente negaría una confianza. Un presidente deslegitimado
a este extremo haría creíble un escenario de vacancia por incapacidad moral,
que hasta ahora no existe.
Vistas las cosas desde el Congreso, rechazar el adelanto de
elecciones implica también jugar su destino en el Tribunal Constitucional,
asumiendo que el presidente presentará una cuestión de confianza sobre su
propuesta. Parecería que seguirá ese camino, el de no dejarse doblegar sin
pelear. El cálculo sería que mejor el caer peleando que simplemente rendirse;
con la posibilidad eventual de imponerse. Pero el costo de este itinerario
sería muy alto para el país y muy alto para el Congreso mismo, que consolidaría
su imagen de obstruccionista.
Habría una salida razonable para el entrampamiento: adelantar
las elecciones, pero evitando el referéndum. Sería una salida consensual, permitiría
un proceso electoral más ordenado, y una agenda de transición construida
colectivamente.
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