Artículo publicado en El Comercio, sábado 12 de octubre de 2019
No soy ni pretendo pasar por constitucionalista, pero como politólogo he estudiado los regímenes políticos, las relaciones entre ejecutivo y legislativo y los problemas de gobernabilidad en el contexto del presidencialismo, así que creo que algo podemos aportar a la discusión.
El Perú tiene un diseño constitucional particular: es un régimen presidencialista (el pueblo elije de manera directa al Presidente, quien a su vez es el jefe del gobierno, durante un periodo fijo) pero, dada la desconfianza (fundada) que tenemos por el caudillismo y el autoritarismo, hemos buscado limitar su poder: prohibiendo la reelección inmediata, estableciendo mayorías calificadas para aprobar algunos asuntos clave o estipulando que el Congreso pueda pasar por encima de la observación de una ley por parte del Presidente con solo más de la mitad del número legal de sus miembros. Y además, insertando elementos de sistemas parlamentarios, en los que el Congreso elige al Jefe de Gobierno. Así, hemos creado la necesidad de que el Consejo de Ministros obtenga la confianza del Congreso, las interpelaciones y censuras a los Ministros y al Consejo de Ministros. Esto hace que, visto en perspectiva comparada, y contra el sentido común de muchos, nuestro presidencialismo sea uno de los más débiles frente al poder de control del parlamento.
De la debilidad del ejecutivo frente al parlamento no nos hemos dado cuenta porque tenemos la idea errónea de que la Constitución de 1993 es fuertemente presidencialista y porque los Presidentes lograron construir mayorías en el Congreso en todos los gobiernos, desde entonces hasta 2016. Surge entonces un tema de amplia discusión en la ciencia política: la gobernabilidad de regímenes presidencialistas con Congresos con mayoría opositora beligerante. Perú sufrió esta situación en el primer gobierno de Belaunde (1963-1968), por lo que la Constitución de 1979, y aún más la de 1993, buscaron equilibrar la situación, dándole al ejecutivo la posibilidad de disolver el Congreso si este niega la confianza a dos Consejos de Ministros.
La disolución del Congreso abre la posibilidad para una salida institucional, propia de los regímenes parlamentarios, para solucionar el bloqueo que condujo en nuestro país a golpes de Estado en 1948 (Bustamante), 1968 (Belaunde) ó 1992 (Fujimori). Mi opinión es que nuestro camino constitucional no es tan malo: en todo caso, no me parece peor que las alternativas: hacer más presidencialista nuestro régimen (muy peligroso), o pasar a un régimen parlamentario (del que no tenemos ninguna experiencia, y puede resultar fatal con partidos tan débiles). Hasta hace poco, la disolución parecía un mecanismo poco práctico, hasta que el Tribunal Constitucional, en su sentencia de noviembre del año pasado, hizo explícito que la cuestión de confianza debía entenderse de manera abierta, sin mayores restricciones, incluyendo la aprobación de normas y procedimientos legislativos.
Así, opino que la reciente disolución se ajusta a los cánones constitucionales, al haber sido desaprobada en los hechos una iniciativa del Presidente del Consejo de Ministros por la que hizo cuestión de confianza, y al haberse acompañado de la convocatoria a elecciones. Lo que sí me parece altamente cuestionable es haberla presentado súbitamente por un asunto (la selección de los magistrados del TC) que solo apareció en la agenda una vez que fracasó la propuesta de adelanto de elecciones. Y también pienso que, dado el carácter altamente controversial de la disolución, sería muy conveniente que merezca un pronunciamiento del Tribunal Constitucional.
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