Artículo publicado en El Comercio, sábado 7 de diciembre de 2019
Toda la región se ha visto impactada por la “ola” de protestas de las últimas semanas o meses: Nicaragua, Venezuela, Ecuador, Bolivia, Chile, Colombia… particularmente llamativos han sido los sucesos de Chile, por afectar al país en el que aparentemente habían menos probabilidades de que ocurriera lo que está pasando: protestas que cuestionan el carácter excluyente del orden social y político, de una masividad, persistencia y niveles de violencia desconcertantes.
Perú tiene ciertamente una larga y continua historia de protestas y conflictos. Según datos del Barómetro de las Américas de 2017, Perú aparece en los primeros lugares en cuanto a participación de los ciudadanos en protestas sociales junto a Bolivia, Venezuela, Paraguay, Colombia y Brasil, muy por encima de los porcentajes de Chile o Ecuador. Sabemos por los reportes mensuales de la Defensoría del Pueblo que tenemos muchos conflictos, en el mes de octubre se registraron 134 activos y 53 latentes, de los que el 67% tiene como causa asuntos socioambientales. Pero la última ola de protestas en Chile y otros lugares llama la atención porque no tienen una convocatoria o liderazgo claro, una estructura organizativa aparente detrás, pero muestran una extraña capacidad de agregar demandas y reivindicaciones muy disímiles, de sectores muy heterogéneos, particularmente jóvenes, logrando movilizar cientos de miles de personas, donde algunos grupos recuren a repertorios que implican prácticas de mucha violencia, y que llegan a conmocionar la institucionalidad política.
En nuestro país hemos visto algo de este tipo de dinámica: el pequeño colectivo
No a Keiko fue capaz de movilizar miles de personas en 2016 y después, muy disímiles y sin mayor contacto entre sí, en diferentes partes del país, partiendo de convocatorias en redes sociales; e incidieron poderosamente en los resultados electorales y en coyunturas clave de los gobiernos de PPK y Vizcarra. Otro antecedente son los colectivos de jóvenes en contra de la ley de promoción del empleo juvenil a finales de 2014 e inicios de 2015, que lograron la derogación de esa ley. La encuesta de octubre del Instituto de Estudios Peruanos muestra que un 42% percibe que las marchas son un mecanismo eficaz para lograr cambios; que hay muchas razones por las cuales salir a marchar (incluyendo banderas conservadoras); y que por lo menos un tercio justifica recurrir a diversas formas de disrupción del orden público en las protestas.
En nuestro caso ha ayudado que lo que podría haber articulado el descontento, el rechazo a la elite política, se ha canalizado a través de la disolución del Congreso, las nuevas elecciones y la acción de la justicia. Pero si los resultados de las elecciones de 2020, 2021 y 2022 son decepcionantes, y los procesos judiciales no terminan con sentencias firmes en casos emblemáticos, el riesgo de sufrir escenarios similares no es desdeñable. Está en todos implementar los cambios necesarios para evitarlos; empezando por el próximo Congreso.
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