Artículo publicado en El Comercio, sábado 21 de septiembre de 2019
Si vemos nuestro país en perspectiva comparada regional, ¿qué podríamos decir? A finales de julio, la CEPAL lanzó una proyección de crecimiento para América Latina de apenas 0.5%. Perú tiene un estimado de 3.2%, ciertamente bajo, pero en sudamérica solo estamos debajo de Bolivia (con 4%), y por supuesto miramos con alivio a Argentina (-1.8%) y Venezuela (-23%, una catástrofe). Si incluímos a América Central, solo nos superan Honduras (3.5%), Panamá (4.9%) y República Dominicana (5.5%), subregión en la que Nicaragua tiene crecimiento de -5%. Se ahonda la percepción de estancamiento, pero al menos queda el consuelo de que seguimos estando mucho mejor que otros.
Donde seguimos pésimo es en el ámbito político e institucional. Según el
Latinobarómetro de 2018, Perú, con Guatemala y Nicaragua, aparece como uno de los países en donde la mayoría de votantes es incapaz de mencionar alguna preferencia electoral; uno de los países con menor confianza interpersonal (junto a Brasil, Costa Rica y Venezuela), con el menor nivel de confianza en el poder judicial (junto a Nicaragua y El Salvador), en los partidos políticos y en el gobierno (junto a Brasil y El Salvador), y con el más bajo nivel de confianza en el Congreso (más bajo aún que en El Salvador, Brasil o Nicaragua). Al mismo tiempo, tenemos el porcentaje más alto de percepción de que la corrupción es el problema más grave del país, junto a los colombianos y brasileños.
Vivimos una gran incertidumbre respecto a si tendremos elecciones generales en 2020 ó 2021, y respecto a los posibles candidatos; pero no nos estamos jugando tanto como en dos de los tres países que tendrán elecciones en octubre. En Bolivia Evo Morales intentará un cuarto mandato violando flagrantemente la Constitución; en Argentina, en medio de una caída del producto y de gran incertidumbre, el peronismo podría volver al poder. En Uruguay, podemos asistir al final del ciclo del Frente Amplio, con quince años en el poder.
Vistas las cosas en este marco, podría decirse que Perú parece confirmar lo que hemos visto en los últimos años: una notable, para nuestros estándares tradicionales, fortaleza económica (aunque con señales preocupantes de desaceleración), conviviendo extrañamente con una continua precariedad política. La gran pregunta de fondo sería si se va a mantener o no la inercia de los últimos años.
Esa inercia está marcada por una economía, que si bien se enturbia con la incertidumbre política, sale adelante a pesar de todo, gracias a la autonomía tecnocrática en áreas clave como el MEF y otras. A pesar de la incertidumbre electoral, las redes tecnocráticas se terminen imponiendo, estableciendo matices, pero sin rupturas importantes. Los políticos pueden ser vocingleros, pero muchas de las políticas públicas “que verdaderamente importan” se siguen gestando en cenáculos en los que la cooperación internacional, ONGs y redes de expertos definen las cosas. La política interviene en los márgenes, aunque tenga mucha exposición, que genera un ruido que alimenta la desafección política.
El problema es que en los últimos años la legitimidad de los tecnocrátas y su cohesión se ha debilitado significativamente. Las
redes de expertise se confunden con grupos de interés y con
lobbies. Además, parecemos ya ubicados en la llamada “trampa” de los países de ingresos medios. Y existe la posibilidad de que los políticos no estén más dispuestos a ceder las grandes decisiones a los “expertos”; tendremos un elenco “renovado” de candidatos, dada la “depuración” impuesta por los escándalos del caso
lava jato.
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