Artículo publicado en La República, domingo 7 de setiembre de 2014
Hace unas décadas, lo que podríamos llamar gruesamente la “sociedad informal” era vista con gran simpatía y esperanza. Desde las ciencias sociales, los migrantes que se asentaron en la periferia de las ciudades eran vistos como el germen de una nueva ciudadanía, más nacional, más integrada, que superaría las viejas divisiones y exclusiones del país. Esta visión cuestionaba una originada en la vieja oligarquía, la cual se veía víctima de la “invasión” de clases “peligrosas”, que habían terminado con la idílica Lima “del puente a la alameda”, por así decirlo. Desde la izquierda se pensaba que de allí saldrían los movimientos de protesta que serían la base del socialismo, y desde la derecha empezó a verse allí el germen de una revolución capitalista, pequeños empresarios y emprendedores enfrentados al intervencionismo estatal.
Ese entusiasmo general se trocó en decepción en la década de los años noventa. Desde el triunfo de Ricardo Belmont en la alcaldía de Lima en 1989 y con el fujimorismo en toda la década de los noventa, la sociedad informal empezó a ser vista como el mundo del pragmatismo egoísta, del clientelismo, del populismo de derecha. En esos mismos años Alberto Andrade encarnó el sueño de la recuperación de la Lima criolla, expresado en un centro sin vendedores ambulantes. Desde entonces, se consolidó en Lima una suerte de divorcio en el que el populismo de derecha estuvo más cerca del mundo popular, mientras que la izquierda quedaba del lado de las demandas de orden y recuperación de las tradiciones perdidas. En la década siguiente, Luis Castañeda consolidó esa configuración política, oponiendo como estrategia las “Escaleras Solidarias” a la Vía Expresa de la Avenida Javier Prado.
Cuán lejos y sin referentes terminó la izquierda de la sociedad popular se expresa en la gestión de Villarán, que tiene en los sectores altos su principal fuente de apoyo. Villarán abandonó en la práctica la pretensión de tener como centro de su gestión a planes de desarrollo social o de atención a la pobreza, o al programa Barrio Mío. Centró como emblemática a la reforma del transporte, cuya accidentada implementación ha favorecido por el momento a los autos particulares y a los usuarios de Miraflores, pero perjudicado a los del Rímac. Todo esto, por supuesto, favorece a Luis Castañeda y sus maniobras.
Está todavía pendiente construir una representación política de esos sectores “emergentes”, hoy mayoritarios en Lima. Ni el populismo de derecha ni el paradójico izquierdismo elitizado parecen ser opción. El reto de la formalización es ineludible, pero para ello debe resultar “racional” para la ciudadanía, por lo menos a mediano plazo, sobre la base de señales claras y confiables, no de una modernización tecnocrática. No existe todavía una oferta política que represente a la mayoría de limeños, la distancia entre la élite política y la sociedad que aspira a representar es enorme. Y en ese vacío prosperan los oportunistas, corsarios y piratas de la política.
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