martes, 5 de junio de 2007

Después del desalojo de Santa Anita

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Artículo publicado en Perú21, martes 5 de junio de 2007


Como han señalado varios, el reciente desalojo en Santa Anita resulta emblemático y aleccionador en varios sentidos, por ello vale la pena seguir analizándolo.

En primer lugar, creo que las opiniones expresadas en los últimos días varían según uno siga una tradición hobbesiana, o una lockeana o rousseauniana (en esto me inspiro en el artículo de Jorge Bruce sobre el tema y en uno sobre otros asuntos del politólogo chileno Pablo Policzer). Algunos privilegian el mantenimiento del orden y el respeto a la ley; otros, el respeto a los derechos de las personas frente a la intervención del Estado, y otros parten del supuesto de la condición de víctimas de los invasores. Los primeros se ubican más a la derecha, y a la izquierda los otros.

Creo que estamos ante una buena ilustración de miradas parciales que deberían complementarse: desde la izquierda, siempre ha sido un desafío atender las necesidades y demandas por ley y orden, que dicho sea de paso, son cada vez más importantes en todos los países de la región. La demanda por seguridad no es necesariamente conservadora: se vuelve así si es que no es atendida eficazmente desde la izquierda. De otro lado, la derecha suele ser insensible frente a los “perdedores” de la economía de mercado. Aquellos que fueron estafados o que pretendieron sacar provecho de la informalidad, “piñas”. No hay nada que hacer con ellos, para no dar una “mala señal”.

De otro lado, en Santa Anita ha estado en juego el respeto a la institucionalidad formal frente a la vigencia de una práctica informal institucionalizada: invado, resisto, y al final me legalizan. Casi toda Lima ha sido ocupada de esta manera; varias generaciones de políticos han construido clientelas legalizando ocupaciones informales. Esto funciona mientras se invadan terrenos eriazos en zonas marginales: no funciona cuando se atenta de manera directa contra un bien público que la autoridad pretende utilizar para construir legitimidad. Acá defender el bien público resulta más rentable que satisfacer a un grupo de invasores.

Finalmente, hay lecciones en cuanto a estrategias de negociación. Visto todo retrospectivamente, en los días previos al desalojo hubo una lógica de extorsiones mutuas, de intentos de hacer desistir al rival convenciéndolo de que se estaba dispuesto a ir “hasta las últimas consecuencias”. Sin embargo, una vez que la policía entró, los invasores simplemente salieron. Muchas otras protestas sociales en el Perú tienen este carácter: durante la negociación se es maximalista, pero después se es muy pragmático. Esta es una clave para entender por qué el país parece muchas veces a punto de estallar, y por qué al mismo tiempo estamos (todavía) lejos de las protestas y movilizaciones que han ocurrido en Bolivia o Ecuador.


[El artículo de Bruce al que me refiero es:

http://www.peru21.com/Comunidad/Columnistas/Html/2007-05-27/Bruce0729009.html

Y el de Policzer es:

http://weblogs.elearning.ubc.ca/leftturns/Pablo_Policzer_Paper.pdf]

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy interesante este artículo. Si bien aún no estamos bien emparentados con las protestas y levantamientos en países como Ecuador y Colombia; sumar una alta dosis de descontento y a la vez conformismo hace mal a la salud de la sociedad. Digámoslo en estos terminos: si bien no somos explosivos socialmente, podríamos ser implosivos y por ejemplo expresar a través del voto popular (ya no se si consciente o inconscientemente) una protesta, una llamada de atención y también la indiferencia. Esos síntomas en nuestra vida social quebrantan que nuestra sociedad de oxigene bien a mi entender a pesar de muchos esfuerzos (algunos muy focalizados) para superar la pobreza en la que viven millones de personas.

Daniel Salas dijo...

Hola, Martín:

Como siempre, me gustan mucho tus análisis. Pero tal vez cabe preguntar no solamente de qué manera funciona la racionalidad política en este tipo de negociaciones (algo que explicas muy bien) sino además cómo debería ser una política consistente (y no oportunista) sobre la protección de los bienes públicos y privados. Habiendo sido tanta gente estafada en un solo caso, lo primero que se me ocurre es que carecemos de una cultura del derecho. ¿Cómo es posible que tanta gente haya comprado un terreno sin haber comprobado la legitimidad de la propiedad? Parece una extensión de la lógica del que compra un reloj o un televisor sabiendo (o intuyendo) que es robado, una práctica nada infrecuente en todas las clases sociales. Es como si no se prestara atención al hecho de que la compra-venta es un acto jurídico más complejo que el simple intercambio de un bien por dinero. Los estafados, ellos mismos comerciantes, no parecen estar al tanto de la legitimidad que ampara la propiedad y el intercambio.