Artículo publicado en La República, domingo 15 de febrero de 2015
El jueves pasado falleció el gran violinista Máximo Damián. Las nuevas generaciones tuvieron quizá ocasión de conocerlo a través del documental Kachkaniraqmi (Sigo siendo) de Javier Corcuera (2012). En él Corcuera “viaja por los mundos del Perú a través de la vida de sus músicos”, haciendo una suerte de llamado a revalorar y recuperar un riquísmo patrimonio cultural vivo al que muchas veces parecemos darle la espalda como país. Los últimos días de Damián parecen una metáfora de esta desidia.
Kachkaniraqmi podría también verse como un intento de proporcionar una “banda sonora” a la identidad peruana. Somos, me parece, un país sin una banda sonora en la que todos nos reconozcamos; peor, tampoco tenemos imágenes icónicas que nos representen, y todo esto podría verse como expresión de las fracturas de nuestra identidad colectiva.
Existe una banda sonora e imágenes “de exportación” (la de la publicidad de PromPerú), con imágenes de Machu Picchu y otras construcciones o vestigios prehispánicos, generalmente acompañadas de sonidos de zampoñas, quenas y charangos. Esta versión, acaso eficaz para atraer turistas y promocionar nuestros principales atractivos arqueológicos, descansa en un consenso nacional de glorificación del pasado prehispánico, pero no es capaz de construir una narrativa sobre nuestro presente. De otro lado tenemos una agotada narrativa criolla tradicional, del vals criollo, la marinera y la música negra, cuyas bases fueron “desbordadas” por las migraciones desde mediados del siglo pasado. Y la hermosa banda sonora de Kachkaniraqmi expresa la riqueza y diversidad de nuestra música popular, pero ciertamente no la del consumo de masas.
Desde la sociología se ha hablado desde los años sesenta del “grupo cholo” como el germen de una identidad verdaderamente nacional, y acaso la llamada “cumbia peruana” sea su mejor expresión musical, que en los últimos años ha logrado ser popular también entre sectores altos, con lo que podría efectivamente expresar una suerte de síntesis en medio de las grandes diferencias del país. Sin embargo, nuestra cumbia no tiene (¿todavía?) el status de “música nacional” ni sus cultores el reconocimiento oficial que sí han logrado los músicos criollos o andinos.
En cuanto a las imágenes, ¿qué podemos proponer como alternativa o complemento a monumentos prehispánicos o al retrato de nuestra variedad geográfica (playas y desierto, montañas, bosque tropical)? La falta de imágenes obvias revela acaso la precariedad urbanística de nuestras ciudades, la falta de espacios públicos, nuestras divisiones sociales, la ausencia de íconos urbanos notorios y legitimados. Lima, la ciudad capital y urbe más desarrollada, tampoco tiene un perfil icónico, un skyline reconocible. ¿El cerro San Cristóbal? ¿El circuito de playas?
Me parece que estas cuestiones no pertenecen solamente al mundo de la publicidad, por así decirlo. Remiten a un debate necesario sobre la definición de nuestra cultura e identidad como peruanos.
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