Artículo publicado en La República, domingo 9 de noviembre de 2014
La semana pasada comentaba sobre los perfiles de las posibles relaciones entre redes de actividades ilegales y la política en nuestros países. Decía que las actividades ilegales han crecido y se han sofisticado en los últimos años, y establecen relaciones crecientemente “cercanas” con el Estado y el poder político. Decía también que las actividades ilegales asumen diversas formas de relación con la autoridad estatal, que van desde la tolerancia, pasan por la complicidad, y pueden terminar en la subordinación de la autoridad o hasta en el control directo del Estado por parte de organizaciones mafiosas.
En nuestro país estos temas son fundamentales: por nuestra ubicación geográfica, diversidad productiva, riqueza natural y debilidad institucional (especialmente si miramos la “densidad estatal” en nuestro territorio), el Perú es parte de circuitos globales de explotación, producción o distribución de mercancías asociadas a actividades ilícitas. Además, la relación entre ilegalidad y Estado está mediada en nuestro país por el gran peso de las actividades informales, y esa acaso sería una de nuestras peculiaridades.
En nuestro medio, el colega Francisco Durand es quien ha iniciado la exploración de las relaciones entre lo que él llama formalidad, informalidad y economía delictiva. Lo revelador de su análisis es que las diferencias entre esos tres ámbitos serían apenas de grado, no de naturaleza, en un continuo con mayores o menores niveles de desafío a la institucionalidad estatal; y que no se trataría de mundos claramente diferenciados entre sí, sino estrechamente relacionados de muchas maneras y en diferentes dimensiones. Piénsese en la gran empresa formal que contrata services para no tener a sus trabajadores en planilla, o que parte de cuya producción pasa por la venta informal; el vendedor informal que vende productos formales, de contrabando o robados; y el ilegal que “blanquea” dinero con actividades formales, o que encubre sus actividades ilegales a través del pago de impuestos por actividades no realiza.
Entender las cosas desde esta óptima complejiza en tipo de respuestas que el Estado debe dar frente al desafío de las redes ilegales que amenazan al sistema político, porque no se trata de enfrentar a un enemigo aislado y sin “legitimidad social”. Se trata de enemigos con múltiples relaciones tanto a nivel de élites y grupos de presión, como entre importantes sectores populares, que hallan en este entramado de actividades legales, informales y delincuenciales un modo de vida. Esto no implica abdicar en los intentos de establecer el Estado de derecho, por supuesto; sí una cuidadosa selección de qué batallas dar, cuáles serían las prioritarias, qué coaliciones de intereses se arman en esos combates, y qué alternativas se ofrecen a la población más vulnerable, de modo que el paso a la legalidad sea viable. Las dificultades y avances en experiencias similares en Colombia, México y otros países resultan muy ilustrativas.
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