Artículo publicado en La República, domingo 9 de febrero de 2014
Hace 50 años, el 7 de febrero de 1964, se fundó el Instituto de Estudios Peruanos, institución a la que pertenezco y que me dio el gran honor de ser su Director General, siguiendo los pasos de José Matos Mar, Julio Cotler, Efraín Gonzales de Olarte, Carlos Iván Degregori, Cecilia Blondet y Carolina Trivelli. Después de mi dirección se sumaron a esta lista Marcos Cueto y nuestra actual directora, Roxana Barrantes. Es necesario empezar diciendo esto, porque escribir sobre la casa propia es obviamente difícil.
Amigos del instituto han tenido la generosidad de resaltar en estos días los aportes hechos a lo largo de estas cinco décadas en disciplinas tan variadas como la historia, la antropología, la economía, la sociología, la ciencia política, la lingüística, la arqueología. Me pregunto si es posible, en medio de esta diversidad, encontrar una imagen global que perfile una manera de pensar el país.
Creo que si hubiera que mencionar una idea fuerza que pueda constituirse como un referente en medio de esta producción plural y disímil, sería que el Perú estaría marcado por una suerte de precaria “articulación jerárquica”. Es decir, frente a visiones que tendían o tienden a mirar lo moderno y tradicional, lo criollo y lo andino, la costa y la sierra, las clases altas y las bajas, etc., como distantes y hasta enfrentadas, creo que las imágenes de muchos de los libros clásicos del instituto van en la dirección de resaltar más bien la estrecha relación entre ambos ámbitos; relación que ciertamente establecía relaciones jerárquicas y excluyentes, pero también porosas y flexibles.
Así, desde las investigaciones de María Rostworowski sobre la costa peruana prehispánica (vista como parte del mundo andino), pasando por la idea de John Murra sobre el “control vertical de pisos ecológicos”; visiones históricas de larga duración como las de Julio Cotler; el análisis de los cambios en el mundo rural por la ampliación de mercados y el papel de la escuela pública en Cotler, Giorgio Alberti o Carlos Iván Degregori; el retrato de las migraciones en Jürgen Golte y José Matos; la manera de entender la estructuración del poder en torno a una “cadena arborescente” (Fuenzalida, Matos, Cotler); hasta más recientemente, la caracterización de Sendero Luminoso como un proyecto moderno, fruto de modernizaciones truncas, de Degregori, por mencionar algunos ejemplos, me parece que apuntan en la dirección que señalo (es también la intuición que se encuentra en El zorro de arriba y el zorro de abajo, de José María Arguedas, otro de los fundadores del IEP).
Lo que se desprende de este diagnóstico es que, pese a las jerarquías y exclusión, la articulación y porosidad del sistema ha permitido una modernización y democratización sustancial de la sociedad, aunque fragmentaria y caótica (el “desborde popular” de Matos); lo que urge es modernizar y democratizar el poder y el Estado. El desfase entre sociedad y política y Estado sería la gran tarea pendiente.
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