Artículo publicado en La República, domingo 14 de enero de 2014
La situación política actual está muy marcada por movimientos hechos considerando sus efectos sobre las elecciones presidenciales de 2016, lo que explica en parte su virulencia, más propia de contextos electorales. La dinámica de acusaciones, denuncias y descalificaciones mutuas termina desacreditando al conjunto de actores políticos, lo que abre nuevamente el espacio para la irrupción de figuras alternativas, que se presentan como no políticas, outsiders de distinto tipo. Esto por supuesto ahonda la sensación de incertidumbre y precariedad institucional; algunos llegan al extremo de hablar de la posibilidad de una interrupción del régimen democrático. Al respecto cabe mencionar que, en una investigación en curso, el politólogo norteamericano Michael Coppedge encontraba que Perú es uno de los países con mayor inestabilidad institucional del mundo a lo largo del siglo XX, marcado por constantes cambios de régimen (paso de democracia a dictadura y de dictadura a democracia), junto a Argentina y Tailandia.
Sin embargo, creo que lo que debería llamarnos la atención no es tanto la confirmación de nuestra inestabilidad, sino nuestra sorprendente, y no siempre percibida, estabilidad y continuidad política de los últimos años. Si miramos la política más allá de la volatilidad electoral y de la debilidad de los partidos, encontramos continuidad en las lógicas y preferencias de los electores (estabilidad por el lado de la demanda, no de la oferta política): se quiere renovación y se critica a la elite política, se demanda más reconocimiento y cercanía, pero no se está a la búsqueda de un modelo político alternativo propiamente dicho.
Pero sobre todo, hay una importante continuidad en la manera en la que se toman las decisiones gubernamentales más importantes. Ellas están marcadas por lógicas tecnocráticas, impulsadas por redes de expertos locales, ONGs y organismos internacionales, con diferentes sesgos ideológicos, que expresan ciertos consensos globales sobre las “mejores prácticas” en diferentes campos y que han florecido en diferentes nichos o islas de eficiencia dentro del Estado. El peso de estas redes ayuda a entender nuestra dinámica de crecimiento económico dentro de los límites de nuestra precariedad institucional. La debilidad de nuestros partidos hace que estos no interfiera en las grandes decisiones, a menos que perciban altos costos en términos de imagen, con lo que la política partidaria queda reducida a transacciones e intercambios de poca monta. Por ello, la precariedad de nuestra representación no afecta el crecimiento económico, al menos hasta ahora.
Esto es bueno y es malo. Es bueno porque nos ha dado la estabilidad y el crecimiento, es malo porque la mejor tecnocracia nunca reemplazará la necesidad de hacer política, lo que explica que algunas reformas imprescindibles en áreas del Estado fundamentales nunca se acomentan, o que terminen naufragando. ¿Habrá cambios en estos términos pensando en 2016?
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