Artículo publicado en La República, domingo 2 de junio de 2013
Se realizó en esta semana el XXXI congreso de la Asociación de Estudios Latinoamericanos de los Estados Unidos, gran punto de encuentro de investigadores latinoamericanistas y latinoamericanos. En algunas de las muchas mesas de trabajo, discutimos sobre cómo funciona la política en el Perú de hoy y cómo explicar sus “paradojas”. Ellas giran en torno a la coexistencia entre, de un lado, altas tasas de crecimiento económico y una notable continuidad de las políticas iniciadas en la década de los años noventa, que han hecho que nuestro país deje de ser considerado internacionalmente un país “pobre” para ser uno de “renta media”; y del otro, el contar con instituciones muy precarias, con muy bajos niveles de legitimidad, con una debilidad extrema de los partidos políticos y de los actores políticos y sociales en general, y crecientes niveles de conflictividad social.
Simplificando, podría decirse que algunos sostienen que la idea misma de la paradoja no es correcta, porque el crecimiento estaría sobreestimado, sería más una ilusión estadística, con lo que el malestar social y la baja legitimidad de las instituciones políticas estaría plenamente justificada. Otros piensan que la paradoja existe, pero sería transitoria: la economía crecería solamente gracias a factores externos, y su vulnerabilidad sería precisamente consecuencia de la debilidad de las instituciones y del malestar y de la conflictividad social. Otros, incluyéndome, pensamos que la paradoja es real y que tenemos que explicarla, y que no bastaría referirse a su precariedad. Pienso que la situación, por extraño que parezca, constituye una suerte de punto de equilibrio de bajo nivel, todos nos hemos acostumbrado a jugar con ciertas reglas aunque sepamos que están mal.
Los actores políticos no son ideológicos en sentido estricto (tampoco los electores), salvo excepciones. En otras palabras, la política está llena de personajes cuyo objetivo es desarrollar carreras políticas, no llevar a la práctica algún programa, que se relacionan con los electores con criterios, digamos, “clientelísticos”: intercambiar “obras” por apoyo político. Estos políticos pueden construir organizaciones personalistas o pasar de un partido a otro, y pasan por los niveles nacional, regional o local, o pasan del mundo político al mundo priviado o social. Esta política no programática es posible porque la toma de decisiones de política pública no es resultado de decisiones políticas, de la decisión de un partido que hizo campaña en torno a un programa específico que luego aplica con sus cuadros políticos y técnicos: en realidad, ellas resultan del peso y de la influencia de redes de expertos, tecnócratas con vínculos internacionales, que se enfrentan a políticos sin programa, con lo cual la gestión pública se llena de “técnicos independientes”, que en los últimos años han desarrollado un amplio consenso en torno a qué es lo que debe hacerse. Seguiré con el tema la próxima semana.
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