Artículo publicado en La República, domingo 18 de setiembre de 2016
El 24 de agosto el presidente Santos anunció la suscripción del “Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera” entre el gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Este acuerdo será sometido a referéndum el próximo 2 de octubre. En contra del acuerdo están no solo sectores conservadores y “duros” de la derecha, representados emblemáticamente por el uribismo, también han sido muy críticas organizaciones vinculadas a la defensa de los derechos humanos, como por ejemplo Human Rights Watch. José Miguel Vivanco ha señalado que “se ha perdido una oportunidad para hacer justicia”, y hasta habló de una “piñata de impunidad”.
El Acuerdo es fruto de una larga y compleja negociación que tomó más de tres años y nueve meses. Desde la presidencia de Belisario Betancourt (1982-86) hubo reiterados intentos de llegar a algún acuerdo de paz con las FARC, y todos fracasaron. El acuerdo contempla un amplio conjunto de medidas, que implican desde una política de reforma agraria y desarrollo rural, sustitución de cultivos ilícitos y combate al narcotráfico, hasta los más específicos referidos a la desmovilización de las FARC y su conversión en un actor político legítimo. En esta línea, se establece por ejemplo la participación de las FARC como partido político en las próximas elecciones, y se le asegura un mínimo de cinco curules tanto en el senado como en la cámara de representantes, independientemente de los resultados de las elecciones de 2018 y 2022.
El gran punto controversial está en la inevitable tensión entre justicia, paz e impunidad. En el mundo ideal, todos los actores que cometieron crímenes y violaciones de derechos humanos deberían ser sancionados; pero una postura inflexiblemente principista sólo alcanzaría la paz mediante la derrota militar de las FARC, objetivo que todavía es lejano. ¿Estamos en nombre de la justicia dispuestos a continuir con el conflicto? De otro lado, las FARC han sido debilitadas y han aceptado negociar un acuerdo; dejan las armas a cambio de verdad y algún nivel de impunidad. Es decir, el acuerdo estable que si se dan confesiones sinceras, pedidos de perdón y ofrecimiento de reparaciones simbólicas, los criminales podrían evitar o minimizar condenas. Las condenas penales se aplicarían principalmente a quienes no confiesen sus crímenes. ¿Cuánta impunidad estamos dispuestos a tolerar por obtener verdad y en nombre de la paz?
Se trata de dilemas angustiantes, que no tienen solución fácil y se pueden hacer argumentos persuasivos de los dos lados. Para lograr salir del laberinto de una discusión así, es necesario ubicarse en la situación concreta: ¿era posible obtener un mejor acuerdo que éste? ¿Podría obtenerse un mejor acuerdo en el futuro? ¿Es realista votar por el “No” y apostar por una derrota militar de las FARC con costos menores a los que este acuerdo establece? Vistas las cosas desde este ángulo, comparto la opinión de lo que parece ser la mayoría de colombianos, según las últimas encuestas: ojalá el “Sí” gane ampliamente el 2 de octubre.
Creo que en la política, así como en la vida, es indispensable entender que muy rara vez tenemos el privilegio de elegir entre algo bueno y algo malo: casi siempre se trata de elegir entre tipos de combinaciones de ambos, entre principios en conflicto, y muchas veces ocurre que de buenas intenciones surjen malos resultados, así como desenlaces inesperadamente positivos de condiciones indeseables. Como diría Max Weber, entender esto implica dejar de ser infantil en la política (y en la vida).
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