Artículo publicado en La República, domingo 25 de setiembre de 2016
Esta semana la Comisión de Constitución y Reglamento del Congreso aprobó un proyecto que cambia tres artículos del Reglamento que busca “desincentivar la fragmentación de grupos parlamentarios y promover su fortalecimiento”. Los cambios hacen que quienes salgan del grupo parlamentario por el cual fueron elegidos, no puedan conformar un grupo nuevo ni adherirse a otros. Quedan como un eventual “grupo especial”. Al no pertenecer a ningún grupo parlamentario propiamente constituído, esos congresistas no pueden aspirar a un cargo en la Mesa Directiva o en Comisiones (ellos son consecuencia de una negociación entre grupos), o ser parte de la Comisión Permanente (elegida representando proporcionalmente a los grupos parlamentarios) o del Consejo Directivo (conformado por los miembros de la Mesa Directiva y por los portavoces de los grupos).
Si bien en el mundo ideal la reforma del funcionamiento de los partidos políticos y del Congreso debería ser parte de un conjunto integral de reformas coherentes, aquí y ahora considero que este proyecto es positivo y espero que sea aprobado por el pleno.
Cuando vamos a las urnas para elegir a los congresistas elegimos entre listas partidarias; secundariamente, elegimos representantes específicos dentro de las listas, si usamos el voto preferencial. Elegimos partidos, no personas; y según la cantidad de votos que obtiene cada lista, se asigna el número de escaños que le corresponde a cada partido. La configuración de fuerzas representadas en el Congreso refleja el respaldo relativo obtenido por cada partido, resultado del voto popular. Aceptar que una vez electo el Congreso puedan conformarse nuevos grupos parlamentarios es una estafa a la voluntad popular expresado en el voto.
El proyecto me parece bueno no solo porque ayuda a que la voluntad popular expresada en el voto se preserve, también porque la gobernabilidad democrática del Congreso se construye sobre la base de la consistencia de los grupos parlamentarios. Dejar la puerta abierta al transfuguismo, como hasta ahora, es ser extremadamente concesivos con el oportunismo y con la personalización extrema de la política, uno de nuestros males principales. Esa es la puerta que conduce al intercambio clientelar, favorece la acción de grupos de interés encubiertos, a la penetración de actores mafiosos. Los partidos tienen más que perder que los individualistas o aventureros políticos. En general, en América Latina, la percepción es que las reformas que buscaban democratizar la arena política favoreciendo la personalización del voto en los últimos años lo que han terminado haciendo es generando problemas de gobernabilidad.
Me resulta curioso que, en nuestros debates políticos, durante mucho tiempo hayamos criticado el transfuguismo, considerado a éste una práctica escandalosa, y llamado a fortalecer a los partidos, pero ahora nos opongamos o desconfiemos de una iniciativa encaminada a fortalecer los grupos parlamentarios. El debate parece estar distorsionado por el temor que despierta la mayoría fujimorista: para algunos, pareciera, lo que aparentemente favorece a los fujimoristas estaría mal por definición, y lo que los perjudica, bien. Yo creo que deberíamos hacer el esfuerzo de mirar las cosas más allá de la coyuntura inmediata. Además, bien visto, lo peor del fujimorismo surge cuando la miríada de sus intereses y particularismos aflora, no cuando se impone una lógica colectiva. Así deberíamos entender las tensiones y final sensatez impuesta en el proceso de delegación de facultades legislativas al poder ejecutivo, por ejemplo.
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