Artículo publicado en La República, domingo 30 de octubre de 2016
Soy profesor de ciencia política, y en algunos cursos estudiamos los diferentes regímenes políticos (formas de organizar el poder) que existen en el mundo. Por lo general se trata de una discusión conceptual bastante académica, pero en los últimos tiempos estos asuntos han adquirido una inusitada relevancia práctica, en especial a partir del caso venezolano.
Hasta la década de los años setenta del siglo pasado, nuestros países eran asolados por dictaduras que actuaban de maneras muy claras: los militares intervenían en la arena política basados en la fuerza de las armas, cancelaban las elecciones, proscribían la actividad de los partidos políticos, etc. Desde la década de los años ochenta tuvimos el establecimiento de regímenes democráticos, y la única dictadura que quedó fue la cubana, con un régimen de partido único. México quedó como un “animal político” particular: no era una dictadura convencional (había elecciones, mínimo pluralismo político), pero un mismo partido, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) había gobernado el país desde 1930. En Japón, el Partido Liberal Democrático (PLD), ha gobernado prácticamente sin interrupciones desde 1955, y consideramos democrático a ese país; la clave está en cuánto se respetan los derechos de la oposición. En México claramente no, por lo menos hasta 1988, cuando ante la posibilidad del triunfo de Cuahutémoc Cárdenas, el organismo electoral simplemente suspendió el recuento de votos y declaró sin más presidente al candidato del PRI, Carlos Salinas. No se trataba de una dictadura convencional, pero claramente no era un régimen democrático.
Más adelante, el fujimorismo se sumó a esta forma de régimen: un presidente electo democráticamente, con importante respaldo popular, pero que actúa autoritariamente, al punto que deja de ser un régimen democrático. La oposición no tiene capacidad real de ejercer sus funciones de control, y la autonomía de los poderes del Estado desaparecen. Así, Fujimori encabezó después de 1992 un régimen autoritario con apariencia democrática, mientras que, por decir, en Colombia con Alvaro Uribe en la década siguiente, ese país siguió siendo democrático, a pesar del autoritarismo del presidente; el control instucional sigió funcionando, al punto que impidió una segunda reelección del presidente, a diferencia del Perú. Con el tiempo, Venezuela con Chávez y luego con Maduro encajan claramente dentro de esta categoría; Nicaragua con Daniel Ortega, quien seguramente será reelegido por segunda vez el próximo 6 de noviembre, también. A esto el colega Steven Levitsky llamó autoritarismo competitivo.
En los últimos días, en Venezuela, al cerrarse la posibilidad de seguir con el proceso del referendo revocatorio y la suspención de las elecciones regionales y municipales, el régimen simplemente dejó de ser “competitivo” para quedar simplemente como autoritario. Y en tanto ya ni se hace el esfuerzo de simular un mínimo de legitimidad constitucional, en tanto el Congreso es pasado totalmente por alto y se hace evidente que los demás poderes del Estado están al servicio del poder ejecutivo, el régimen se desliza hacia una dictadura como las del pasado.
Decía que esto no solo es una discusión académica: el efecto práctico es que la oposición venezolana ya no puede seguir jugando las reglas del régimen, y debe pasar a lógicas de resistencia pacífica; y la comunidad internacional debe presionar para retomar el hilo constitucional. El Secretario General de la OEA ya habló de la ruptura democrática en ese país, y las acciones consecuentes de ese diagnóstico deberían seguirse.
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