Artículo publicado en La República, domingo 8 de diciembre de 2013
Hace tres semanas comenté sobre el último libro de Hugo Neira, ¿Qué es nación? Quería seguir con el tema, pero temas de la “coyuntura” se interpusieron. El libro de Neira es muy bienvenido porque, me parece, solemos manejar nociones muy desencaminadas de la idea de nación y de la identidad nacional peruana, que debemos poner en discusión, y para esto el libro ofrece herramientas útiles.
Hay una manera de pensar el Perú que podríamos llamar “primordialista”: existiría algo así como lo “verdaderamente peruano”, anclado en una raíz andina prehispánica, en donde lo “foráneo” o “extranjero” tiende a verse con desconfianza y como una pérdida de “autenticidad”. No seríamos una nación porque estaríamos “sojuzgados” por elementos “extraños” (blancos, criollos, occidentales). Casi está demás decir que estas visiones esencialistas son la base de los nacionalismos más nefastos, que han generado guerras, autoritarismos, “limpiezas étnicas”. El “etnocacerismo” sería nuestra versión local de esto. Otras visiones comunes, si bien se alejan de definiciones primordialistas también comparten ideas de nación basadas en alguna forma de homogeneidad: para ser nación no tendría que haber desigualdad, deberíamos contar con valores o intereses comunes, y dada la fragmentación y desigualdad del país, no seríamos
“todavía” una nación. Al respecto es pertinente la discusión que plantea Neira en su “rescate” del austríaco Otto Bauer, sobre la influencia del marxismo convencional en cierto menosprecio del tema nacional, para privilegiar consideraciones clasistas o socioeconómicas.
Hace bien Neira en cuestionar estas ideas, y llamar la atención, siguiendo a Gellner, Hobsbawm y otros, que las naciones son en realidad construcciones modernas, en donde la voluntad política de las elites, los liderazgos, resultan fundamentales; así, los nacionalismos crean a las naciones, no al revés. También al apuntar que las naciones no tienen porqué ser homogéneas: pensar en el caso de la India, con su diversidad de idiomas, religiones y castas; y que es posible conciliar lo más “tradicional” con lo más “moderno”, como ocurrió en Japón. Para todo esto, es clave el papel que juega la escuela pública: tanto para generar igualdad de oportunidades, como para proponer una narrativa incluyente y veraz históricamente de lo que somos como nación.
Si los nacionalismos construyen la nación, ¿a qué tipo de nación deberíamos aspirar? A estas alturas, parece claro que cualquier definición debería aspirar a ser democrática, pluralista, incluyente, en donde nuestra diversidad sea vista con justicia como uno de nuestros más valiosos activos, en donde lo tradicional se articule con lo moderno, y lo nacional con lo global. Como dijera José María Arguedas, “no por gusto (…) se formaron aquí Pachacámac y Pachacútec, Huamán Poma, Cieza y el Inca Garcilaso, Túpac Amaru y Vallejo, Mariátegui y Eguren, la fiesta de Qoyllur Riti y la del Señor de los Milagros; los yungas de la costa y de la sierra…”.
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