Artículo publicado en La República, domingo 21 de abril de 2013
En los últimos años gobiernos de naturaleza autoritaria están presionados para cumplir con formalidades democráticas: regímenes como el cubano o el chino son cada vez más difíciles de sostener, y su falta de respaldo popular hace que no se arriesguen a intentar una apertura política. En este marco, la clave de sobrevivencia de algunos autoritarismos está en su carácter competitivo, es decir, en contar con un respaldo popular que los hace capaces de ganar elecciones. Estos gobiernos son autoritarios porque controlan todo el poder: no existe respeto a las minorías, el poder central controla el Congreso, el Poder Judicial, los organismos electorales, lo que les permite tener formalidades democráticas sin arriesgar el manejo del poder. Esto les permite también implementar prácticas clientelísticas, de patronazgo, el uso del gasto público y de las decisiones de política para en momentos electorales, lo que les permite precisamente ser competitivos.
No confundir gobiernos autoritarios con democracias de mala calidad, sin embargo, error común en algunas izquierdas. Desde allí se critica, con razón, el carácter pernicioso de la influencia del dinero, del peso de los grandes medios de comunicación masivos y de las empresas encuestadoras en las campañas electorales, al peso de grupos de poder en las decisiones de política pública, temas que deben ser atendidos. Sin embargo, esto no le quita el carácter democrático a los gobiernos, aunque sí cuestiona seriamente su calidad. La clave está en atender esos problemas sin violar los principios liberales y republicanos.
Vistas las cosas desde la oposición, las decisiones son complicadas. Se puede denunciar al gobierno como autoritario y a su instituciones como falsas, y optar por el abstencionismo, como ocurrió con la oposición venezolana en la elección parlamentaria de 2005. El problema es que esto te lleva a la marginalidad política. Otras opciones son el boicot, la búsqueda de un golpe de Estado o la pura confrontación, carta de la oposición venezolana en 2002, camino poco viable y que terminó quitándole legitimidad.
No parece quedar más que aceptar las reglas de juego y de competencia propuestas por los autoritarismos, ya sea para denunciar su injusticia como para aprovechar la opción de ganar, como ocurrió con la dictadura de Pinochet o con el PRI en México en 2000. En la elección venezolana reciente, vemos una elección injusta realizada por un gobierno autoriario, cuyas reglas tuvieron que ser aceptadas por la oposición. Valió la pena, porque se estuvo a punto de ganar, y se desnudó la naturaleza del régimen. Pero ni la oposición ni la comunidad internacional están en condiciones de imponer un boicot, y no deben atizar la confrontación. Lo que debe hacerse es acompañar a la oposición en su demanda por diálogo y promover un proceso de democratización, crear un escenario en el cual las dos mitades del país encuentren una manera de coexistir para hacer viable a Venezuela.
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