¿Qué rumbo seguirán los candidatos de la segunda vuelta después del 28 de julio si ganan la presidencia? Es una pregunta que genera angustia y preocupación entre los votantes, me atrevería a decir que no solo entre los indecisos, también entre los convencidos de su opción por alguno de ellos. Creo no exagerar al decir que hacia noviembre o diciembre, al inscribir sus candidaturas, Castillo o Fujimori se habrían sentido totalmente satisfechos si sus partidos superaban la valla electoral y ubicaban algunos parlamentarios que les permitieran sentar las bases para un crecimiento futuro. Hacia marzo, cuando la fragmentación del voto los puso inesperadamente ante la posibilidad de pasar a la segunda vuelta, Castillo se distinguió sobre la base de un discurso radical en lo político y conservador en lo social; a Fujimori le bastó mostrarse no tan fundamentalista y mejor preparada para las lides políticas que sus competidores en la derecha. En el marco de la segunda vuelta, ambos candidatos se han visto obligados a ampliar la convocatoria, redefinir sus propuestas, presentar diversos aliados.
Si uno analiza las últimas elecciones encuentra que la dinámica de la segunda vuelta marcó profundamente el rumbo de los gobiernos. La segunda vuelta de 2006 hizo que Alan García, quien en 2004 criticaba la firma del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos y a Lourdes Flores por ser “la candidata de los ricos” en primera vuelta, pasara a ser el candidato del establishment, y siguió con una lógica conservadora y ortodoxa durante su gobierno. Humala, el del polo rojo y “la gran transformación” pasó al polo blanco, la “hoja de ruta” y el “juramento por la democracia”, y su gobierno siguió una línea bastante moderada. En 2016, Pedro Pablo Kuczynski, quien había llamado a votar por Keiko Fujimori en 2011, para ganar la segunda vuelta se vio obligado a desarrollar una retórica antifujimorista, y el fujimorismo, que tenía grandes coincidencias programáticas con Kuczynski, pasó luego a ejercer una oposición férrea con ese gobierno, al punto de terminar haciéndolo inviable.
¿Qué decir entonces de Castillo y de Fujimori? El problema es que ambos, en esta segunda vuelta, han terminando mostrando perfiles abiertamente contradictorios. Fujimori reúne colaboradores muy conspicuos del gobierno de su padre, colaboradores protagonistas del Congreso obstruccionista 2016-2019, recién llegados independientes, e incluso figuras en el pasado militantemente antifujimoristas. Queda claro que los junta el rechazo a Castillo, pero no tanto quiénes predominarían en un gobierno de Fujimori. Castillo por su parte reúne colaboradores asociados a Perú Libre de Vladimir Cerrón, a quien le debe el haber podido participar en la elección; otros más cercanos a él vinculados al magisterio; recién llegados vinculados a Juntos por el Perú, Nuevo Perú o al Frente Amplio, y un gran número de independientes, algunos denostados en primera vuelta cuando eran adversarios. Queda claro que se juntan para cubrir los clamorosos vacíos en cuanto a propuestas, pero sin lograr una propuesta coherente.
¿Qué terminará marcando el rumbo de un gobierno de Castillo o de Fujimori? Más allá de los discursos y promesas, recién sabremos a qué atenernos cuando el próximo presidente o presidenta anuncie el nombre del Presidente del Consejo de Ministros y de los ministros de Estado, quienes tomarán las decisiones y se harán responsables por ellas. La experiencia previa sugiere también que puede haber una gran distancia entre los equipos de campaña y los equipos de gobierno. ¿Marcará K. Fujimori distancias con su padre, o reivindicará su legado? ¿Repetirá la dinámica de 2016-2019? ¿Cuál será el alcance del mea culpa reciente? Y del otro lado, ¿cuánto podrá y querrá Castillo desmarcarse de Cerrón y de su partido? ¿Cuán fiel se mantendrá a su entorno magisterial? ¿Cuánto aceptará el apoyo o consejo de sus ayer adversarios de izquierda y hoy aliados? Lo más probable es que tengamos que convivir con las ambigüedades y contradicciones durante mucho tiempo.
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