Artículo publicado en La República, domingo 27 de octubre de 2013
En 1990 empezó como un político novato con aspiraciones modestas, que podría haber sido candidato al Congreso del APRA o de la Izquierda Socialista, pero que se vio obligado a tentar fortuna por cuenta propia. Siguió una buena intuición al aliarse con grupos evangélicos y pequeños empresarios; la rueda de la fortuna lo terminó arrastrando a la presidencia, pero asumió el desafío de conducir un país quebrado, en un abierto proceso hiperinflacionario, asolado por el terrorismo. En los primeros meses de su presidencia siguió la lógica electoral de buscar alianzas, pero la precariedad e improvisación de su postulación se hacía evidente. Fujimori se veía como un presidente débil, pasible de ser manipulado por los partidos, y el escenario de una renuncia o destitución que llevara a un adelanto de las elecciones era perfectamente creíble. Nuevamente, sorprende y trama una alianza civil-militar y un golpe de Estado; el presidente débil se convierte de pronto en dictador, con una amplia aprobación ciudadana. Tomó después la decisión de ampliar y cimentar su legitimidad en las zonas rurales, mediante un ambicioso programa de gasto social, que le permitió reelegirse cómodamente en 1995 con un apoyo multiclasista.
Pero desde entonces, el Fujimori que tomaba decisiones inesperadas, audaces y sin escrúpulos, pero que lo llevaban al éxito político, pasó a ser el líder de un gobierno crecientemente corrupto, en donde la influencia de Montesinos resultó determinante; todas las grandes decisiones que tomó resultaron penosas para el país y para él; la distancia entre sus percepciones y la realidad se hicieron gigantescas, hasta terminar siendo la suerte de enajenado que vemos en estos días en la televisión.
En vez de planear un retiro ordenado en 2000, se lanzó a la aventura de la segunda reelección, aislándose nacional e internacionalmente y debilitándose dentro del círculo más alto del poder; al darse cuenta tarde de ello, alucinó con una renuncia en favor de Francisco Tudela; luego intentó distanciarse de Montesinos, lo que le hizo perder el control del gobierno y desencadenó su deshonrosa renuncia desde Japón. Podría haberse quedado allá, pero deliró con que el Perú lo reclamaba y que en Chile no podría ser extraditado. Luego urdió el vergonzoso plan de escapar a la justicia postulando al senado japonés. Una vez extraditado, ni asumió responsabilidades ni descargó las culpas en otros; pensó tontamente que García bloquearía la extradición y una sentencia condenatoria, y luego que lo indultaría, leyendo muy mal los intereses que rigen la conducta de este. Peor aún, desvarió con que Humala lo indultaría, con aún menos fundamento. Ahora, se presenta como enfermo para conseguir un arresto domiciliario, pero al hacerlo no hace sino revelar su pantomima. Resulta indigno para quien alguna vez tuvo la gran responsabilidad de representarnos a todos los peruanos. Bien decía Maquiavelo que el príncipe debía cuidarse de la peste de los aduladores.
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