15 de mayo de 2007
Javier Torres Seoane
Asociación Servicios Educativos Rurales
Una de las maneras más eficientes de transmitir la memoria de los conflictos armados o de los procesos de violencia en general, ha sido desde siempre el arte.
Es a través del arte que pueden pervivir en nuestra memoria una serie de acontecimientos históricos, los cuales pueden ser leídos e interpretados por los artistas de diversas maneras. Uno de los casos más conocidos es la pintura Guernica de Pablo Picasso que, en la guerra civil española, recuerda al pueblo arrasado por los bombardeos de la aviación nazi. Esa imagen es quizás la más perenne que ha quedado en nuestra retina de lo que fue aquel doloroso evento que ya anunciaba las barbaries de la Segunda Guerra Mundial. Pero a pesar de que hay inolvidables relatos sobre esa guerra como Homenaje a Cataluña de George Orwell o películas entrañables como Las bicicletas son para el verano de Jaime Chavarri, el Guernica prevalece sobre cualquier otra imagen que se pueda tener de aquella guerra.
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En nuestro país también son complejas las relaciones entre arte, memoria y violencia, ya que justamente vivimos –aunque la mayoría quiera negarlo y olvidarlo–, una situación de post conflicto. En ese sentido, el arte ha dicho mucho y poco a la vez.
Si quisiéramos encontrar una imagen hegemónica que represente todo esto desde el arte (e incluyo aquí a la pintura, escultura, arquitectura, música, cine, danza, fotografía, teatro y literatura), simplemente no la hallaríamos. Sí existen más bien relatos diversos que asoman como retazos inconexos, y que como suele suceder en el Perú dialogan muy poco entre sí. Estos van desde el ciclo de obras del grupo Yuyachakani (Adiós Ayacucho, Retorno, Antígona, y Sin Titulo), hasta diferentes películas peruanas como La boca del Lobo de Francisco Lombardi o Paloma de Papel de Fabricio Aguilar, pasando por las películas del cineasta ayacuchano Palito Ortega, a lo que se agrega la gran muestra Yuyanapaq promovida por la Comisión de la Verdad y Reconciliación que tenía como curadoras a las fotógrafas Mayu Mohanna y Nancy Chapell
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Mi impresión es que el problema radica en que la mayoría de las veces el arte en el Perú, sobre todo el que busca referir o describir la realidad del otro, es un arte que no escapa a los viejos estereotipos que pueblan el imaginario de la sociedad criolla limeña o de la clase media, o -como se decía hace unas décadas- “de la pequeña burguesía”.
Es decir, estamos frente a un arte que tiene una mirada poco profunda y generalmente muy superficial de aquello que pretende representar, y además tendiente a estetizar aquello que no puede ser más que desgarro y dolor. O, en todo caso, busca acercarse al fenómeno de la violencia desde una mirada compasiva de la víctima, quizás por oposición al maltrato que ésta sufrió (y sigue sufriendo) como producto de las secuelas de la guerra. El problema es que este tipo de aproximación termina generando una memoria complaciente del proceso de violencia, que busca mantenerse en los cánones o en aquello que el mercado de consumo del arte espera. Difícilmente encontraremos en el arte o en la literatura limeña una comprensión real del conflicto armado interno, ni de sus actores, construyéndose así relatos cargados de estereotipos, hechos a la medida del lector, como por ejemplo el que nos ofrece Santiago Roncagliolo en Abril Rojo, donde los personajes son casi de utilería, y no hay ayacuchano que se reconozca ni que reconozca su Semana Santa en dicha novela.
[Artículo completo en: http://www.ser.org.pe/index.php?option=com_content&task=view&id=360&Itemid=110]
César Aira - El reverso de las nubes
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