La semana pasada comentaba sobre cómo el mundo informal peruano ha pasado de ser visto como esperanza de solución a los problemas del país, a ser percibido como amenaza. Hemos pasado en las últimas décadas de una suerte de relación simbiótica mutuamente benéfica con el Estado a una relación parasitaria, en la que el orden informal empieza a debilitar y socavar a los escasos esfuerzos de reforma institucional, revelando un mundo manejado por poderosos grupos de interés y de mafias interesados en mantener el statu quo.
Eduardo Dargent, en El párafo reformista
(2021) analiza la debilidad y vulnerabilidad de las iniciativas de reforma
institucional, poniendo énfasis en la cortedad de miras y falta de consecuencia
de las elites políticas, de derecha y de izquierda. Yo aquí quiero añadir un
elemento adicional que abona a una mirada pesimista: lo estables y “eficientes”
que resultan algunos arreglos informales, de allí que resulten tan resistentes
al cambio, también entre los beneficiarios de las reformas.
Pensemos por ejemplo en la reforma del transporte, caso que podría considerarse emblemático. Hace algunos años la socióloga Claudia Bielich, en “La guerra del centavo” (2009) presentó el funcionamiento del transporte público, marcado por la informalidad, pero llamando la atención sobre el hecho de que el arreglo informal tiene cierta eficacia social: “el servicio actual garantiza la movilidad de la población, sin importar su nivel socioeconómico. Es decir, los limeños más pobres tienen la movilidad garantizada. La eficiencia social, que se refiere a los más pobres, se resume en tres factores: la amplia cobertura territorial, la amplia cobertura horaria y las frecuencias elevadas”, además de costos muy bajos. Por supuesto, esta “eficacia” tiene una trampa: altos niveles de inseguridad y siniestralidad, relaciones laborales basadas en la explotación sin derechos, costos que los empresarios trasladan a trabajadores, usuarios y a la sociedad en general. Poner orden en este caos requiere empresas formales, relaciones laborales dignas, rutas y horarios previsibles, condiciones mínimas de seguridad. La reforma del transporte en marcha desde hace algunos años tiene ese propósito; el tema es que, mientras no haya unidades formales suficientes, conexiones y rutas que permitan a los pasajeros llegar a sus destinos sin gastar mucho más, sin invertir más tiempo o sufrir más incomodidades, el arreglo informal seguirá siendo más eficaz en el corto plazo.
Algo similar podría decirse de la reforma de la educación. A un Estado desfinanciado le resultó imposible asegurar una oferta educativa de calidad para toda la población, y en la práctica se optó por un arreglo de segmentación de mercados; una educación básica y superior de calidad para una elite en el sector público y privado que se inserta en el mundo formal y global, complementada con una amplia oferta de calidad baja tanto pública como privada, pero que satisface la necesidad de acceso al sistema educativo, desarrolla competencias mínimas útiles en los mercados informales, y ayuda a construir algo de capital social a estudiantes que arrastran una larga cadena de carencias. Buscar mejorar la calidad de la educación básica a través de lógicas meritocráticas y evaluaciones para ingresar y prosperar en la carrera docente, así como cerrar universidades que no cumplen con estándares mínimos de calidad está muy bien, pero no deja de ser cierto que debe haber una opción viable para las escuelas en las que los maestros no aprueban las evaluaciones y para quienes terminan la escuela y no tienen opción de ingresar en las universidades de elite.
Por supuesto, esto no significa que reformas como las mencionadas estén mal encaminadas, sean innecesarias o que estén de antemano condenadas al fracaso. Sí implica que es responsabilidad de los que creemos en ellas el presentar una alternativa claramente más eficiente que el arreglo informal pensando en la mayoría de los ciudadanos. Sin ella las iniciativas de reforma serán muy vulnerables frente a la representación de intereses informales.