En estas accidentadas primeras semanas del gobierno de Pedro Castillo se ha puesto en la agenda de discusión las relaciones entre la historia, sus usos políticos y sus implicancias sobre nuestra convivencia social. El presidente Castillo, en su discurso de toma de mando del 28 de julio, esbozó una mirada de “nuestra historia en este territorio” de 5000 años, en los que “durante cuatro milenios y medio, nuestros antepasados encontraron maneras de resolver sus problemas y de convivir en armonía con la rica naturaleza que la providencia les ofrecía”, hasta que “llegaron los hombres de Castilla, que con la ayuda de múltiples felipillos y aprovechando un momento de caos y desunión, lograron conquistar al Estado que hasta ese momento dominaba”, dándose “la fundación del virreinato [con el que] se establecieron las castas y diferencias que hasta hoy persisten”. Y como era esperable, la llegada al poder de Castillo marcaría el punto de inflexión, así, “esta vez un gobierno del pueblo ha llegado para gobernar con el pueblo y para el pueblo, para construir de abajo hacia arriba. Es la primera vez que nuestro país será gobernado por un campesino, una persona que pertenece como muchos de los peruanos a los sectores oprimidos por tantos siglos”. Más adelante, a propósito de las cercanías políticas o ideológicas entre el gobierno y sectores vinculados a Sendero Luminoso, hemos discutido sobre los orígenes de las actividades terroristas en el país, y también sobre las lecciones que nos deja el examen del conflicto armado interno entre 1980 y 2000, y la historia reciente de Sendero Luminoso y de sus remanentes.
Todo esto evidencia la necesidad que tenemos como país de tener un amplio debate sobre nuestro devenir histórico, cómo interpretarlo, qué lecciones sacar para entender el presente y proyectarnos hacia el futuro; más todavía en nuestro año del Bicentenario. Pero la precariedad del gobierno de Castillo, los angustiantes problemas sanitarios y económicos del presente, así como el protagonismo que han alcanzado las posiciones extremas del espectro político dificultan ese debate, que compete no solo a los expertos, sino a todos los ciudadanos.
Este tipo de debates recorren toda la región. En agosto pasado en México, por ejemplo, el presidente López Obrador utilizó la conmemoración de los 500 años de la caída de Tenochtitlán para pedir perdón “a las víctimas de la catástrofe militar por la ocupación española de Mesoamérica y del resto del territorio de la actual República mexicana”. Ya antes, en 2019, había solicitado al rey de España y al Papa que “se haga un relato de agravios y se pida perdón a los pueblos originarios por las violaciones a lo que ahora se conoce como derechos humanos… la llamada Conquista se hizo con la espada y con la cruz”.
En general, lo ideal sería evitar en estos debates los extremos de lo que en Chile se conocen como posturas “autocomplacientes” y “autoflagelantes”. Nuestra historia no es idílica en absoluto, pero tampoco se reduce a una suma de frustraciones y no es tan distante en esencia de la de todos los países de América, marcados profundamente por sus pasados coloniales, incluyendo, por qué no, los propios Estados Unidos.
Estos debates sobre el pasado no son meramente académicos, tienen directas consecuencias prácticas. Por ejemplo, la discusión sobre el carácter jerárquico de nuestro mestizaje, que llevó a subordinar el uso de nuestras lenguas originarias y soslayar nuestra diversidad cultural. El incidente en el Congreso por el uso del quechua por Guido Bellido ilustra tanto los reflejos excluyentes de quienes parecen querer imponer el “castellano español”, pero también el uso político oportunista del quechua, sin un compromiso serio con un enfoque intercultural en nuestras políticas públicas, establecido desde 2015, que implica fortalecer nuestra capacidad de gestión intercultural, el reconocimiento positivo de nuestra diversidad cultural y lingüística, la eliminación de la discriminación étnica, y políticas de inclusión de la población indígena.
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