lunes, 26 de diciembre de 2016

La vida sin dueño

Artículo publicado en La República, domingo 25 de diciembre de 2016

Está en librerías el fascinante libro de memorias del pintor Fernando de Szyszlo (Lima, Alfaguara, 2016, con la colaboración de Fietta Jarque) testimonio del desarrollo de la cultura, las artes y de la política del siglo XX peruano, y también del XXI. En sus páginas leeremos evocaciones de Abraham Valdelomar (tío del pintor), recuerdos lejanos del golpe de Sánchez Cerro y la caída de Augusto B. Leguía, de los estudios universitarios con Adolfo Winternitz, de la peña Pancho Fierro y de la Agrupación Espacio; de la amistad del autor con José María Arguedas, Emilio Adolfo Westphalen, Sebastián Salazar Bondy, y Luis Miró Quesada; de su estancia en París con Blanca Valera, del descubrimiento de América Latina y del mundo a través de escritores como Octavio Paz, Pablo Neruda, Julio Cortázar, y de pintores como Rufino Tamayo, Roberto Matta y Wilfredo Lam; de la vida como pintor, la obsesión por el círculo, el hombre-máquina y el hombre-ave, las habitaciones o lugares extraños, y los signos de puntuación, reconocibles en muchas de sus obras. De su gran amistad con Mario Vargas Losa y de su relación con la política, su participación en el Movimiento Libertad, y de “los almuerzos de los jueves” que empezaron hace treinta años y al que últimamente se ha integrado el expresidente Alan García. De su vida personal, opiniones, en fin, 284 páginas en las que cada una tiene algo interesante, que reflejan un vida rica e intensa. El credo de Szyszlo sigue la frase de Rilke, según la cual para pintar, al igual que para escribir un poema, “hay que haber amado, hay que haber odiado, hay que haber sufrido, hay que haber gozado, hay que haber visto morir”.

Leyendo el libro me pregunto sobre las diferencias entre el quehacer cultural, artístico y político que muestra el libro y el que nos ha tocado vivir a las nuevas generaciones. Lima era más pequeña, y era más fácil que personajes dedicados a diferentes ocupaciones tuvieran relación entre sí, y que las actividades de unos repercutieran en los otros. Yo trabajo en el Instituto de Estudios Peruanos, cuya fundación y carácter no se entendería sin la Peña Pancho Fierro, la Agrupación Espacio y el Movimiento Social Progresista. Esas experiencias hicieron que se juntaran José Matos, José María Arguedas, Sebastían y Augusto Salazar Bondy, todos cercanos a Szyszlo. Luego, la experiencia parisina significó para Szyszlo, y los de su generación, descubrir el mundo, pero también las raíces latinoamericanas; hoy escritores como Jorge Volpi han decretado la muerte de América Latina como imaginario de identidad colectiva. Y para esa generación el compromiso político y una noción trascendente de su actividad era central, mientras que ahora el quehacer profesional y el individualismo parecen ser lo distintivo. En cuanto a las artes, Szyszlo señala que no considera arte buena parte de lo que sucede con el arte contemporáneo, “[el] pop art, el conceptual, las performances, las instalaciones, etc… esta clase de arte no trata de suprimir el arte [como en el dadaísmo] sino solamente quitarle todo contenido, banalizarlo hasta que se convierta en un producto vacío de interés y de atractivo”.

Las maneras en las que se relacionan arte, cultura y política han ciertamente cambiado, para bien y para mal. Han desaparecido algunas viejas taras, pero también algunas grandes virtudes. Leer el testimonio de la vida de Szyszlo permite a cada lector hacer un balance y, en lo que es posible en el mundo de hoy, plantea la tarea de recuperar aspectos valiosos de una tradición intelectual que no debemos perder.

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