lunes, 1 de marzo de 2021

Diario del año de la peste



Artículo publicado en El Comercio, martes 29 de diciembre de 2020

Hacer un balance del año que termina va inevitablemente de la mano de evaluar el impacto del Covid-19 sobre nuestro país, del seguimiento del año de la peste, retomando el título de Defoe.

El año inició con las elecciones congresales del 26 de enero, cuyos resultados parecían augurar una etapa política más tranquila: la minimización de Fuerza Popular y la posibilidad de una mayoría “moderada” alrededor de AP, APP, SP y el PM, con una agenda que parecía acotada: revisar los decretos de urgencia expedidos durante el “interregno” parlamentario, culminar la reforma política y la reforma del sistema de justicia, velar por tener una transición y un proceso electoral ordenado, y no mucho más.

Sin embargo, la pandemia terminó llegando a nuestro país, como a toda la región. Al inicio, las cosas parecían pintar bien; Perú fue uno de los países que más rápido y radicalmente actuó, y tuvimos una de las cuarentenas más largas y estrictas, y al mismo tiempo programas fiscales de alivio de los más ambiciosos de la región. Al mismo tiempo, parecíamos tener un liderazgo firme por parte del Presidente, y relaciones estrechas con la comunidad de expertos y científicos. Sin embargo, terminamos siendo uno de los países mas duramente golpeados del mundo; si consideramos el cálculo de la tasa de “exceso de fallecimientos”, Perú es el país con el mayor exceso por millón de habitantes del mundo, seguido por Ecuador, Bélgica, España y México. En lo económico, se estima que Venezuela, Perú, Panamá y Argentina padeceremos las caídas del producto más grandes de la región en 2020, y según el Banco Mundial nuestro país tendrá este año una de las caídas del producto más grandes del mundo (nuestra capacidad de “rebotar” también sería alta, por lo que aparecemos con una alta tasa de crecimiento proyectada en 2021, también entre las más altas del mundo).

¿Cómo se explica la dureza del golpe? A pesar de las decisiones gubernamentales iniciales, tuvimos enormes problemas para implementar efectivamente las medidas tomadas; salieron a relucir la debilidad de nuestro sistema de salud, nuestros altos niveles de informalidad, y la ineficacia de nuestro Estado. Además, las limitaciones de un gobierno encabezado por un vicepresidente que asumió el gobierno ante la renuncia del presidente electo, sin partido y sin representación parlamentaria. Es cierto que el gobierno de Vizcarra mostró grandes limitaciones y debilidades; el verdadero drama es que, muy probablemente, esos problemas los habría tenido cualquier otro presidente, de cualquier grupo político. Me resulta llamativo que en un país en el que “no creemos en nadie”, estemos dispuestos a pensar tan fácilmente que otros lo podrían hacer mejor.

Así, después de un golpe tremendo, desde la segunda mitad de agosto las cifras empezaron a mejorar, hasta el mes de diciembre, en la que con preocupación vemos la posibilidad de una nueva ola de contagios. Se hace nuevamente evidente la debilidad del gobierno, del Estado, de nuestra élite política, de nuestras elites académicas y sociales, nuestra incapacidad colectiva para implementar una estrategia mínimamente coherente. Todo esto agravado por la irresponsabilidad de la destitución del presidente Vizcarra, la crisis que se sucedió, que afortunadamente terminó con la juramentación del presidente Sagasti. Nuestro Congreso, en el que supuestamente primarían posiciones moderadas, mostró durante la epidemia un populismo exacerbado y generalizado, digno de mayor estudio.

En realidad, vivimos un círculo vicioso en el que estamos demasiado prestos a definir a los adversarios como corruptos e incompetentes y sumarnos a olas de denuncias y indignación, que luego se traducen en parálisis decisional y en el alejamiento de la política y del sector público de cuadros valiosos, que en efecto luego terminan en la ineficiencia que criticábamos. Esto deberíamos asumirlo ahora y también de cara al próximo quinquenio: gane quien gane, estaremos ante un gobierno débil, que solo podrá salir adelante con un mínimo de colaboración y acuerdos políticos razonables.

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