Artículo publicado en La República, domingo 5 de marzo de 2017
En las últimas semanas he comentado sobre el momento político que estamos viviendo, que es también el final del ciclo político iniciado en el año 2000, que involucra por supuesto a sus protagonistas centrales. Los políticos de la transición desde el fujimorismo: su artífice, Alejandro Toledo; los sobrevivientes del pasado, Alan García, Lourdes Flores (y Pedro Pablo Kuczynski); el supuesto cuestionador de ese orden, Ollanta Humala. También quienes actuaron en medio de la precariedad de los partidos, los tecnócratas, garantes de la estabilidad y del crecimiento económico. Los escándalos recientes de corrupción y los cuestionamientos a grandes proyectos de inversion han puesto el acento en la interacción entre empresas constructoras brasileñas y los políticos, y en el papel de la tecnocracia asociada a la promoción de la inversión privada. Como ha sido dicho ya por varios, valdría la pena decir algo más sobre el papel del empresariado peruano en todo esto.
Alfredo Torres ha argumentado, con razón, que sería injusto decir que la elite empresarial ha sido indiferente a la necesidad de fortalecer la institucionalidad pública en el país. Ciertamente el “susto” de las elecciones de 2006 llevó a que el tema de la inclusión social y la necesidad de una buena política social apareciera como tema en las conferencias anuales de ejecutivos, y en los años sucesivos también la importancia de reformas en varias otras áreas. Muy bien, pero ¿qué hay en cuanto a las propias prácticas empresariales? El año pasado se creó el Consejo Privado Anticorrupción, lo que está por supuesto muy bien, expresión implítica del reconocimiento de que una entidad como ella era necesaria, dado el relativo silencio previo en un asunto crítico como este.
Y es que el tema es que, durante todos los años de alto crecimiento económico, comprendiendo varios gobiernos, muchas empresas hicieron grandes negocios, algunos con el Estado, tanto a través de contratos de obras públicas como a través de Asociaciones Público – Privadas (con el gobierno nacional, con gobiernos regionales y locales); y otros no con el Estado, pero relacionándose con diferentes organismos reguladores, de muy diferente tipo según el área de operación. Y en este proceso muchos, por la naturaleza de sus actividades, supieron, se enteraron, y algunos fueron partícipes, en diferentes escalas, de variados esquemas de corrupción. En diferentes sectores, los empresarios han sabido de los límites de la normatividad vigente, de la debilidad, escasa calidad o escasos escrúpulos de autoridades y funcionarios públicos; de la existencia de competidores avezados, cuando no abiertamente corruptos; de la existencia de lobbistas poco escrupulosos. En medio de esto, el discurso público empresarial solía poner el énfasis en el destrabe de regulaciones burocráticas, en la necesidad de contar con autoridades políticas que defiendan y garanticen la estabilidad de los contratos frente a la amenaza de las protestas sociales. Y muy poco se dijo respecto a qué reformas implementar para que los negocios puedan darse en condiciones limpias, transparentes y competitivas.
El empresariado está en un condición inmejorable para, desde su propia experiencia práctica, señalar cómo mejorar la relación con el sector público, con entidades reguladoras, con diferentes autoridades, para combatir la corrupción, más específicamente la relación entre la autoridad corrompida y el privado corruptor. Y por qué no, para denunciar a quienes incurran en malas prácticas empresariales. ¿Algo así podría suceder?
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