Artículo publicado en La República, domingo 26 de febrero de 2017
Hace dos semanas comentaba que podría decirse que estamos viviendo un momento político trascendental, aunque no sepamos definir con precisión su naturaleza. Según el historiador José Luis Rénique, este momento marcado, entre otros, por escándalos de corrupción podría emparentarse con hitos como el de la “consolidación” de la deuda pública de mediados del siglo XIX, la caída y crisis del leguiísmo a finales de la década de los años veinte e inicios de la siguiente en el siglo XX, y la más reciente corrupción “fujimontesinista”.
En cuanto a la historia reciente, decía que podríamos dar por terminado el orden postfujimorista iniciado con el nuevo siglo. Fue un momento ambiguo: después de los vladivideos y de la fuga de Alberto Fujimori, se intentó construir algo diferente, pero lidiando con la continuidad de su herencia. Se trataba de reconstruir las instituciones democráticas, desnaturalizadas por el autoritarismo y la corrupción; pero sin cuestionarse la continuidad esencial del modelo económico. Alejandro Toledo encarnó esa apuesta: un gobierno pretendidamente liberal, que buscó ocupar el centro ideológico, teniendo al Alan García de 2001 a la izquierda y a Lourdes Flores a la derecha. Por ello fue un gobierno amplio, y también contradictorio. En 2006 ganó Alan García y en 2011 Ollanta Humala, y a pesar de los temores a una vuelta a un populismo desenfrenado en el primer caso y a una incierta aventura “chavista” en el segundo, primó la continuidad del modelo económico. Y ante la debililidad de los políticos y de los partidos, los artífices y custodios de esa continuidad fueron una red de tecnócratas cuya acción explica nuestras altas tasas de crecimiento, nuestra inédita estabilidad, pero también un manejo de las cosas en las que las decisiones recaen en las espaldas de los “expertos” antes que en el debate público abierto.
Pero el postfujimorismo hizo agua por varios lados: el fujimorismo, que visto en 2001 parecía un animal en extinción, volvió hasta ponerse nuevamente en el centro del escenario. Un expresidente prófugo, luego candidato al senado japonés, luego extraditado, juzgado, sentenciado y encarcelado, en principio, no tendría ninguna oportunidad de aspirar a mantener una continuidad política. Pero el gobierno de Alejandro Toledo resultó siendo una gran decepción, y ella explica que ya en 2006 Martha Chávez obtuviera más votos que Valentín Paniagua, y que la congresista más votada fuera Keiko Fujimori. Desde entonces el fujimorismo no hizo sino crecer, acomodarse, hasta convertirse hoy en la primera fuerza política.
De otro lado, el ímpetu reformista e institucionalista se fue perdiendo. Alejandro Toledo lo perdió, y ni a García ni a Humala pareció entusiasmarlos mucho; resultó siendo inicitiva parcial, sectorial e individual de tecnócratas, redes internacionales y de ONGs, que obtuvieron solo logros parciales. Y el entusiasmo y la complacencia que generaron el crecimiento económico llevó a algunos a pensar que podíamos convivir con altas tasas de crecimiento e instituciones políticas precarias. Ahora, con los escándalos de corrupción, resulta que la propia institucionalidad asociada a la promoción de la inversión privada estaba plagada de agujeros que facilitaron todo tipo de componendas, que en su momento fueron subestimadas.
¿Qué viene después de esto? Me parece que si el propio sistema no tiene la capacidad de autocrítica, respuesta, regeneración que se necesita, podríamos estar nuevamente abriendo oportunidades para discursos antisistema, que parecían estarse cerrando apenas hace un año.
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