Artículo publicado en La República, domingo 12 de marzo de 2017
El gobierno está en problemas, sin duda. Su nivel de aprobación ante la ciudadanía cae sostenidamente en las encuestas, y empieza a mostrar una dinámica que lo acerca al patrón que mostró Alejandro Toledo, quien llegó a tener niveles de aprobación de un dígito hacia la mitad de su periodo de gobierno. Para Kuczynski la caída en la aprobación es más grave que para Toledo, considerando que éste logró elegir 45 congresistas de 120, mientras que el actual presidente apenas 18 de 130. Peor aún, esos 18 muestran una conducta dispersa e incoherente, como sabemos.
¿Qué hacer? Se habla de la necesidad de cambios en algunos ministerios; si bien siempre se puede mejorar, creo que el actual Consejo de Ministros es razonablemente bueno, pero, sobre todo, no es fácil imaginar un gabinete sustancialmente distinto del actual. Es decir, sea cual sea el movimiento de las fichas, tendremos siempre ministros en su mayoría independientes, relativamente competentes en el manejo de los asuntos de su sector, pero políticamente débiles. Entonces se le reclama al gobierno “hacer política”, abandonar lógicas meramente técnicas, y mostrar iniciativa, “liderazgo”, comunicar, persuadir, coordinar, negociar, etc. Pero, ¿cómo podría este gobierno desarrollar estas habilidades? No le son propias ni al Presidente, ni al Presidente del Consejo de Ministros, ni al partido de gobierno. Lo más cerca que tiene el presidente de un operador con experiencia política y de gestión, y de su entera confianza, es su vicepresidente Martín Vizcarra. Pero resulta que la renegociación del contrato de concesión del aeropuerto de Chinchero lo ha puesto en entredicho; las suspicacias en medio de los escándalos por sobornos asociados a las empresas constructoras brasileñas salpican a todos, incluyendo al propio Presidente de la República.
Hoy el gobierno se percibe tan débil que es acaso esa debilidad, paradójicamente, la que mejor protege al ministro de transportes de una eventual censura, que tendría consecuencias imprevisibles por tratarse también del vicepresidente. Es la inesperada magnitud de la debilidad del gobierno la que hace que el propio fujimorismo se muestre más cauto de lo que se esperaría. Ser percibidos como desestabilizadores tendría costos políticos enormes, y parecen ser concientes de ello.
Y es que acaso llegó el momento de asumir en todas sus consecuencias algo que me parece hasta ahora no hemos asumido del todo: si bien uno puede aspirar legítimamente a que el gobierno muestre un poco más de orden, iniciativa, coordinación, la verdad es que no es realista esperar nada muy diferente de lo que tenemos hasta el momento. Y esto no solo es consecuencia de la debilidad del gobierno, sino del conjunto de nuestra elite política. ¿Un gobierno de Keiko Fujimori habría sido mejor? ¿Mejor le habría ido a Verónica Mendoza? ¿O a Alfredo Barnechea? ¿O a César Acuña o Julio Guzmán? Y es consecuencia de la debilidad de nuestro Estado: cuando las ciudades se ven afectadas por fenómenos naturales, resulta tan difícil combatir el crimen, o nuestras mejoras en calidad educativa parecen insuficientes, presenciamos, en primer lugar, las debilidad estructurales del Estado. Esto por supuesto no quita que se tenga que hacer algo aquí y ahora, pero me parece que en general lo que se está intentando hacer es razonable, pero sus resultados se verán en varios años, no ahora. La crítica está bien; pero está llegando la hora de entender de que más bien debemos generar los consensos y acuerdos para que el gobierno navegue de la mejor manera posible por los complicados años que tiene por delante.
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